La isla Aldous Huxley Esta visionaria novela publicada por primera vez en 1962 se convierte en nuestros días en todo un decálogo de la convivencia. En ella nos muestra a una pequeña comunidad cuyos principios básicos son el conocimiento profundo de uno mismo, el respeto por cada uno de sus miembros y el progreso común en beneficio de todos. La trama se desarrolla en una imaginaria isla a la que llega el periodista inglés Will Farnaby. Las costumbres, los ritos y la actitud ante la vida de sus habitantes impactarán en él y le llevarán a cuestionarse el modo de vida occidental del que proviene. Este libro fue considerado por los coetános de Aldous Huxley como «ciencia ficción», sin embargo, a la vista del mundo en el que hoy vivimos, se convierte en la alternativa más inteligente para el futuro de la humanidad. Aldous Huxley La isla COLECCIÓN HORIZONTE Traducción de Floreal Mazía EDITORIAL SUDAMERICANA BUENOS AIRES PRIMERA EDICIÓN Junio de 1963 DECIMOPRIMERA EDICIÓN Enero de 1984 IMPRESO EN LA ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. © 1984. Editorial Sudamericana, Sociedad Anónima, calle Humberto 1545, Buenos Aires. ISBN 950-07-0206-1 TITULO DEL ORIGINAL EN INGLES: «ISLAND» ©1962, Laura Huxley      A Laura Al elaborar un ideal podemos dar por supuesto lo que deseamos, pero es necesario evitar las imposibilidades.      Aristóteles I — Atención — comenzó a llamar de pronto una voz, y fue como si un oboe se hubiese vuelto de pronto capaz de pronunciación articulada —. Atención — repitió con el mismo tono alto, nasal y monocorde. Echado como un cadáver entre las hojas muertas, el cabello enmarañado, el rostro grotescamente sucio y magullado, Will Farnaby despertó con un sobresalto. Molly lo había llamado. Hora de despertar. Hora de vestirse. No se podía llegar tarde a la oficina. — Gracias, querida — dijo, y se incorporó. Un agudo dolor le apuñaló la rodilla derecha, y sintió otros tipos de dolor en la espalda, los brazos, la frente. — Atención — insistió la voz sin el menor cambio de tono. Apoyado en un codo, Will miró en torno y vio con desconcierto, no el empapelado gris y las cortinas amarillas de su dormitorio de Londres, sino un claro entre árboles y las largas sombras y luces sesgadas de las primeras horas de la mañana en un bosque. ¿Atención? ¿Por qué decía atención? — Atención. Atención — insistió la voz…. ¡Cuan extraña, cuan insensata! — ¿Molly? — preguntó —. ¿Molly? El nombre pareció abrir una ventana dentro de su cabeza. De pronto, con esa sensación horriblemente familiar en la boca del estómago, olió el formol, vio a la pequeña y vivaz enfermera corriendo delante de él por el pasillo verde, oyó el seco crujir de su uniforme almidonado. — Número cincuenta y cinco — decía la enfermera; se detuvo y abrió una puerta blanca. Él entró y allí, en una alta cama blanca, estaba Molly. Molly, con la mitad de la cara cubierta de vendas y la boca cavernosamente abierta. — Molly — gritó —, Molly… — Se le quebró la voz y rompió a llorar, implorando. — ¡Querida mía! — No recibió respuesta. A través de la boca abierta la rápida respiración superficial surgía ruidosa, una y otra vez. — Querida mía, querida… — De pronto la mano que sostenía cobró vida por un instante. Luego volvió a quedar inmóvil. — Soy yo — dijo —, Will. Los dedos se agitaron una vez más. Lentamente, en lo que era sin duda un enorme esfuerzo, se cerraron sobre los de él, los apretaron un momento y volvieron a aflojarse, inertes. — Atención — llamó la voz inhumana —. Atención. Había sido un accidente, se apresuró a asegurarse. El camino estaba húmedo, el coche había patinado sobre la línea blanca. Era una de esas cosas que suceden a cada rato. Los periódicos están repletos de ellas; él mismo había informado de decenas de esos accidentes. «Madre y tres niños muertos en violento choque…» Pero eso no venía al caso. El caso es que cuando ella le preguntó si eso era el fin, él le dijo que sí; el caso era que menos de una hora después de terminado el último y vergonzoso encuentro bajo la lluvia. Molly se encontraba en la ambulancia, agonizante. Will no la miró cuando ella se volvió para alejarse, no se atrevió a mirarla. Contemplar una vez más el pálido rostro sufriente habría sido demasiado para él. Ella se había levantado de la silla y cruzado la habitación con lentitud, para irse lentamente de su vida. ¿Debía llamarla, pedirle que lo perdonase, decirle que aún la amaba? ¿La había amado alguna vez? Por centésima vez, el oboe vocal le exigió atención. Sí, ¿la había amado? — Adiós, Will. — Recordó el susurro de Molly cuando se volvió en el umbral. Y fue ella quien lo dijo… en un murmullo, desde lo hondo del corazón. — Sigo amándote, Will… a pesar de todo. Un momento después la puerta del departamento se cerró tras ella casi sin un sonido. Un pequeño chasquido seco, y Molly ya no estaba más allí. El se puso de pie de un salto, corrió a la puerta y la abrió, escuchando los pasos que se alejaban por la escalera. Como un fantasma al alba, un leve perfume familiar persistía, a punto de desaparecer, en el aire. Volvió a cerrar la puerta, entró en su dormitorio gris y amarillo y miró por la ventana. Pasaron unos segundos y la vio cruzar e introducirse en el coche. Oyó el chirrido del arranque, una, dos veces, y luego el tamborileo del motor. ¿Debía abrir la ventana? «Espera, Molly, espera», se escuchó gritar con la imaginación. La ventana permaneció cerrada; el auto comenzó a avanzar, dobló en la esquina y la calle quedó desierta. Era demasiado tarde. Demasiado tarde, ¡gracias a Dios! dijo una grosera voz burlona. ¡Sí, gracias a Dios! Y sin embargo, ahí estaba el sentimiento de culpa en la boca del estómago. La culpabilidad, la dentellada del remordimiento… pero a través del remordimiento podía sentir un horrible regocijo. Alguien vil y obsceno y brutal, alguien extraño y odioso, que, sin embargo, era él mismo, pensaba alborozadamente que ahora no había nadie que le impidiera tener lo que deseaba. Y lo que deseaba era un perfume distinto, la tibieza y elasticidad de un cuerpo más joven. — Atención — dijo el oboe. Sí, atención a la almizclada habitación de Babs, con su alcoba color frambuesa, sus dos ventanas que daban sobre Charing Cross Road y que eran contempladas toda la noche por el parpadeante resplandor de un enorme letrero de Porter's Gin situado en la vereda de enfrente. Ginebra en regio carmesí… y durante diez segundos la alcoba era el Sagrado Corazón, durante diez milagrosos segundos la arrebolada cara tan próxima a la de él resplandecía como la de un serafín, transfigurada como por un fuego interno de amor. Uno, dos, tres, cuatro.. ¡Ah, Dios, que siga eternamente! Pero puntualmente al contar diez el reloj eléctrico encendía otra revelación… pero de muerte, del Horror Esencial; porque las luces, entonces, eran verdes, y durante diez repugnantes segundos la rosada alcoba de Babs se convertía en un útero de barro, y en la cama la propia Babs tenía un color cadavérico, como de un cadáver galvanizado en epilepsia póstuma. Cuando el Porter's Gin se proclamaba en verde, resultaba difícil olvidar lo sucedido y quién era uno. Lo único que se podía hacer era cerrar los ojos y hundirse — si se podía — más profundamente en el Otro Mundo de sensualidad, hundirse violenta, deliberadamente, en el enajenador frenesí al que la pobre Molly — Molly («Atención») con sus vendajes, Molly en su húmeda tumba de Highgate, y Highgate, por supuesto, era el motivo de que uno cerrase los ojos cada vez que la luz verde convertía la desnudez de Babs en un cadáver — había sido siempre tan totalmente ajena. Y no sólo Molly. Detrás de sus párpados cerrados, Will veía a su madre, pálida como un camafeo, el rostro espiritualizado por el sufrimiento aceptado, las manos convertidas en monstruos subhumanos por la artritis. Su madre, y, detrás de su sillón de ruedas, casi al borde de la obesidad, temblando como gelatina con todos los sentimientos que jamás habían encontrado expresión en el amor consumado, su hermana Maud. — ¿Cómo puedes hacer eso, Will? — Sí, ¿cómo puedes? — repetía Maud, llorosa, con su vibrante voz de contralto. No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas, esas dos mártires — la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad filial — pudiesen entender No había respuesta, a no ser en palabras de la más obscena objetividad científica, de la más inadmisible franqueza. ¿Cómo podía hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo, porque, bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado impensable. Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo. — Atención. Atención. Atención a Molly, atención a Maud y a su madre, atención a Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que pesaba en el estómago se agregó entonces una angustia que atenazaba el corazón, un agarrotamiento de la garganta. — Atención. La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la derecha. Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver mejor; pero el brazo que sostenía su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas. Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia alguna… Por el momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad aniquiladora. De cualquier modo, como cosa de interés científico… Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser una haya. Pero en ese caso — y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógica —, en ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por qué una haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudo haya… ¿en qué forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito: «¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi espíritu?» Respuesta: ectoplasma congelado, Dalí Primitivo. Cosa que excluía definitivamente los Chiltern. Lo mismo que las mariposas que revoloteaban en el denso sol mantecoso. ¿Por qué eran tan grandes, tan improbablemente cerúleas, de ojos y motas tan extravagantes? Púrpura sobre castaño, plata espolvoreada sobre esmeralda, sobre topacio, sobre zafiro. — Atención. — ¿Quién está ahí? — preguntó Will Farnaby, con voz que pretendía ser fuerte y formidable; pero lo único que salió de su boca fue un graznido leve y tembloroso. Hubo un silencio prolongado y, en apariencia, profundamente amenazador. Desde el hueco de entre dos puntales de árboles apareció por un momento un enorme ciempiés negro; luego se alejó corriendo sobre su regimiento de patas carmesíes y desapareció en otra hendidura del ectoplasma cubierto de liquen. — ¿Quién está ahí? — graznó otra vez. Hubo un susurro de hojas entre los matorrales de la izquierda y de repente, como un cucú de un reloj de habitación infantil, surgió un enorme pájaro negro, del tamaño de un grajo…. sólo que, ni falta hace decirlo, no era un grajo. Agitó un par de alas con las puntas blancas y, hendiendo el espacio, se poso en la rama más baja de un arbolillo muerto, a unos cinco metros de donde se encontraba Will. Advirtió que su pico era anaranjado y tenía un manchón implume, amarillento, debajo de cada ojo, barbas color canario que le cubrían los costados y la parte trasera de la, cabeza con una gruesa peluca de carne desnuda. El pájaro inclinó la cabeza y lo miró primero con el ojo derecho y luego con el izquierdo. Después abrió el pico anaranjado, silbó diez o doce notas de una pequeña melodía en escala pentatónica, hizo un ruido como de quien tiene hipo y, en una frase canturreada, do sol do, dijo: «Ahora y aquí, muchachos; ahora y aquí, muchachos.» Las palabras oprimieron un disparador, y súbitamente lo recordó todo. Esa era Pala, la formidable isla, el lugar que ningún periodista había visitado nunca. Y ahora debía de ser la mañana siguiente a la tarde en que cometió la tontería de zarpar solo de la bahía de Rendang-Lobo. Lo recordó todo: la blanca vela curvada por el viento en imitación de un gigantesco pétalo de magnolia, el agua hirviendo en la proa, el chisporroteo de diamantes en las crestas de todas las olas, y entre una y otra, el jade arrugado de las aguas. Y hacia el este, al otro lado del estrecho, ¡qué nubes, qué prodigios de blancura esculpida sobre los volcanes de Pala! Y sentado ante la caña del timón se sorprendió cantando… se sorprendió, cosa increíble, en el acto de sentirse inequívocamente feliz. — Tres, tres para los rivales — había declamado al viento. — Dos, dos para los jóvenes puros, ataviados de verde. Uno es uno, y está solo… Sí, solo. Completamente solo en la enorme joya del mar. — Y siempre será así. Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello contra lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. La negra turbonada salida de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del viento y la lluvia y las olas… — Ahora y aquí, muchachos — entonó el pájaro —. Ahora y aquí, muchachos. Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, reflexionó, bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aun, hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y encallarlo en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la boca de la cueva había Una especie de barranco por el cual descendía un pequeño torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza gris crecían árboles y arbustos. Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la roca… con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbaladizos por el agua. Y después, ¡Dios! las serpientes. La negra, enroscada en la rama de la cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, la verde, enorme, en el saliente a que se disponía a trepar. El terror había sido reemplazado por un terror infinitamente más grande. La visión de la serpiente lo sobresaltó, lo obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y enfermizo segundo, con la espantosa conciencia de que ese era el fin, se tambaleó en el borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la obscuridad, movido por la fe, por la desesperación pura. — Ahora y aquí, muchachos — gritó el pájaro. Pero Will Farnaby no estaba allí ni en ese momento. Estaba en la pared de roca, estaba en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo; tembló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza. II De repente el ave dejó de hablar y rompió a gritar. Una aguda vocecita humana dijo «¡Mynah!», y luego agregó algo en un idioma que Will no entendió. Hubo un ruido de pasos sobre hojas secas. Luego un gritito de alarma. Después, silencio. Will abrió los ojos y vio a dos exquisitos niños contemplándolo con los ojos enormemente abiertos de asombro y de fascinado horror. El más pequeño era un chiquillo de cinco o quizá seis años, ataviado sólo con un taparrabos verde. A su lado, llevando un cesto de frutas en la cabeza, había una niña cuatro o cinco años mayor Tenía unas faldas color carmesí que le llegaban casi hasta los tobillos; pero por sobre la cintura estaba desnuda. A la luz del sol, su piel brillaba como un cobre pálido teñido de rosa. Will los contempló. ¡Cuan hermosos eran, y cuan perfectos, cuan extraordinariamente elegantes! Como dos pequeños potrillos de raza. Un potrillo rotundo y robusto, con un rostro de querube… así era el niño Y la chiquilla era otro tipo de animalito de raza, delicado, de carita más bien larga, grave, enmarcada por dos trenzas de cabello negro. Hubo un chillido más. Encaramado en el árbol muerto, el pájaro se agitaba, nervioso; después, con un chillido final, se zambulló en el aire. Sin apartar la mirada del rostro de Will, la niña tendió la mano en un gesto de invitación. El pájaro aleteó, se posó, agitó alocadamente las alas, encontró su equilibrio, plegó las alas y comenzó a hipar. Will observaba sin sorprenderse. Todo era posible ahora… todo. Incluso los pájaros parlantes que se posaban en el dedo de un niño. Trató de sonreírles, pero los labios le temblaban aún, y lo que estaba destinado a ser un signo de amistad debe de haber parecido una mueca aterradora. El chiquillo se ocultó detrás de su hermana. El pájaro dejó de hipar y empezó a repetir una palabra que Will no entendió. «Runa»… ¿Era así? No, «Karuna». Sí, decididamente «Karuna». Levantó una temblorosa mano y señaló las frutas del redondo cesto. Mangos, bananas… La boca reseca se le hacía agua. — Hambre — dijo. Luego, intuyendo que en esas exóticas circunstancias la niña podía entenderlo mejor si imitaba a un chino de comedia musical, especificó: Mí muy hambliento. — ¿Quiere comer? — preguntó la niña en perfecto inglés. — Sí, comer — repitió él — Comer. — ¡Vuela, mynah! — La chiquilla retiró la mano. El ave lanzó un graznido de protesta y volvió a su percha del árbol muerto. Elevando los delgados bracitos en un gesto que era como el de una bailarina, la niña levantó la cesta sobre la cabeza y la depositó en el suelo. Eligió una banana, la peló y, entre temerosa y compasiva, avanzó hacia el desconocido. En su incomprensible lenguaje, el chiquillo lanzó un grito de advertencia y se aferró de sus faldas. Con una palabra tranquilizadora, la niña se detuvo, fuera de peligro, y tendió la fruta. — ¿La quiere? — preguntó. Temblando aún, Will Farnaby extendió la mano. Con suma cautela, la chiquilla se adelantó, volvió a detenerse y, acuclillándose, lo observó con atención. — Rápido — pidió Will en una agonía de impaciencia. Pero la niña no quería correr riesgos. Con la vista clavada en su mano, para anticiparse a toda señal de un movimiento sospechoso, se inclinó hacia adelante y extendió el brazo con cautela. — Por amor de Dios — imploró él. — ¿Dios? — repitió la niña con repentino interés —. ¿Qué Dios? — inquinó —. Hay muchos. — Cualquier condenado Dios que te plazca — contestó él con impaciencia. — En realidad no me place ninguno — replicó ella —. Me gusta el Compasivo. — Entonces sé compasiva conmigo — suplicó Will —. Dame esa banana. La expresión de la niña cambió. — Perdón — dijo, disculpándose. Se irguió, dio un rápido paso hacia adelante y dejó caer la fruta en la mano temblorosa del hombre. — Ahí tienes — dijo, y, como un animalito que elude una trampa, saltó hacia atrás, fuera del alcance de él. El chiquillo aplaudió y lanzó una carcajada. La niña se volvió y le dijo algo en su incomprensible lenguaje. Él movió afirmativamente la redonda cabeza, dijo «Muy bien, jefa» y se alejó trotando, por entre una cortina de mariposas azules, y sulfúreas, hundiéndose en las sombras del rincón más lejano del claro. — Le he dicho a Tom Krishna que vaya a buscar a alguien — explicó la niña. Will terminó de comer la banana y pidió otra, y luego una tercera. A medida que disminuía la urgencia de su hambre, experimentaba necesidad de satisfacer su curiosidad. — ¿Cómo es que hablas tan bien en inglés? — preguntó. — Porque todos hablan en inglés — respondió ella. — ¿Todos? — Quiero decir, cuando no hablan en palanés, — Como el tema no le resultaba interesante, agitó una manita morena y silbó. — Ahora y aquí, muchachos — repitió el pájaro una vez más, y bajó aleteando de su percha en el árbol muerto y se posó en el hombro de la niña. Esta peló otra banana, entregó dos tercios a Will y ofreció el resto al mynah. — ¿El pájaro es tuyo? — preguntó Will. Ella meneó la cabeza. — Los mynah son como la luz eléctrica — declaró —. No pertenecen a nadie. — ¿Por qué dice esas cosas? — Porque alguien se las enseñó — respondió la chiquilla con paciencia. ¡Qué burro! parecía insinuar su tono. — ¿Pero por qué le enseñan esas cosas? ¿Por qué «Atención»? ¿Por qué «Ahora y aquí»? — Bien… — Buscó las palabras correctas para explicar lo evidente a ese extraño imbécil. — Eso es lo que uno siempre ¿olvida, ¿no es así? Quiero decir, uno olvida de prestar atención a lo que sucede. Y eso equivale a no estar ahora y aquí. — Y los mynah vuelan de un lado a otro recordándolo… ¿es eso? La niña asintió. Por supuesto, era eso. Hubo un silencio. — ¿Cómo te llamas? — preguntó ella. Will se presentó. — Yo me llamo Mary Sarojini MacPhail. — ¿MacPhail? — No era muy admisible. — MacPhail — aseguró la chiquilla. — ¿Y tu hermanito se llama Tom Krishna? — Ella asintió. — ¡Bueno, qué me dices! — ¿Llegaste a Pala por avión? — Vine por el mar. — ¿Por el mar? ¿Tienes un barco? — Lo tenía. — Will recordó las olas rompiendo sobre la embarcación encallada, oyó, con el oído interior, el estrépito de su impacto. Bajo el interrogatorio de la niña, le relató lo que había sucedido. La tormenta, la varadura del bote, la larga pesadilla de la ascensión, las serpientes, el horror de la caída… Comenzó a temblar de nuevo, con más violencia que antes. Mary Sarojini escuchó con atención y sin hacer comentarios. Luego, cuando la voz de él vaciló y finalmente se quebró, se adelantó, y, con el pájaro todavía encaramado en su hombro, se arrodilló junto a él. — Escucha, Will — dijo, poniéndole una mano en la frente —. Tenemos que librarnos de eso. — Su tono era profesional y serenamente autoritario. — Ojalá supiera cómo — respondió él, castañeteando los dientes. — ¿Cómo? — repitió la niña —. Pues en la forma acostumbrada, por supuesto. Vuelve a hablarme de esas serpientes, y de cómo te caíste. — No quiero — dijo él, meneando la cabeza. — Es claro que no quieres — dijo ella —. Pero tienes, que hacerlo. Escucha lo que dice el mynah. — Ahora y aquí, muchachos — continuaba exhortando el pájaro —. Ahora y aquí, muchachos. — No puedes estar ahora y aquí — continuó la niña — hasta que te hayas librado de esas serpientes. Díme. — No quiero, no quiero. — Estaba casi al borde de las lágrimas. — Entonces jamás te librarás de ellas. Se arrastrarán toda la vida dentro de tu cabeza. Y te lo tendrás merecido — agregó Mary Sarojini con severidad. Él trató de dominar los temblores, pero su cuerpo había dejado de pertenecerle. Algún otro se había hecho cargo de él, alguien malévolamente decidido a humillarlo, a hacerlo sufrir. — Recuerda lo que sucedía cuando eras niño — le decía Mary Sarojini —. ¿Qué hacía tu madre cuando te lastimabas? Lo tornaba en sus brazos, le decía «Mi pobre niño, mi pobre niñito». — ¿Hacía eso? — Mary habló con un tono de escandalizado asombro. — ¡Pero es espantoso! Es la mejor forma de hacerlo permanente. «Mi pobre niñito» — repitió, burlona —; debe de haberte seguido doliendo durante horas enteras. Y es seguro que no lo olvidabas nunca. Will Farnaby no ofreció comentario alguno; permaneció echado en silencio, sacudido por irreprimibles estremecimientos. — Bueno, si no lo haces tú, lo haré yo en tu lugar. Escucha, Will: había una serpiente, una gran serpiente verde, y tú casi la pisaste. Casi la pisaste, y te dio un susto tan grande, que perdiste el equilibrio y caíste. Y ahora dílo… ¡Di lo! — Casi la pisé — susurró él obediente —. Y entonces… — No pudo decirlo. — Y entonces caí — pronunció al cabo, con voz casi inaudible. Todo el horror volvió a caer sobre él… la náusea del miedo, el sobresalto de pánico que le había hecho perder el equilibrio, y luego un miedo peor aun y la tremenda certidumbre de que eso era el fin. — Dílo otra vez. — Casi la pisé. Y entonces… Se escuchó gimotear. — Está bien, Will. ¡Llora… llora! El gimoteo se convirtió en un gemido. Avergonzado, apretó los dientes y los gemidos cesaron. — No, no hagas eso — exclamó Mary —. Déjalo salir, si quiere. Recuerda la serpiente, Will. Recuerda cómo caíste. Los gemidos volvieron a estallar, y se estremeció con más violencia que antes. — Y ahora díme lo que ocurrió. — Pude verle los ojos, la lengua que aparecía y se ocultaba. — Sí, pudiste verle la lengua. ¿Y qué sucedió luego? — Perdí el equilibrio, caí. — Dílo otra vez, Will. — Este sollozaba ahora. — Dílo de nuevo — insistió ella. — Caí. — Otra vez. Le estaba haciendo pedazos, pero lo dijo: — Caí. — Otra vez, Will. — Mary era implacable. — Otra vez. — Caí, caí. Caí… Los sollozos disminuyeron gradualmente las palabras surgían con más facilidad y los recuerdos que despertaban eran menos dolorosos. — Caí — repitió por centésima vez. — Pero la caída no fue muy larga — dijo Mary Sarojini. — No, no fue muy larga — admitió él. — Y entonces, ¿a qué viene toda la alharaca? — inquirió la niña. No había malicia ni ironía en su tono, ni la menor insinuación de censura. Formulaba una pregunta sencilla y directa que exigía una respuesta sencilla y directa. Sí, ¿a qué venía tanta alharaca? La serpiente no lo había mordido; no se había roto el cuello. Y de cualquier manera todo aquello había sucedido la víspera. Hoy estaban las mariposas, el pájaro que le llamaba a uno la atención, la extraña niña que le hablaba a uno como una tía severa, que parecía un ángel salido de una mitología poco familiar y que, a cinco grados del ecuador, se llamaba, créase o no, MacPhail. Will Farnaby lanzó una carcajada. La chiquilla palmoteo y rió también. Un momento más tarde el pájaro posado sobre su hombro se unió a ellos en carcajada tras carcajada de fuerte risa demoníaca, que llenaron el claro y repercutieron entre los árboles, de modo que todo el universo pareció desternillarse con la enorme broma que era la existencia. III — Bien, me alegro de que todo esto sea tan divertido — comentó de pronto una voz profunda. Will Farnaby se volvió y vio, sonriéndole, a un hombre pequeño y delgado, vestido con ropas europeas, que llevaba un maletín negro. Un hombre, calculó, de cerca de sesenta años; Bajo el ancho sombrero de paja el cabello era espeso y blanco, ¡y qué extraña nariz ganchuda! Y los ojos… ¡cuan insólitamente azules en el rostro moreno! — ¡Abuelo! — oyó que exclamaba Mary Sarojini. El desconocido se volvió de Will a la niña. — ¿Qué gracia festejaban? — preguntó. — Bueno — comenzó Mary Sarojini, y se interrumpió un instante para reunir sus pensamientos —. Bueno, ¿sabes? él estaba en un bote y ayer hubo una gran tormenta y naufragó… por ahí. De modo que tuvo que trepar por el risco. Y había unas serpientes, y se cayó. Pero por fortuna había un árbol, de modo que sólo se llevó un susto. Por eso temblaba tanto, de modo que le di unas bananas y le hice repetirlo un millón de veces. Y de pronto se dio cuenta de que no tenía motivos para preocuparse. Quiero decir, todo eso ha terminado ya. Y eso lo hizo reír. Y cuando se rió, yo reí también. Y el mynah nos imitó. — Muy bien — dijo su abuelo, aprobando —. Y ahora — agregó, volviéndose hacia Will Farnaby —, después de los primeros auxilios psicológicos, veamos qué podemos hacer por el pobre y viejo Hermano Asno. Soy el doctor Robert MacPhail, de paso. ¿Quién es usted? — Se llama Will — dijo Mary Sarojini antes de que el joven pudiera responder —. Y su apellido es Far no sé cuánto. — Farnaby, para ser exactos. William Asquith Farnaby. Mi padre, como podrá adivinar, era un ardiente liberal. Incluso cuando estaba borracho. Especialmente cuando estaba borracho. — Lanzó una áspera carcajada burlona, extrañamente distinta de la jubilosa risa que había saludado su descubrimiento de que en realidad no había motivos para alharaca. — ¿No querías a tu padre? — preguntó Mary Sarojini con preocupación. — No tanto como habría podido quererlo — repuso Will. — Quiere decir — explicó el doctor MacPhail a la niña — que odiaba a su padre. A muchos de ellos les sucede — explicó entre paréntesis. Se acuclilló y comenzó a desatar las correas de su maletín. — Uno de nuestros ex imperialistas, supongo — dijo al joven por sobre el hombro. — Nacido en Bloomsbury — confirmó Will. — De la clase superior — diagnosticó el médico —, pero no integrante de la subespecie militar o rural. — Correcto. Mi padre era abogado y periodista especializado en temas políticos. Es decir, cuando no estaba demasiado ocupado alcoholizándose. Mi madre, por increíble que pueda parecer, era la hija de un archidiácono. Un archidiácono — repitió, y volvió a reír como lo había hecho con la preferencia de su padre por el coñac. El doctor MacPhail lo miró un instante, y luego volvió a dedicar su atención a las correas. — Cuando ríe de esa manera — hizo notar con tono de desapego científico —, el rostro se le vuelve curiosamente feo. Desconcertado. «Will trató de cubrir su turbación con una broma. — Siempre es feo — dijo. — Por el contrario, en un sentido baudeleriano es más bien hermoso. Salvo cuando se dedica a hacer esos ruidos semejantes a los de una hiena. ¿Por qué los hace? — Soy periodista — explicó Will —. Nuestro Corresponsal Especial, a quien se le paga para que viaje por todo el mundo e informe sobre los horrores del momento. ¿Qué otro tipo de ruido espera que haga? ¿Cucú? ¿Bla, bla? ¿Marx, Marx? — Volvió a reír y luego enunció una de sus probadas ingeniosidades. — Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta. — Bonito — dijo el doctor MacPhail —. Muy bonito. Pero vayamos al grano. — Sacó del maletín un par de tijeras y comenzó a cortar la pernera desgarrada y ensangrentada que cubría la rodilla herida de Will. Will Farnaby lo miró y se preguntó, mientras lo miraba, qué proporción de ese improbable montañés seguía siendo escocesa y qué proporción tenía de palanés. En cuanto a los ojos azules y la nariz larga no cabía duda alguna. Pero la piel morena, las manos delicadas, la gracia de movimientos… era indudable que provenían de algún lugar situado muy al sur de Tweed. — ¿Nació aquí? — preguntó. El doctor afirmó con la cabeza. — En Shivapuram, el día del funeral de la reina Victoria. Hubo un chasquido final de las tijeras y la pernera cayó al suelo, dejando al descubierto la rodilla. — Feo — fue el veredicto del doctor MacPhail después de un primer examen atento —. Pero no creo que haya nada demasiado grave. — Se volvió hacia su nieta. Me gustaría que fueras corriendo a la estación y le pidieras a Vijaya que viniese con uno de los otros hombres. Díles que tomen unas angarillas en la enfermería. Mary Sarojini asintió y, sin una palabra, se puso de pie y cruzó el claro a la carrera. Will contempló la figurita que se alejaba… las faldas rojas moviéndose de uno a otro costado, la suave piel del torso brillando, color de rosa y de oro, a la luz del sol. — Tiene una nieta notable — dijo al doctor MacPhail. — El padre de Mary Sarojini — dijo el médico luego de un breve silencio — era mi hijo mayor. Murió hace cuatro meses… un accidente, en una ascensión de montaña. Will masculló su simpatía, y se produjo otro silencio. El doctor MacPhail destapó una botella de alcohol y se lavó las manos. — Esto le va a doler un poco — advirtió —. Sugiero que escuche a ese pájaro. — Agitó una mano en dirección del árbol muerto, al cual el mynah había vuelto después de la partida de Mary Sarojini. — Escúchelo con atención, reflexivamente. Le apartará los pensamientos del dolor. Will Farnaby escuchó. El mynah había vuelto a su primer tema. — Atención — llamaba el oboe vocal —. Atención. — ¿Atención a qué? — inquinó, en la esperanza de obtener una respuesta más esclarecedora que la recibida de Mary Sarojini. — A la atención — respondió el doctor MacPhail. — ¿Atención a la atención? — Por supuesto. — Atención — canturreó el mynah en irónica confirmación. — ¿Tienen muchos de estos pájaros parlantes? — Debe de haber por lo menos mil volando por la isla. Fue una idea del Viejo Raja. Pensó que le haría bien a la gente. Y quizá sea así, aunque parece un poco injusto para con los mynah. Pero por suerte los pájaros no entienden de discursos estimulantes, Ni siquiera los de San Francisco. Imagínese — continuó —: ¡predicar sermones a tordos y cardelinas! ¡Qué presunción! ¿Por qué no podía tener la boca cerrada y dejar que los pájaros le predicasen a él? Y ahora — agrego con otro tono —, será mejor que empiece a escuchar a nuestro amigo del árbol. Voy a limpiar esta herida. — Atención. — Ahí va. El joven respingó y se mordió los labios. — Atención. Atención. Atención. Sí, era cierto. Si se escuchaba con concentración, el dolor no era tan intenso. — Atención. Atención… — No entiendo — dijo el doctor MacPhail, mientras tomaba las vendas — cómo logró subir a ese risco. Will logró reír. — Recuerde el comienzo de Erewhon — dijo: «La suerte quiso que la Providencia estuviese de mi parte.» Del extremo más lejano del claro llegó el sonido de voces. Will volvió la cabeza y vio a Mary Sarojini aparecer por entre los árboles, con la falda ondulando mientras corría. Detrás de ella, desnudo hasta la cintura y llevando al hombro las varas de bambú y la lona enrollada de una liviana angarilla, caminaba la gigantesca estatua bronceada de un hombre, y detrás del gigante venía un esbelto adolescente de piel morena y pantaloncitos blancos. — Este es Vijaya Bhattacharya — dijo el doctor MacPhail cuando la estatua de bronce se aproximó —. Vijaya es mi ayudante. — ¿En el hospital? El doctor MacPhail meneó la cabeza. — Sólo en caso de situaciones, de urgencia — explicó —. Ya no practico la profesión. Vijaya y yo trabajamos en la Estación Agrícola Experimental. Y Murugan Mailendra — agitó la mano en dirección del joven moreno — está con nosotros temporariamente, para estudiar la ciencia del suelo y del cultivo de plantas. Vijaya se apartó y, poniendo una enorme mano sobre el hombro de su compañero, lo empujó hacia adelante. Contemplando el hermoso y enfurruñado rostro juvenil, Will reconoció de repente, con un sobresalto de asombro, al joven elegantemente ataviado que había conocido, cinco días antes, en Rendang-Lobo, y que viajó con él por toda la isla en el Mercedes blanco del coronel Dipa. Sonrió, abrió la boca para hablar y se contuvo. En forma casi imperceptible, pero inconfundiblemente, el joven había sacudido la cabeza. En sus ojos Will vio una expresión de angustiado ruego. Sus labios se movieron sin emitir un sonido. «Por favor — parecían decir —, por favor…» Will reacomodó la expresión. — ¿Cómo le va, Mr. Mailendra? — dijo, con tono de negligente formalidad. Murugan se mostró enormemente aliviado. — ¿Cómo le va? — respondió, e hizo una pequeña inclinación de cabeza. Will miró en torno para ver si los otros habían advertido lo sucedido. Vio que Mary Sarojini y Vijaya estaban ocupados con las angarillas, y que el médico volvía a acomodar las cosas en su maletín. La pequeña comedia se había representado sin público. Era evidente que el joven Murugan tenía sus motivos para no querer que se supiera que había estado en Rendang. Los jóvenes siempre serán jóvenes. Los jóvenes incluso pueden ser muchachas. El coronel Dipa se había mostrado más que paternal hacia su joven protegido, y Murugan se mostraba algo más que filial hacia el coronel… era absolutamente indudable que lo adoraba. ¿Era un simple culto al héroe, una admiración de colegial por el hombre que había realizado una revolución exitosa, liquidado a la oposición para instalarse como dictador? ¿O había además otros sentimientos? ¿Hacía Murugan el papel de Antinoo de su Adriano de negros bigotes? Bueno, si eso era lo que sentía ante bandoleros militares de edad mediana, era cosa de él. Y si al bandolero le gustaban los jóvenes bonitos, era cosa de él. Y quizá, continuó — reflexionando Will, era por eso que el coronel Dipa se había abstenido de efectuar una presentación formal. — Este es Muru — había dicho, cuando el joven fue introducido en la oficina presidencial —. Mi joven amigo Muru. — Y se había puesto de pie y apoyado un brazo sobre los hombros del joven, para llevarlo al sofá y sentarse junto a él. — ¿Puedo conducir el Mercedes? — preguntó en esa ocasión Murugan. El dictador sonrió con indulgencia y asintió moviendo la bien peinada cabeza. Y había otro motivo para suponer que la curiosa relación era algo más que una simple amistad. Al volante del coche de deporte del coronel, Murugan era un maniático. Sólo un enamorado perdido podía confiarse — y confiar sus invitados — a semejante conductor. En el tramo llano entre Rendang-Lobo y los yacimientos petrolíferos, el velocímetro había llegado dos veces a los ciento setenta y cinco; y peor, mucho peor, era seguir por el camino de montaña de los yacimientos a las minas de cobre. Los abismos se abrían ante uno, los neumáticos chillaban en los recodos, búfalos acuáticos aparecían de entre bosquecillos de bambú a pocos centímetros del coche, camiones de diez toneladas pasaban rugiendo por el costado del camino que no les correspondía. — ¿No está usted un poco nervioso? — se había atrevido Will a preguntar. Pero el bandolero era tan religioso como enamoradizo. — Si uno sabe que está haciendo la voluntad de Alá, y yo lo sé, Mr. Farnaby, no hay motivos para nerviosidades. En tales circunstancias la nerviosidad sería una blasfemia. — Y mientras Murugan viraba para esquivar otro búfalo, abrió su cigarrera de oro y ofreció a Will un Sobranje balcánico. — Listo — indicó Vijaya. Will volvió la cabeza y vio las angarillas en el suelo junto a él. — ¡Muy bien! — dijo el doctor MacPhail —. Levantémoslo. Con cuidado. Despacio… Un minuto más tarde la pequeña procesión serpenteaba por el caminito, entre los árboles. Mary Sarojini iba adelante, su abuelo cerraba la marcha y entre ellos iban Murugan y Vijaya en cada extremo de la camilla. Desde su lecho móvil Will Farnaby miró a través de la verde obscuridad como desde el fondo de un mar vivo. Muy arriba, cerca de la superficie, había un susurro entre las hojas, un ruido de monos. Y ahora era una docena de cálaos brincando, como ficciones de una imaginación desordenada, a través de una nube de orquídeas. — ¿Está cómodo? — preguntó Vijaya, inclinándose, solícito, para mirarlo a la cara. Will le sonrió. — Lujosamente cómodo — respondió. — No es lejos — continuó el otro, para tranquilizarlo —. Llegaremos en unos pocos minutos. — ¿Adónde vamos? — A la Estación Experimental. Es como Rothamsted. ¿Alguna vez fue a Rothamsted cuando estuvo en Inglaterra? Will había oído hablar del lugar, por supuesto, pero nunca estuvo en él. — Hace más de cien años que funciona — continuó Vijaya. — Ciento veinte, para ser exactos — dijo el doctor MacPhail —. Lawes y Gilbert iniciaron sus trabajos sobre fertilizantes en 1843. Uno de los alumnos vino aquí a principios de la década del 50 para ayudar a mi abuelo a iniciar la estación. Rothamsted en los trópicos… esa era la idea. En los trópicos y para los trópicos. La penumbra verde se fue aclarando y un momento más tarde la camilla salió del bosque al resplandor del sol del trópico. Will levantó la cabeza y miró en torno. Estaban no muy lejos del centro de un inmenso anfiteatro. Ciento cincuenta metros más abajo se extendía una amplia llanura, cuadriculada de campos, moteada de grupos de árboles y de apiñamientos de casas, en la otra dirección las cuestas ascendían centenares de metros hacia un semicírculo de montañas. Terraza sobre terraza, verdes o doradas, desde la llanura hasta el muro dentado de picos, los arrozales seguían las líneas del contorno, destacando cada hinchazón y hundimiento de la ladera en lo que parecía una intención deliberada y artística. Allí la naturaleza no era ya simplemente natural; el paisaje había sido compuesto, reducido a sus esencias geométricas y traducido, por lo que en un pintor habría sido un milagro de virtuosismo, en términos de esas sinuosas líneas, de esos manchones de color puro y luminoso. — ¿Qué hacía usted en Rendang? — preguntó el doctor Robert, interrumpiendo un largo silencio. — Reunía materiales para un artículo sobre el nuevo régimen. — No creía que el coronel fuese tema periodístico. — Se equivoca. Es un dictador militar. Eso quiere decir que hay muertes en el aire. Y la muerte siempre es noticia. Incluso lo es el olor lejano de la muerte — rió —. Por eso me dijeron que pasara por allí, de regreso de China. Y había habido otros motivos que prefería no mencionar. Los periódicos eran sólo uno de los intereses de lord Aldehyde. En otra de sus expresiones era k South-East Asia Petroleum Company, era la Imperial and Foreign Copper Limited. Oficialmente, Will había ido a Rendang para olfatear la muerte en su aire militarizado; pero también se le había encomendado que averiguase qué opinaba el dictador sobre los capitales extranjeros, qué rebajas impositivas estaba dispuesto a ofrecer, qué garantías contra nacionalizaciones. ¿Y qué proporción de las ganancias se podría exportar? ¿Cuántos técnicos y administradores nativos habría que emplear? Toda una batería de preguntas. Pero el coronel Dipa se había mostrado sumamente afable y dispuesto a colaborar. De ahí el espeluznante viaje, con Murugan al volante, hacia las minas de cobre. — Primitivas, mi querido Farnaby, primitivas. Urgentemente necesitadas, como usted mismo puede ver, de equipos modernos. — Se había concertado otra entrevista… y se la había concertado, recordó Will, para esa misma mañana. Se imaginó al coronel ante su escritorio. Un informe del Jefe de policía: — Mr. Farnaby fue visto por última vez en un pequeño bote de vela, solo, rumbo al estrecho de Pala. Dos horas después una tormenta de gran violencia… Presumiblemente muerto… Y en cambio se encontraba allí, vivo y coleando, en Ja isla prohibida. — No le darán el visado — le había dicho Joe Aldehyde en la última entrevista —. Pero quizá pueda desembarcar disfrazado. Con un albornoz o algo por el estilo, como Lawrence de Arabia. — Lo intentaré — había respondido Will, con el rostro imperturbable. — Sea como fuere, si logra llegar a Pala, vaya directamente al palacio. La rani — es la reina madre — es una vieja amiga mía. La conocí hace seis años en Lugano. Se hospedaba en la casa del viejo Voegeli, el banquero de inversiones. La amante de él está interesada en el espiritualismo, y organizaron una sesión en mi honor. Una médium, auténtica Voz Directa… sólo que por desgracia hablaba únicamente en alemán. Bueno, después de que se encendieron las luces conversé con ella. — ¿Con la médium? — No, no. Con la rani. Es una mujer notable. Ya sabe, La Cruzada del Espíritu. — ¿Ella lo había inventado? — En efecto. Pero yo prefiero el Rearme Moral. En A"ñ lo asimilan mejor. Conversamos mucho al respecto, esa noche. Y después hablamos de petróleo. Pala está repleta de petróleo. La South-East Petroleum ha tratado de conseguirlo durante años. Lo mismo que todas las otras compañías. Todo inútil. No hay concesiones petroleras para nadie. Es la política inmutable de ellos. Pero la rani no está de acuerdo con eso. Quiere que el petróleo sirva para algo útil en el mundo. Para financiar la Cruzada del Espíritu, por ejemplo. Entonces, como le digo, si llega a Pala, vaya enseguida al palacio. Hable con ella. Averigüe los antecedentes de los hombres que toman las decisiones. Descubra si existe una minoría partidaria de las concesiones y pregunte cómo podemos ayudarlos a realizar la tarea. Y terminó prometiéndole a Will una buena recompensa si sus esfuerzos se veían coronados por el éxito. Lo suficiente como para concederle todo un año de libertad. «No más reportajes. Nada más que Arte Elevado, Arte, ARTE.» Y lanzó una carcajada escatológica, como si en vez de arte se hubiese, hablado de otra palabra, también de cuatro letras. ¡Increíble criatura! Pero sea como fuere escribía para los infames periódicos de la increíble criatura, y estaba dispuesto, por un soborno, a hacer todos los trabajos sucios que le encargase la increíble criatura. Y ahora, oh milagro, estaba en tierra de Pala. La suerte había querido que la Providencia estuviese de su parte… evidentemente con el expreso propósito de perpetrar una de las siniestras bromas pesadas que son la especialidad de la Providencia. Lo volvió a la realidad el sonido de la voz chillona de Mary Sarojini. — ¡Hemos llegado! Will volvió a levantar la cabeza. La pequeña procesión se había apartado del camino y pasaba por una abertura practicada en una pared de estuco blanco. A la izquierda, en una creciente sucesión de terrazas, había hileras de edificios bajos sombreados por higueras sagradas. Enfrente, una avenida de altas palmeras descendía hacia un estanque de lotos, en el extremo más lejano del cual había un enorme Buda de Piedra. Doblando hacia la izquierda, subieron por entre árboles en flor, a través de una mezcla de perfumes, hacia la primera terraza. Detrás de una cerca, inmóvil salvo por el rumiar de las mandíbulas, se veía un toro jiboso blanco como la nieve, semejante a una deidad en su serena y absorta belleza. El amante de Europa retrocedió hacia el pasado y cedió el lugar a varias aves de Juno que arrastraban su plumaje por el césped. Mary Sarojini abrió la puertecilla de un jardinillo. — Mi bungalow — dijo el doctor MacPhail, y volviéndose hacia Murugan —; Permíteme que te ayude a subir los escalones. IV Tom Krishna y Mary Sarojini se habían ido a hacer su siesta con los hijos del jardinero vecino. En su sala sumida en la penumbra, Susila MacPhail estaba sentada a solas, con sus recuerdos de dichas pasadas y el actual dolor de su duelo. El reloj de la cocina dio la media hora. Se puso de píe con un suspiro, se calzó las sandalias y salió al tremendo resplandor del sol de la tarde. Levantó la vista al cielo. Por sobre los volcanes, enormes nubes trepaban hacia el cenit. Dentro de una hora llovería. Pasando de un estanque de sombra al siguiente, avanzó por el sendero bordeado de árboles. Con un súbito rumor de alas, una bandada de palomas salió volando de una de las higueras. Con las alas verdes y el pico color coral, el pecho cambiado de color como la madreperla, se alejaron hacia el bosque. ¡Cuan hermosas eran, cuan indeciblemente encantadoras! Susila estuvo a punto de volverse para sorprender la expresión de placer en el rostro de Dugald vuelto hacia arriba; se contuvo y bajó la mirada al suelo: Dugald ya no existía; no había más que ese dolor, como el dolor de un miembro fantasmal que continúa obedeciendo la imaginación, obedeciendo incluso las percepciones de los que han sufrido una amputación. — Amputación — musitó para sí — amputación… — Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y apartó el pensamiento. La amputación no era una excusa para tenerse lástima, y, a pesar de que Dugald estaba muerto, los pájaros eran tan bellos como siempre y sus hijos, y todos los otros niños, tenían tanta necesidad como siempre de ser amados, ayudados y educados. Si la ausencia de él era tan constantemente presente, lo era para recordarle que en adelante debería amar por dos, vivir por dos, pensar por dos, percibir y entender, no sólo con sus ojos y cerebro, sino con el cerebro y los ojos que le habían pertenecido a él y, antes de la catástrofe, también a ella, en comunión de deleite e inteligencia. Pero he ahí la cabaña del doctor. Subió los escalones, cruzó la galería y entró en la sala. Su suegro estaba sentado cerca de la ventana, bebiendo sorbitos de té frío de un jarro de barro y leyendo el Journal de Mycologie. Levantó la vista cuando ella se acercó y le dedicó una sonrisa de bienvenida. — ¡Susila, querida mía! Me alegro de que hayas venido. Ella se inclinó y le besó la barbuda mejilla. — ¿Qué es eso que me ha contado Mary Sarojini? — inquirió —. ¿Es cierto que encontró a un náufrago? — De Inglaterra… Pero vía China, Rendang y un naufragio. Un periodista. — ¿Cómo es? — Tiene el físico de un Mesías. Pero es demasiado inteligente para creer en Dios o estar convencido de su propia misión. Y aunque estuviese convencido, es demasiado sensible para cumplirla. Sus músculos querrían actuar y sus sentimientos creer; pero sus filetes nerviosos y su inteligencia no se lo permiten. — De modo que sin duda se siente muy desdichado. — Tanto, que se ve obligado a reír como una hiena. — ¿Sabe él que ríe como una hiena? — Lo sabe, y está más bien orgulloso de ello. Incluso hace epigramas al respecto. «Soy el hombre que no acepta el sí por respuesta.» — ¿Está muy gravemente herido? — No mucho. Pero tiene fiebre. He comenzado a tratarlo con antibióticos. Ahora queda a tu cargo elevarle la resistencia y dar a la vis medicatrix naturae una oportunidad de actuar. — Haré todo lo posible. — Luego, después de un silencio —: Fui a ver a Lakshmi — dijo —, al regreso de la escuela. — ¿Qué tal la encontraste? — Casi igual. No, quizás un poco más débil que ayer. — Eso me pareció cuando la vi esta mañana. — Por fortuna el dolor no parece empeorar. Todavía podemos encararlo en términos psicológicos. Y hoy la tratamos en lo referente a la náusea. Al cabo pudo beber algo. No creo que haya más necesidad de fluidos intravenosos. — ¡Me alegro mucho! — exclamó él —. Esas inyecciones intravenosas eran una tortura. Tanta valentía frente a los peligros reales, pero cada vez que se trataba de una hipodérmica o una aguja en una vena, el terror más abyecto e irracional. Pensó en aquella época, en los primeros tiempos de su matrimonio, en que perdió los estribos y la llamó cobarde por hacer tanto alboroto. Lakshmi había llorado y, después de someterse a su martirio, lo abrumó de remordimientos al pedirle que la perdonara. «Lakshmi, Lakshmi…».Y ahora, dentro de pocos días, estaría muerta. Después de treinta y siete años. — ¿De qué hablaron? — preguntó. — De nada en especial — respondió Susila. Pero la verdad es que habían hablado de Dugald y que no podía obligarse a repetir la conversación. — Mi primer hijo — había susurrado la mujer agonizante —. No sabía que los niños pudieran ser tan hermosos. — Los ojos, hundidos y sombríos dentro del cráneo, se habían iluminado; los labios exangües habían sonreído. — Unas manos tan pequeñitas — decía la voz débil y ronca —, ¡una boquita tan ávida! — Y una mano casi descarnada tocó, temblorosa, el lugar en que, antes de la operación del año pasado, había estado su pecho. — No lo sabía — repitió. Y antes del suceso, ¿cómo habría podido saberlo? Fue una revelación, un apocalipsis de emoción y amar —. ¿Entiendes lo que quiero decir? — Y Susila había asentido. Entendía, por supuesto… lo había experimentado en relación con sus dos hijos, lo había sabido, en esos otros apocalipsis de emoción y amor, con el hombre en que se había convertido el pequeño Dugald, el de las manos minúsculas y la boca ávida. — Solía tener miedo por él — había susurrado la mujer moribunda —. Era tan fuerte, tan tiránico; habría podido herir y amedrentar y destruir. Si se hubiese casado con otra mujer… ¡Me sentí tan feliz de que se casara contigo! — Desde el lugar donde había estado el pecho descarnado, la mano se movió para posarse en el brazo de Susila. Esta inclinó la cabeza y la besó. Ambas lloraban. El doctor MacPhail suspiró, levantó la mirada y, como un hombre que ha salido del agua, se sacudió. — El náufrago se llama Farnaby — dijo —. Will Farnaby. — Will Farnaby — repitió Susila — Bien, será mejor que vaya a ver qué puedo hacer por él. — Se volvió y se alejó. El doctor MacPhail la miró; luego se recostó contra el respaldo y cerró los ojos. Pensó en su hijo, pensó en su esposa… en Lakshmi, que se extinguía lentamente; en Dugald, que había sido como una ígnea y luminosa llama apagada de pronto. Pensó en la incomprensible secuencia de cambios y azares que componen una vida, en todas las bellezas y horrores y absurdos cuya conjunción crea el esquema, imposible de interpretar, pero divinamente significativo, del destino humano. — Pobre muchacha — se dijo, recordando la expresión del rostro de Susila cuando le informó de lo que había sucedido a Dugald —, pobre muchacha. — Entretanto, ahí estaba ese artículo sobre los hongos alucinógenos, en el Journal de Mycologie. Esa era otra de las cosas extrañas que aparecían en el esquema. Recordó las palabras de uno de los raros poemitas del Viejo Raja: Todas las cosas, hacia todas las cosas absolutamente indiferentes, trabajan juntas a la perfección, en discordia, por un Bien que está más allá del bien, por un Ser más intemporal en su transitoriedad, más eterno en su desaparición que el Dios que está en el cielo. Crujió la puerta y un instante más tarde Will oyó pasos ligeros y un susurro de faldas. Una mano se posó sobre su hombro y una voz de mujer, de tono bajo y musical, le preguntó cómo se sentía. — Me siento pésimamente — respondió sin abrir los ojos. No había conmiseración por sí mismo en la respuesta, ningún pedido de simpatía; sólo la colérica objetividad de un estoico que se ha cansado al cabo de la larga farsa de la impasividad y, resentido, barbota la verdad. — Me siento pésimamente. La mano volvió a tocarlo. — Soy Susila MacPhail — dijo la voz —, la madre de Mary Sarojini. A regañadientes, Will volvió la cabeza y abrió los ojos. Una versión más adulta y morena de Mary Sarojini estaba sentada junto a su cama, sonriéndole con amistosa solicitud. Devolverle la sonrisa le habría costado un esfuerzo demasiado grande; se conformó con decir: — ¿Cómo le va? — Subió la sábana un poco más hacia arriba y volvió a cerrar los ojos. Susila lo contempló en silencio; miró los hombros huesudos, la jaula de las costillas bajo una piel cuya palidez nórdica hacía que pareciese, para sus ojos de palanesa, tan extrañamente frágil y vulnerable, y el rostro atezado, enfáticamente delineado como una talla para ser contemplada desde lejos… enfático pero sensible; el rostro estremecido, más que desnudo — se sorprendió pensando —, de un hombre que hubiese sido azotado y abandonado para sufrir. — Tengo entendido que es de Inglaterra — dijo al cabo. — No me importa de dónde soy — masculló Will, irritado —, Ni adonde voy. Del infierno al infierno. — Yo estuve en Inglaterra después de la guerra — continuó ella —. Como estudiante. Él trató de no escuchar, pero las orejas no tienen párpados; era imposible eludir esa voz que se entrometía. — Había una muchacha en mi clase de psicología — decía la voz — Los padres vivían en Wells. Me pidió que me alojase en la casa de ellos durante el primer mes de las vacaciones de verano. ¿Conoce Wells? Por supuesto que conocía Wells. ¿Por qué lo hostigaba con sus tontas reminiscencias? — Me encantaba caminar por la orilla del agua — prosiguió Susila —, mirar la catedral desde el otro lado del foso —… y pensar, mientras contemplaba la catedral, en Dugald bajo las palmeras de la playa, en Dugald cuando le dio su primera lección de ascensión. «Estás amarrada con la soga. Estás segura. No puedes caerte…»No puedes caerte, je repitió con amargura… y entonces recordó, ahora y aquí, recordó que tenía una labor que cumplir, recordó, mientras volvía a mirar el rostro enfático y azotado, que había un ser humano dolorido. ¡Cuan encantador era todo eso — continuó —, y cuan maravillosamente tranquilo! La voz, le pareció a Will Farnaby, se había vuelto más musical y, en cierto extraño sentido, más remota. Quizá fue por eso que no le molestó ya la intromisión. — Una sensación tan extraordinaria de serenidad, Shanti, shanti, shanti. La tranquilidad que supera el entendimiento. La voz canturreaba casi, ahora…. y en apariencia cantaba como surgida de otro mundo. — Puedo cerrar los ojos — canturreó —, puedo cerrar los ojos y verlo con toda claridad. La iglesia… y es enorme, mucho más alta que los árboles gigantescos que rodean la tasa del obispo. Puedo ver las verdes hierbas y el agua y la luz dorada del sol en las piedras y las sombras oblicuas entre los contrafuertes. ¡Y escuche! Oigo las campanas. Las campanas y los grajos. Los grajos en el campanario…. ¿No oye los grajos? Sí, Will pudo escuchar los grajos, casi con tanta claridad como ahora oía los loros entre los árboles, al otro lado de la ventana. Estaba allí y al mismo tiempo estaba también allá; allí, en esa obscura y calurosa habitación, cerca del ecuador, pero también allá, al aire libre, en esa fresca hondonada al borde de las Mendip, y los grajos llamaban desde el campanario de la catedral, y el sonido de las campanas se alejaba en el silencio verde. — Y hay nubes blancas — decía la voz —, y el cielo azul entre ellas es tan pálido, tan delicado, tan exquisitamente tierno… Tierno, repitió él, el tierno cielo azul del fin de semana de abril que había pasado allí, con Molly, antes del desastre del matrimonio, Entre la hierba había margaritas y dientes de león, y al otro lado del agua se erguía la gigantesca iglesia, como un desafío de su austera geometría contra la locura de las suaves nubes de abril. Un desafío a la locura y al mismo tiempo un complemento de ella, una concordancia con ella en perfecta reconciliación. Así habría debido de ser entre él y Molly…. así había sido entonces. — Y los cisnes — canturreó, soñadora, la voz —, los cisnes… Sí, los cisnes. Cisnes blancos cruzando el espejo de jade y azabache… un espejo palpitante que se movía y temblaba, de modo que las argentadas imágenes se quebraban a cada rato y volvían a formarse, se desintegraban y recomponían. — Como las invenciones de la heráldica. Romántica, imposiblemente bellos. Y sin embargo, helos ahí… aves de verdad en un lugar real. Tan próximos a mí, ahora, que casi puedo tocarlos… y sin embargo tan lejanos, a miles de kilómetros de distancia. Lejos, en esas aguas quietas, moviéndose como por arte de magia, suave, majestuosamente… Majestuosamente; moviéndose majestuosamente, y el agua se levantaba y se partía ante el avance de los blancos pechos curvos; se levantaba y se partía, retrocediendo en ondulaciones que se ensanchaban detrás de ellos en una reluciente punta de flecha. Podía verlos cruzar su espejo obscuro, y oía los grajos en el campanario, y percibía, a través de esa mezcla más cercana de desinfectantes y gardenias, el frío, uniforme, herboso olor del foso gótico del lejanísimo valle verde. — Flotando sin esfuerzo alguno — se dijo Will —. Flotando sin esfuerzo alguno. — Las palabras le proporcionaron una profunda satisfacción. — Yo me sentaba allí — decía ella —; me sentaba, a mirar y mirar, y al cabo de un rato yo misma me encontraba flotando. Flotaba con los cisnes en la suave superficie, entre la obscuridad de abajo y el cielo tierno y pálido de arriba. Y al mismo tiempo floto en la otra superficie, entre el aquí y la lejanía, entre el entonces y el ahora. — Y entre las dichas recordadas, pensó, y la insistente, atormentadora presencia de una ausencia. — Flotaba en la superficie, entre lo real y lo imaginado, entre lo que nos viene de afuera y lo que nos llega de adentro, de muy, muy adentro. Se llevó la mano a la frente y de pronto las palabras se trasformaron en las cosas y los sucesos que representaban; las imágenes se convirtieron en hechos. Él flotaba realmente. — Flotaba — insistió la voz con suavidad —. Flotaba como un ave blanca en el agua. Flotaba en un gran río de vida… un gran río liso y silencioso, que fluye con tanta, tanta serenidad, que una casi podría pensar que el agua está dormida. Un río dormido. Pero fluye irresistiblemente. La vida fluye silenciosa e irresistiblemente hacia una vida cada vez más plena, hacia una paz viviente, tanto más profunda, tanto más rica y fuerte y completa cuanto que conoce todos sus dolores y desdichas, los conoce y los acoge y los convierte en una sola cosa con su propia sustancia. Y hacia esa paz está flotando usted ahora, flotando sobre ese río liso y silencioso, que duerme pero que es irresistible, y es irresistible precisamente porque duerme. Y yo floto con él. — Hablaba para el desconocido. Y hablaba, en otro plano, para sí. Floto sin esfuerzo alguno. No tengo que hacer nada. Me abandono, permito que me arrastre, pido a ese irresistible río dormido de la vida que me lleve adonde va… y sé que adonde él va es adonde yo quiero ir, adonde debo ir; hacia una vida más plena, hacia una paz viviente. Por el río dormido, irresistiblemente, hacia la reconciliación absoluta. Sin quererlo, sin tener conciencia de ello, Will Farnaby exhaló un profundo suspiro. ¡Cuan silencioso se había vuelto el mundo! Silencioso, con un silencio profundo y cristalino, aunque los loros seguían atareados, más allá de las persianas, y aunque la voz continuaba canturreando a su lado. Silencio y vacío, y a través del silencio y el vacío fluía el río, dormido e irresistible. Susila contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. De pronto parecía muy joven, infantil en su perfecta serenidad. Había desaparecido el ceño. Los labios tan fuertemente cerrados de dolor estaban ahora entreabiertos, y la respiración surgía con suavidad y lentitud, casi imperceptible. Recordó de pronto las palabras que habían acudido a su pensamiento cuando contempló, una noche de luna, la trasfigurada inocencia del rostro de Dugald: «Otorgó reposo a su amado.» — Duerma — dijo en voz alta —. Duerma. El silencio pareció tornarse absoluto, el vacío más enorme. — Dormido en el río que duerme — decía la voz —. Y por sobre el río, en el cielo pálido, hay enormes nubes blancas. Y cuando uno las mira comienza a flotar hacia ellas. Sí, flota hacia arriba, hacia ellas, y el río es ahora un río en el aire, un río invisible que lo lleva hacia arriba, cada vez más alto. Hacia arriba, más y más, a través del vacío silencioso. La imagen era la cosa, las palabras se convertían en la experiencia. — Y sale de la calurosa llanura — decía la voz —, sin esfuerzos, y va hacia la frescura de las montañas. Sí, estaba el Jungfrau, deslumbradoramente blanco contra el azul. Y estaba el Monte Rosa… — ¡Cuan fresco es el aire cuando uno lo inspira! ¡Fresco, puro, cargado de vida! Will inspiró profundamente y una nueva vida fluyó por su cuerpo. Y entonces un vientecillo cruzó los campos cubiertos de nieve, fresco sobre la piel, deliciosamente fresco. Y como un eco de sus pensamientos, como describiendo su experiencia, la voz dijo: — Frescura. Frescura y sueño. A través de la frescura, hacia una vida más rotunda. A través del sueño, hacia la reconciliación, hacia la integridad, hacia la paz viviente. Media hora más tarde Susila volvió a entrar en la sala. — ¿Y bien? — preguntó su suegro —. ¿Tuviste éxito? Ella asintió. — Le hablé de un lugar de Inglaterra — dijo Susila —. Se aferró a él con más rapidez de lo que esperaba. Después de eso le hice algunas sugestiones acerca de su temperatura… — Y sobre la rodilla, supongo. — Es claro. — ¿Sugestiones directas? — No, indirectas. Siempre son mejores. Logré que tuviera conciencia de la imagen de su cuerpo. Y entonces hice que lo imaginara mucho más grande que en la realidad cotidiana… y su rodilla mucho más pequeña. Una cosita desdichada, en rebelión contra una cosa gigantesca y espléndida. No cabe duda alguna en cuanto a cuál de las dos vencerá. — Miró el reloj de pared. Caramba, tengo que darme prisa. De lo contrario llegaré tarde para mi clase en la escuela. V El sol comenzaba a salir cuando el doctor Robert entró en la habitación de su esposa en el hospital. Un resplandor anaranjado, y contra él la silueta dentada de las montañas. Y enseguida, de pronto, la enceguecedora hoz incandescente entre dos picos. La hoz se convirtió en un semicírculo y las primeras sombras largas, las primeras lanzas de luz dorada cruzaron el jardín, al otro lado de la ventana. Y cuando miraba hacia las montañas veía toda la insoportable gloria del sol naciente. El doctor Robert se sentó junto a la cama, tomó la mano de su esposa y la besó. Ella le sonrió y se volvió otra vez hacia la ventana. — ¡Cuan rápidamente gira la tierra! — susurró, y luego, al cabo de un silencio —: Una de estas mañanas veré mi última aurora. A través del confuso coro de gritos de pájaros y ruidos de insectos, un mynah canturreaba: «Karuna, Karuna…» — Karuna — repitió Lakshmi —. Compasión… — Karuna. Karuna — insistió desde el jardín la voz de oboe de Buda. — Ya no la necesitaré mucho tiempo más — prosiguió Lakshmi —. ¿Pero y tú? Mi pobre Robert, ¿y tú? — De una manera o de otra, uno encuentra la fortaleza necesaria — respondió él. — ¿Pero será la fortaleza adecuada? ¿O será la fuerza de la coraza, la fuerza del encierro en sí mismo, la fuerza de absorberte en tu trabajo y en tus ideas, y de no preocuparte de nada más? ¿Recuerdas cómo solía ir a tironearte del cabello y obligarte a prestar atención? ¿Quién lo hará cuando yo me vaya? Entró una enfermera con un vaso de agua azucarada. El doctor Robert deslizó una mano bajo los hombros de su esposa y la ayudó a incorporarse. La enfermera le llevó el vaso a los labios. Lakshmi bebió un poco de agua, tragó con dificultad, y luego bebió una y otra vez más. Apartándose del vaso, miró al doctor Robert. El rostro demacrado estaba iluminado por una chispa extrañamente incongruente de picardía. — Yo, la Trinidad ilustrada — citó la voz débil y ronca —. Sorbo aguada pulpa de naranja; en tres sorbos, el ario frustrado… — Se interrumpió. — Qué cosa tan ridícula para recordar. Pero yo siempre fui bastante ridícula, ¿no es así? El doctor Robert hizo lo posible para sonreírle. — Bastante ridícula — convino. — Tú decías que era como una pulga. En un instante dado estaba aquí, y de pronto, de un salto, en cualquier otra parte, a kilómetros de distancia. ¡No es extraño que jamás pudieses educarme! — Pero tú me educaste a mí — le aseguró él —. Si no hubiese sido porque ibas a tironearme del cabello y me hacías contemplar el mundo y me ayudabas a entenderlo, ¿qué sería hoy? Un pedante con antiparras… a pesar de toda mi cultura. Pero por suerte tuve la sensatez de pedirte que te casaras conmigo, y por fortuna cometiste la locura de aceptarme y la inteligencia de convertirme en algo aceptable. Después de treinta y siete años de educación adulta, soy casi un ser humano. — Pero yo sigo siendo una pulga. — Lakshmi meneó la cabeza. — Y sin embargo lo intenté. Me esforcé. No sé si te diste cuenta de ello, Robert; siempre estaba en puntas de pies, siempre me esforzaba por llegar a la altura en que te encontrabas con tu trabajo, tu pensamiento y tus lecturas. En puntas de pies, tratando de llegar, de alcanzarte ahí arriba. ¡Cielos, cuan fatigoso fue eso! ¡Qué interminable serie de esfuerzos! Y todos ellos completamente inútiles. Porque yo no era más que una pulga tonta que saltaba de un lado a otro entre la gente, las flores, los gatos y los perros. Tu tipo de mundo intelectual era un lugar al cual yo jamás podía ascender, y menos aun encontrar una puerta de entrada. Cuando sucedió esto — se llevó la mano al pecho ausente —, ya no tuve que seguir intentando. No más escuela, no más deberes. Tenía una excusa permanente. Hubo un largo silencio. — ¿Qué hay de beber otro sorbo? — preguntó al cabo la enfermera. — Sí, tendrías que beber un poco más — convino el doctor Robert. — ¿Y arruinar la Trinidad? — Lakshmi le lanzó otra de sus sonrisas. A través de la máscara de la edad y la enfermedad mortal, el doctor Robert vio de pronto a la muchacha riente de la cual, media vida antes, y sin embargo apenas ayer, se había enamorado. Una hora después el doctor Robert se encontraba en su cabaña. — Esta mañana se quedará solo — anunció después de cambiar el vendaje de la rodilla de Will Farnaby —. Yo tengo que ir a Shivapuram, para una reunión del Consejo Privado. Una de nuestras estudiantes-enfermeras vendrá a eso de las doce para darle su inyección y traerle algo de comer. Y por la tarde, en cuanto haya terminado su trabajo en la escuela, Susila volverá a pasar por aquí. Y ahora tengo que irme. — El doctor Robert se puso de pie y posó por un instante la mano en el brazo de Will. — Hasta esta noche. — A mitad de camino hacia la puerta se detuvo y se volvió. — Casi me olvido de darle esto. — De uno de los bolsillos laterales de su abultada chaqueta extrajo un librito verde. — Es las Notas sobre qué es qué y acerca de lo que sería razonable hacer respecto de qué es qué, del Viejo Raja. — ¡Qué título admirable! — exclamó Will mientras tomaba el libro que le tendía el doctor. — Y también le agradará el contenido — le aseguró el doctor Robert —. Unas pocas páginas, nada más. Pero si quiere saber qué es Pala, esa es la mejor introducción. — De paso — preguntó Will —, ¿quién es el Viejo Raja? — Quién era. El Viejo Raja murió en el treinta y ocho…. después de un reinado tres años más largo que el de la reina Victoria. Su hijo mayor murió antes que él, y lo sucedió su nieto, que era un burro… pero corrigió el defecto muriéndose pronto. El actual raja es su bisnieto. — Y si puedo hacerle una pregunta personal, ¿cómo puede entrar en ese cuadro alguien que se llama MacPhail? — El primer MacPhail de Pala entró en ese cuadro bajo el abuelo del Viejo Raja… Lo llamamos el raja de la Reforma. Entre los dos, él y mi bisabuelo, inventaron la moderna Pala. El Viejo Raja consolidó la labor de ambos y la llevó más lejos. Y hoy nosotros hacemos lo posible por seguir sus huellas. Will levantó las Notas sobre qué es qué. — ¿Esto da la historia de las reformas? El doctor Robert meneó la cabeza. — No hace más que formular los principios subyacentes, Lea eso primero. Cuando vuelva de Shivapuram, esta noche, le haré conocer un poco de historia. Tendrá una mejor comprensión de lo que en realidad se hizo, si empieza por conocer qué había que hacer… lo que siempre y en todas partes tiene que hacer cualquiera que posea una idea clara sobre qué es qué. De modo que léalo, léalo. Y no se olvide de su jugo de frutas a las once. Will lo miró irse, y luego abrió el librito verde y empezó a leer. 1 Nadie necesita ir a ninguna otra parte. Todos estamos ya allí, lo sepamos o no. Si supiese quién soy en realidad, dejaría de comportarme como lo que creo que soy; y si dejase de comportarme como lo que creo que soy, sabría quién soy. Lo que en realidad soy, si el maniqueo que creo ser me permitiese saberlo, es la reconciliación del si y el no, vivida en total aceptación y la bienaventurada experiencia del No-Dos. En religión todas las palabras son palabras sucias. A todo el que se muestra elocuente sobre Buda, o Dios, o Cristo, habría que lavarle la boca con jabón de fenol. Como su aspiración de perpetuar sólo el «sí» de cada par de contrarios no puede realizarse jamás, dada la naturaleza de las cosas, el maniqueo aislado que soy se condena a una frustración eternamente repetida, a conflictos eternamente repetidos con otros maniqueos frustrados y henchidos de aspiraciones. Conflictos y frustraciones: el tema de toda la historia y de casi todas las biografías. «Te muestro la pena», dijo Buda, realista. Pero también mostró el final de la pena: el conocimiento de sí mismo, la aceptación total, la bendita experiencia del No-Dos. 2 El saber quiénes somos en realidad produce el Bienestar, el Bienestar produce el tipo más adecuado de bien hacer. Pero el bien hacer no produce el Bienestar por sí mismo. Podemos ser virtuosos sin saber quiénes somos en realidad. Los seres que son simplemente buenos no son Buenos Seres; son nada más que columnas de la sociedad. La mayoría de las columnas son sus propios Sansones. Sostienen, pero tarde o temprano también derriban. Jamás existió una sociedad en la cual la mayor parte del bien hacer fuese un producto del Bienestar, y por lo tanto constantemente adecuado. Esto no significa que nunca pueda existir una sociedad así, o que los de Pala seamos tontos por tratar de crearla. 3 Los yogui y los estoicos, dos egos virtuosos que logran sus considerabilísimos resultados fingiendo sistemáticamente no ser lo que son. Pero fingiendo ser lo que no somos, aunque el ser de la ficción sea supremamente bueno y sabio, no podemos pasar del maniqueisrno aislado al Bienestar. El Bienestar es saber quiénes somos en realidad, y para saber quiénes somos en realidad debemos saber primero, momento a momento, quiénes creemos ser y qué nos impulsa a sentir y hacer esa mala costumbre de pensamiento. Un momento de claro y total conocimiento de lo que creemos ser pero en realidad no somos, pone fin, por el momento, a la charada maniquea. Si renovamos, hasta que se convierten en una continuidad, esos momentos del conocimiento de lo que no somos, podemos sorprendernos de pronto sabiendo quiénes somos en realidad. La concentración, el pensamiento abstracto, los ejercicios espirituales: exclusiones sistemáticas del reino del pensamiento. El ascetismo y el hedonismo: exclusión sistemática del reino de las sensaciones, los sentimientos y la acción, Pero el Bienestar es el conocimiento de quién es uno en realidad, en relación con todas las experiencias; tened conciencia, entonces, tened conciencia en todo contexto, en todo momento, de todas las cosas, honrosas o deshonrosas, agradables o desagradables, que podáis estar haciendo o sufriendo. Ese es el único yoga auténtico, el único ejercicio espiritual digno de ser practicado. Cuanto más conoce un hombre sobre los objetos individuales, más sabe sobre Dios. Traduciendo el lenguaje de Spinoza al nuestro, podemos decir: Cuanto más sabe un hombre acerca de sí mismo en relación con todo tipo de experiencia, mayor es su posibilidad de saber de repente, un buen día, quién es él en realidad, o más bien Quién (Q mayúscula) Es (E mayúscula) «él» (entre comillas) en Realidad (R mayúscula). San Juan tenía razón. En un universo benditamente carente de habla, el Verbo no sólo estaba con Dios; era Dios. Como algo en lo cual había que creer. Dios es un símbolo proyectado, un hombre deificado. Dios = «Dios». La fe es algo muy distinto de la creencia. La creencia es la adopción sistemática y demasiado en serio de palabras no analizadas. Las palabras de San Pablo, las de Mahoma, las de Marx, las de Hitler… la gente las toma demasiado en serio, ¿y qué sucede entonces? Lo que sucede es la insensata ambivalencia de la historia: sadismo contra obligación, o (cosa incomparablemente peor) sadismo como obligación, devoción contrarrestada por la paranoia organizada, hermanas de caridad que cuidan abnegadamente a las víctimas de los inquisidores de sus propias iglesias y cruzados. La fe, por el contrario, jamás puede ser tomada demasiado en serio. Porque la fe es la confianza empíricamente justificada en nuestra capacidad de saber quiénes somos en realidad, de olvidar al maniqueo intoxicado por la creencia, de olvidarlo en el Bienestar. Danos hoy nuestra fe de todos los días, mas líbranos, Dios, de la creencia. Se oyó un golpe en la puerta. Will levantó la vista de su libro. — ¿Quién es? — Yo — dijo una voz que renovó desagradables recuerdos del coronel Dipa y del viaje de pesadilla en el Mercedes blanco. Ataviado sólo con sandalias blancas, pantaloncitos blancos y un reloj pulsera de platino, Murugan avanzaba hacia la cama. — ¡Cuan amable de su parte el venir a visitarme! Otro visitante le habría preguntado cómo se sentía; pero Murugan estaba demasiado preocupado por su propia persona como para simular siquiera el menor interés en algún otro. — Vine hace tres cuartos de hora — dijo en tono de queja resentida —, pero el viejo no se había ido, de modo que tuve que volverme a casa. Y me quedé con mi madre y con el hombre que se hospeda con nosotros, mientras tomaban su desayuno… — ¿Por qué no pudo entrar mientras el doctor Robert estaba aquí? — inquirió Will —. ¿Es contrario a las reglas que usted hable conmigo? El joven meneó la cabeza con impaciencia. — Por supuesto que no. Simplemente no quería que conociese el motivo por el cual he venido a verlo. — ¿El motivo? — sonrió Will —. Una visita a un enfermo es un acto de caridad… altamente elogiable. Murugan no entendió la ironía; continuaba pensando en sus propios asuntos. — Gracias por no decirles que me había visto antes — dijo con brusquedad, casi colérico. Era como si le molestara tener que reconocer su agradecimiento, como si estuviese furioso con Will por haberle hecho el favor que imponía esa gratitud. — Me di cuenta de que usted no quería que dijese nada al respecto — respondió Will —. Por lo tanto, no dije nada. — Quería agradecérselo — masculló Murugan entre dientes, en un tono que habría sido adecuado para exclamar «Cerdo asqueroso!» — No tiene importancia — replicó Will con fingida cortesía. ¡Qué deliciosa criatura! pensó mientras contemplaba, con divertida curiosidad, el suave torso dorado, el rostro vuelto hacia el otro lado, de líneas regulares como las de una estatua, pero ya no olímpico, ya no clásico… Un rostro helénico, móvil y demasiado humano. Un recipiente de incomparable belleza… ¿pero qué contenía? Era una lástima, reflexionó, que no hubiese formulado esa pregunta con un poco más de seriedad antes de enredarse con la indecible Babs. Pero Babs era una mujer. Dado el tipo de heterosexual que era, el tipo de pregunta racional que esbozaba ahora era informulable. Como sin duda lo sería, por parte de cualquiera susceptible a los jóvenes, en relación con ese iracundo y pequeño semidiós que ahora se encontraba sentado al pie de su cama. — ¿No sabía el doctor Robert que usted había ido a Rendang? — preguntó. — Por supuesto que lo sabía. Todos lo sabían. Fui a buscar a mi madre. Estaba allá, en casa de unos parientes. — ¿Y entonces por qué no quería que dijese que lo había conocido allí? Murugan vaciló un instante, y luego miró a Will con expresión desafiante. — Porque no deseaba que supieran que había estado viendo al coronel Dipa. ¡Ah, se trataba de eso! — El coronel Dipa es un hombre notable — dijo en voz alta, ofreciendo un anzuelo azucarado para pescar confidencias. Sorprendentemente desprevenido, el pez se lo tragó en el acto. Las hoscas facciones de Murugan se encendieron de entusiasmo y apareció de pronto Antinoo en toda la fascinante belleza de su ambigua adolescencia. — Opino que es maravilloso — dijo, y por primera vez desde que entró en la habitación pareció reconocer la existencia de Will y le concedió la más amistosa de las sonrisas. Lo maravilloso de la personalidad del coronel le hizo olvidar su resentimiento, le permitió amar momentáneamente a todos… incluso a ese hombre a quien debía una molesta gratitud —. ¡Vea lo que está haciendo por Rendang! — La verdad es que está haciendo mucho por Rendang — dijo Will, sin comprometerse. Una nube pasó por el radiante rostro de Murugan. — Acá no piensan lo mismo — afirmó, ceñudo —. Creen que es espantoso. — ¿Quién lo cree? — ¡Prácticamente todos! — ¿Y por lo tanto no querían que usted lo visitase? Con la expresión de un pilludo que ha hecho una travesura a espaldas del maestro, Murugan lanzó una sonrisa triunfal. — Creyeron que estaba con mi madre. Will aprovechó la oportunidad. — ¿Y su madre sabía que usted visitaba al coronel? — inquirió. — Es claro. — ¿Y no se opuso? — Estaba de acuerdo. Y sin embargo Will tuvo la seguridad de no equivocarse cuando pensó en Adriano y Antinoo. ¿Era ciega esa mujer? ¿O no quería ver lo que ocurría? — Pero si a ella no le molesta — continuó —, ¿por qué habrían de oponerse el doctor Robert y todos los demás? — Murugan lo miró con suspicacia. Advirtiendo que se había internado demasiado en territorio prohibido, Will borró rápidamente la pista. — ¿Acaso piensan — inquirió con una carcajada — que podría convertirlo en partidario de la dictadura militar? La falsa pista fue seguida obedientemente, y el rostro del joven se aflojó en una sonrisa. — No se trata de eso — respondió —, sino de algo parecido. Es tan estúpido — agregó, con un encogimiento de hombros —. Nada más que protocolo idiota. — ¿Protocolo? — Will estaba auténticamente desconcertado. — ¿No le dijeron nada sobre mí? — Sólo lo que dijo ayer el doctor Robert. — Quiero decir, ¿sobre el hecho de que soy un estudiante? — Murugan echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. — ¿Qué tiene de gracioso eso de ser estudiante? — Nada… nada en absoluto. — El joven volvió a apartar la mirada. Hubo un silencio. Con el rostro todavía vuelto hacia el otro lado, dijo al cabo —: El motivo de que no deba ver al coronel Dipa es el siguiente: él es el jefe de un Estado y yo soy el jefe de un Estado. Cuando nos «encontramos, estamos haciendo política internacional. — ¿Qué quiere decir eso? — Sucede que soy el raja de Pala. — ¿El raja de Pala? — Desde el cincuenta y cuatro. El año en que murió mi padre. — ¿Y su madre, entonces, es la rani? — Mi madre es la rani. Vaya directamente al palacio. Pero he aquí que el palacio venía directamente hacia él. Era evidente que la Providencia estaba de parte de Joe Aldehyde, trabajando en horarios extraordinarios. — ¿Usted era el hijo mayor? — preguntó. — El único — respondió Murugan. Y luego, subrayando con más énfasis su singularidad —. El único descendiente. — De modo que no hay duda posible — dijo Will —. ¡Cielos! Tendría que llamarlo Majestad. O por lo menos señor. — Las palabras fueron dichas con tono riente, pero Murugan las contestó con la más perfecta seriedad y con una repentina asunción de regia dignidad. — Tendrá que llamarme así a fines de la semana que viene — declaró —. Después de mi cumpleaños. Cumpliré dieciocho. Ese es el momento en que un raja dé Pala entra en su mayoría de edad. Hasta entonces soy nada más que Murugan Mailendra. Un simple estudiante que aprende un poco de todo… incluso de cultivo de plantas — agregó, despectivo —, de manera que, cuando llegue el momento, sepa lo que estoy haciendo. — Y cuando llegue el momento, ¿qué hará? — Entre ese hermoso Antinoo y su portentosa jerarquía existía un contraste que a Will se le ocurrió intensamente cómico. — ¿Cómo piensa actuar? — continuó, con acento burlón —. ¿Les cortará la cabeza? ¿L'Etat c'est Moi? La seriedad y la regia dignidad se endurecieron, convirtiéndose en reproche. — No sea estúpido. Divertido, Will fingió pedir disculpas. — Simplemente, quería saber hasta qué punto de absolutismo piensa llegar. — Pala es una monarquía constitucional — respondió Murugan con gravedad. — En otras palabras, será un figurón simbólico; reinará, como la reina de Inglaterra, pero no gobernará. Olvidando su dignidad real, Murugan casi gritó: — No, no. No: como la reina de Inglaterra. El raja de Pala no reina; gobierna. — Demasiado agitado como para quedarse quieto, Murugan se puso de pie de un salto y comenzó a pasearse por la habitación. — Gobierna constitucionalmente, ¡pero por Dios que gobierna; gobierna! — Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. Se volvió luego de un momento y miró a Will con un rostro trasfigurado por su nueva expresión en un emblema, exquisitamente modelado y coloreado, de un tipo de fealdad psicológica demasiado familiar. — Ya les enseñaré quién es el amo aquí — dijo, en una frase y un tono que habían sido evidentemente copiadas del protagonista de alguna película norteamericana de pistoleros —. Esta gente cree que puede manejarme — continuó, recitando el libreto espantosamente vulgar —, como manejaron a mi padre. Pero cometen un enorme error. — Emitió una siniestra risita y meneó su bella cabeza odiosa. — Un gran error — repitió. Las palabras habían sido pronunciadas entre dientes y casi sin mover los labios; la mandíbula inferior había avanzado hasta parecer la de un criminal de historieta cómica; los ojos miraban con frialdad, a través de los párpados entrecerrados. Algo absurdo y, horrible a la vez. Antinoo se había convertido en la caricatura de todos los sujetos recios que, desde tiempos inmemoriales, poblaban las películas de la clase B. — ¿Quién ha estado dirigiendo el país durante su minoría de edad? — inquirió Will. — Tres grupos de viejos fósiles — respondió Murugan con desprecio —. El Gabinete, la Cámara de Representantes y además, en representación mía, en representación del raja, el Consejo Privado. — ¡Pobres viejos fósiles! — dijo Will —. Pronto se llevarán la sorpresa de su vida. — Acomodándose alegremente al espíritu de delincuencia, lanzó una carcajada. — Sólo ansío estar cerca para verlo. Murugan compartió la risa… la compartió, no como el Sujeto Recio de siniestra risotada, sino con uno de esos repentinos cambios de expresión y talante que — Will se dio cuenta — le harían tan difícil representar el papel de Sujeto Recio; rió como el pilludo triunfante de unos minutos antes. — La sorpresa de su vida — repitió, feliz. — ¿Tiene algún plan concreto? — Por cierto que sí — contestó Murugan. En su rostro móvil, el pilluelo triunfante dejó paso al estadista, grave pero condescendientemente afable durante una conferencia de prensa —. Primera prioridad: modernizar este lugar. Mire lo que ha podido hacer Rendang gracias a sus regalías sobre el petróleo. — ¿Pero acaso Pala no recibe también regalías sobre el petróleo? — interrogó Will con ese inocente aire de total ignorancia que por larga experiencia había descubierto que era la mejor forma de arrancar informaciones a los ingenuos y a los que se sentían importantes. — Ni un centavo — repuso Murugan —. Y sin embargo el extremo meridional de la isla desborda casi de petróleo. Pero aparte de unos pocos y mezquinos pozos pequeños para el consumo interno, los viejos fósiles no quieren hacer nada en ese sentido. Y lo que es más, no permiten que nadie haga nada. — El estadista se encolerizaba; en su voz y en su expresión había ahora todo tipo de matices del Sujeto Recio. — Toda clase de gente ha hecho ofrecimientos: la South-East Asia Petroleum, la Shell, la Royal Dutch, la Standard de California. Pero los malditos viejos tontos no quieren escuchar. — ¿Y usted no puede convencerlos? — Le aseguro que los obligaré a escuchar — dijo el Sujeto Recio. — ¡Así se habla! — Y en seguida, con negligencia. — ¿Cuál de los ofrecimientos piensa aceptar? — El coronel Dipa está trabajando con la Standard de California, y opina que sería mejor que nosotros hiciéramos lo propio. — Yo, en su lugar, haría varias licitaciones. — Eso es lo que pienso yo también. Lo mismo que mi madre. — Muy prudente. — Mi madre es partidaria de la South-East Asia Petroleum. Conoce al presidente del directorio, lord Aldehyde. — ¿Conoce a lord Aldehyde? ¡Pero cuan extraordinario! — El tono de asombro encantado fue absolutamente convincente. — Joe Aldehyde es amigo mío. Escribo para sus periódicos. Incluso le sirvo de embajador privado. En confianza — agregó —, por eso hicimos ese viaje a las minas de cobre. El cobre es una de las actividades colaterales de Joe. Pero es claro que su primer cariño es el petróleo. Murugan trató de parecer astuto. — ¿Qué estaría dispuesto a ofrecer? Will aprovechó la oportunidad y respondió, en el mejor estilo del magnate de película: — Lo que ofrezca la Standard, y un poco más. — Bastante equitativo — replicó Murugan, utilizando el mismo libreto, y asintió sabiamente. Hubo un prolongado silencio. Cuando volvió a hablar, era el estadista que concedía una entrevista a los representantes de la prensa —. Las regalías — dijo — serán usadas de la siguiente manera: El veinticinco por ciento de todo el dinero recibido será dedicado a la Reconstrucción Mundial. — ¿Puedo preguntar — inquirió Will con deferencia — cómo se propone reconstruir el mundo? — Por medio de la Cruzada del Espíritu. ¿Conoce la Cruzada del Espíritu? — Por supuesto. ¿Quién no la conoce? — Es un gran movimiento mundial — dijo el estadista con gravedad —. Como el Cristianismo Primitivo. Fundado por mi madre. Will exhibió respeto y asombro. — Sí, fundado por mi madre — repitió Murugan, y agregó, impresionante: Creo que es la única esperanza del hombre. — Muy cierto — dijo Will Farnaby —, muy cierto. — Bien, en eso se utilizará el primer veinticinco por ciento de las regalías — continuó el estadista —. El resto se invertirá en un programa intensivo de industrialización. — El tono volvió a cambiar. — Estos viejos idiotas sólo quieren industrializar algunos lugares y dejar el resto tal como era hace mil años. — En tanto que usted quiere industrializarlo todo. La industrialización por la industrialización misma. — No, la industrialización en bien del país. La industrialización para fortalecer a Pala. Para que otros pueblos nos respeten. Ahí tiene a Rendang. Dentro de cinco años fabricarán todos los rifles, morteros y municiones que necesiten. Pasará mucho tiempo antes de que puedan fabricar tanques. Pero entretanto pueden comprárselos a Skoda con el dinero del petróleo. — ¿Y cuánto tiempo les llevará construir bombas H? — inquirió Will con ironía. — Ni siquiera lo intentan — repuso Murugan —. Pero en fin de cuentas — agregó —, las bombas H no son las únicas armas absolutas. — Pronunció la frase con placer. Era evidente que le resultaba realmente delicioso el sabor de «armas absolutas» — Las armas biológicas y químicas… El coronel Dipa las llama las bombas H del gobernante pobre. Una de las primeras cosas que haré será construir una gran fábrica de insecticidas. — Murugan rió y guiñó un ojo. — Si se pueden fabricar insecticidas, también se puede producir un gas que paralice los nervios. Will recordó la fábrica todavía no terminada de los suburbios de Rendang-Lobo. — ¿Qué es eso? — había preguntado al coronel Dipa cuando pasaban ante ella en el Mercedes blanco. — Insecticidas — contestó el coronel. Y mostrando sus relucientes dientes blancos en una sonrisa afable —. Pronto los exportaremos a todo el sudeste de Asia. Entonces, por supuesto, pensó que el coronel sólo quería decir lo que había dicho. Pero ahora… Se encogió mentalmente de hombros. Los coroneles siempre son coroneles, y los jóvenes, incluso los del tipo de Murugan, siempre enloquecen por las armas. Siempre habría trabajo de sobra para los corresponsales especiales que siguen la pista a la muerte. — ¿De modo que fortalecerá el ejército de Pala? — inquirió en voz alta. — ¿Fortalecerlo? No… lo crearé. Pala no posee ejército. — ¿Ninguno? — Absolutamente nada. Son todos pacifistas. — La p fue un estallido de disgusto, la s silbó despectivamente. — Tendré que empezar desde el comienzo. — Y militarizará el país a medida que lo industrialice, ¿no es así? — Exactamente. Will rió. — ¡De vuelta a los asirios! Su nombre se inscribirá en la historia como el de un verdadero revolucionario. — Así lo espero — contestó Murugan —. Porque esa será mi política: la Revolución Continuada. — ¡Muy bien! — aplaudió Will. — Continuaré la revolución que inició hace más de cien años el bisabuelo del doctor Robert, cuando llegó a Pala y ayudó al abuelo de mi tatarabuelo a imponer las primeras reformas. Algunas de las cosas que hicieron fueron realmente maravillosas. No todas, por supuesto — especificó. Y con la absurda solemnidad del escolar que representa a Polonio en una función de fin de curso, meneó la rizada cabeza en juiciosa y grave desaprobación —. Pero por lo menos hicieron algo. En tanto que ahora somos gobernados por un grupo de conservadores que no hacen nada. Conservadoramente primitivos; no mueven un dedo para introducir mejoras modernas. Y conservadoramente extremistas; se niegan a cambiar ninguna de las antiguas malas ideas revolucionarias que deberían ser modificadas. No quieren reformar las reformas. Y le aseguro que algunas de las presuntas reformas son absolutamente repugnantes. — ¿Supongo que tienen algo que ver con el sexo? Murugan asintió y volvió el rostro. Para su sorpresa, Will vio que se había ruborizado. — Déme un ejemplo — pidió. Pero Murugan no pudo obligarse a ser más explícito. — Pregúnteselo al doctor Robert — dijo —, pregúnteselo a Vijaya. Ellos piensan que esas cosas son sencillamente maravillosas. En realidad todos piensan así. Ese es uno de los motivos de que nadie quiera cambiar. Les gustaría que todo siguiera como ahora, en la misma forma repugnante, por siempre y siempre jamás. — Por siempre y siempre jamás — repitió, burlona, una rica voz de contralto. — ¡Madre! — Murugan se puso de pie de un salto. Will se volvió y vio en la puerta a una mujer corpulenta y rubicunda, envuelta (más bien incongruentemente, pensó; porque ese tipo de cara y contextura iban por lo general acompañados de malva y magenta y azul eléctrico) en nubes de muselina blanca. Estaba inmóvil en el vano, sonriendo con misteriosidad consciente, un carnoso brazo moreno en alto, con la enjoyada mano apoyada en la jamba de la puerta, en la actitud de una gran actriz, la reconocida diva deteniéndose en su primera entrada para recibir los aplausos de sus adoradores al otro lado de las candilejas. En el fondo, aguardando con paciencia el momento de presentarse, estaba un hombre de elevada estatura, de traje de dacrón color gris paloma a quien Murugan, atisbando hacia el otro lado de la maciza corporización de la maternidad que casi llenaba el hueco de la puerta, saludó con el nombre de Mr. Bahu. Todavía entre bambalinas, Mr. Bahu hizo una inclinación de cabeza sin hablar. Murugan se volvió hacia su madre. — ¿Viniste caminando hasta aquí? — inquirió. Su tono expresaba incredulidad y una solicitud admirada. Caminar hasta allí… ¡cuan increíble! Pero si había caminado… ¡qué heroísmo! — . ¿Todo el trayecto? — Todo el trayecto, hijito — repitió ella, tiernamente juguetona. El brazo levantado descendió, se deslizó en torno del esbelto cuerpo del joven, lo oprimió, lo engolfó en las flotantes telas, contra el enorme pecho, y lo soltó —. Tuve uno de mis Impulsos. — Will advirtió que tenía una forma de hacer que uno escuchase las mayúsculas al comienzo de las palabras que deseaba subrayar. — Mi Vocecita me dijo: «Vé a ver a ese Desconocido que está en la casa del doctor Robert. ¡Vé!» «¿Ahora? — le pregunté —. Malgre le chaleur?» Con lo que mi Vocecita perdió la paciencia. «Mujer — me dijo —, ten quieta tu tonta lengua y haz lo que se te ordena.» Y aquí estoy, Mr. Farnaby. — Con la mano extendida, rodeada de una poderosa aureola de esencia de sándalo, avanzó hacia él. Will inclinó la cabeza sobre los gruesos dedos enjoyados y masculló algo que terminaba en Alteza… — ¡Bahu! — llamó la mujer, usando la prerrogativa real del apellido sin adornos. Respondiendo a su largamente esperada oportunidad, el actor acompañante hizo su entrada y fue presentado como Su Excelencia Abdul Bahu, embajador de Rendang: — Abdul Pierre Bahu… car sa mere est parisienne. Pero aprendió inglés en Nueva York. Mientras estrechaba la mano del embajador, Will pensó que se parecía a Savonarola…. pero a un Savonarola con monóculo y sastre en Savile Row. — Bahu — dijo la rani — es el Trust de Cerebros del coronel Dipa. — Su Alteza, si me permite decirlo, es demasiado bondadosa conmigo, y no lo bastante con el coronel. Sus palabras y modales eran corteses al punto de ser irónicos, una parodia de deferencia y autohumillación. — El cerebro — continuó — está donde debe estar: en la cabeza. En cuanto a mí, no soy más que una parte del sistema nervioso simpático de Rendang. — Et combien sympathique! — exclamó la rani —. Entre otras cosas, Mr. Farnaby. Bahu es el Ultimo de los Aristócratas. ¡Tendría que ver su casa de campo! ¡Cómo algo salido de las Mil y Una Noches! Una golpea las manos… y de pronto surgen seis sirvientes dispuestos a hacer lo que se les pida. Uno cumple años… y hay una fete nocturne en los jardines. Música, bebidas, bailarinas; doscientos criados portando antorchas. La vida de Harún al Rashid, pero con un sistema moderno de tuberías. — Parece encantador — dijo Will, recordando las aldeas por las cuales habían pasado en el Mercedes blanco del coronel Dipa, las chozas con techo de paja, la basura, los chicos oftálmicos, los perros esqueléticos, las mujeres doblegadas bajo el peso de enormes cargas. — Y un gusto tan selecto — prosiguió la rani —, un cerebro tan bien dotado y, por sobre todo — bajó la voz —, un Sentimiento de lo Divino tan profundo e infalible. Mr. Bahu inclinó la cabeza y se produjo un silencio. Murugan, entretanto, había acercado una silla. Sin siquiera mirar hacia atrás — regiamente segura de que siempre, dada la naturaleza de las cosas, tenía que haber alguien que se ocupara de los accidentes y de las lesiones contra la dignidad —, la rani se sentó con todo el majestuoso énfasis de sus cien kilogramos. — Espero que no considere mi visita una intrusión — dijo a Will. Éste le aseguró que no la consideraba así; pero ella continuó disculpándose… — Le habría hecho advertir — dijo —; le habría pedido su permiso. Pero mi Vocecita me dice: «No…. tienes que ir ahora.» ¿Por qué? No podría decirlo. Pero sin duda lo descubriremos a su debido tiempo. — Le clavó la mirada de sus ojos grandes y abultados, y le dedicó una misteriosa sonrisa. — Y ahora, antes que nada, ¿cómo está, mi querido Mr. Farnaby? — Como ve, señora, en muy buen estado. — ¿De veras? — Los ojos saltones le escudriñaron el rostro con una atención que le resultó embarazosa. — Ya veo que es usted el tipo de hombre heroicamente considerado que tranquiliza a sus amigos incluso en su lecho de muerte. — Es usted muy amable — respondió — Pero, a decir, verdad, estoy en buen estado. Y es sorprendente, si se tienen en cuenta todas las cosas. Es milagroso. — Milagroso fue precisamente la palabra que usé cuando me enteré cómo se había salvado. Fue un milagro. — La suerte quiso — volvió a citar Will de Erewhon — que «la Providencia estuviera de mi parte». Mr. Bahu estuvo a punto de reír, pero al advertir que la rani no había entendido, cambió de opinión y convirtió diestramente el sonido de alegría en una tos enérgica. — ¡Cuan cierto! — decía la rani, y su rico tono de contralto vibró emocionado. La Providencia está siempre de nuestra parte. — Y cuando Will enarcó una ceja interrogante, explicó —: Quiero decir, a los ojos de aquellos que Entienden De Veras. (E mayúscula, D mayúscula, V mayúscula.) Y esto es así incluso cuando todas las cosas parecen conspirar contra nosotros… méme dans le desastre. Usted entiende francés, por supuesto, Mr. Farnaby… — Will asintió. — A menudo me surge con más facilidad que mi propio idioma natal, o que el inglés o el palanés. Después de tantos años en Suiza — explicó —, primero en la escuela… Y luego, más tarde, cuando la salud de mi pobre hijito era tan precaria (acarició el brazo desnudo de Murugan) y tuvimos que ir a vivir a las montañas. Lo que constituye un ejemplo de lo que decía acerca de que la Providencia está siempre de nuestra parte. Cuando me dijeron que mi hijito estaba al borde de la tisis, me olvidé de todo lo que había aprendido. Enloquecí de temor y angustia, me indigné contra Dios por haber permitido que sucediese semejante cosa. ¡Qué Absoluta Ceguera! Mi hijo mejoró, y esos años que viví entre las Nieves Eternas fueron los más dichosos de nuestras vidas… ¿no es así, querido? — Los más dichosos de nuestras vidas — convino el joven, con algo que parecía una sinceridad total. La rani sonrió triunfalmente frunció sus rojos y rotundos labios, y con un leve chasquido volvió a separarlos en un beso a larga distancia. Pues ya ve, mi querido Farnaby — continuó —, ya ve. Se entiende por sí mismo. Nada sucede por Accidente. Existe un Gran Plan, y dentro del Gran Plan, innumerables planes pequeños. Un plan pequeño para cada uno de nosotros. — Muy cierto — dijo Will con cortesía —. Muy cierto. — Hubo una época — continuó la rani — en que lo sabía sólo con el intelecto. Ahora lo sé también con el corazón. En verdad… — hizo una pausa de un instante para preparar la enunciación de la mayúscula mística —, ahora Entiendo. «Psíquica como el demonio», recordó Will que había dicho Joe Aldehyde acerca de ella. Y era indudable que ese inveterado frecuentador de sesiones de espiritismo tenía que saber lo que decía. — Entiendo, señora — dijo —, que es usted naturalmente psíquica. — Desde el nacimiento — admitió ella —. Pero también, y por sobre todo, por adiestramiento. Adiestramiento, ni falta hace decirlo, en Algo Más. — ¿Algo más? — En la vida del Espíritu. A medida que avanza una por el Camino, todos los sidhis, todos los dones psíquicos y poderes milagrosos, se desarrollan en forma espontánea. — ¿De veras? — Mi madre — le aseguró Murugan con orgullo —, puede hacer las cosas más fantásticas. — N'exagérons pas, chéri. — Pero es la verdad — insistió Murugan. — Verdad — intervino el embajador — que puedo confirmar. Y la confirmo — agregó sonriendo a su propia costa — con cierta renuencia. Como escéptico de toda la vida acerca de estas cosas, no me gusta ver que sucedan imposibles. Pero tengo una infortunada debilidad por la sinceridad. Y cuando lo imposible sucede ante mi vista, me veo obligado, malgré moi, a ser testigo del hecho. Su Alteza hace las cosas más fantásticas. — Bueno, si prefiere decirlo de esa manera — dijo la rani, radiante de placer —. Pero no se olvide nunca, Bahu, no se olvide jamás. Los milagros no tienen en absoluto importancia alguna. Lo importante es la Otra Cosa… la Cosa a la que llega uno al final del Sendero. — Después de la Cuarta Iniciación — especificó Murugan —. Mi madre… — ¡Querido! — La rani se había llevado un dedo a los labios. — Estas son cosas acerca de las cuales no se habla. — Lo siento — dijo el joven. Se produjo un largo y embarazoso silencio. La rani cerró los ojos, y Mr. Bahu, dejando caer su monóculo, la imitó reverentemente y se convirtió en la imagen de Savonarola en silenciosa oración. ¿Qué sucedía detrás de esta máscara austera, casi descarnada, de recogimiento? Will lo contempló y se hizo la pregunta. — ¿Puedo preguntar — dijo al cabo — cómo llegó, señora, a encontrar el Sendero? Durante uno o dos segundos la rani no respondió; no hizo más que quedarse sentada, con los ojos cerrados, sonriendo su sonrisa de Buda de misteriosa bienaventuranza. — La Providencia lo encontró para mí — respondió finalmente. — Es cierto, es cierto. Pero debe de haber habido una ocasión, un lugar, un instrumento humano. — Se lo diré. — Los párpados se estremecieron y se abrieron, y una vez más se encontró Will bajo el brillante e inmóvil resplandor de los ojos saltones. El lugar había sido Lausana; la época, el primer año de su educación en Suiza; el instrumento elegido, la querida y pequeña Madame Buloz. La querida y pequeña Madame Buloz era la esposa del querido y anciano profesor Buloz, y el anciano profesor Buloz era el hombre a cuyo cuidado, después de minuciosas investigaciones y muchas ansiosas meditaciones, fue entregada ella por su padre, el extinto sultán de Rendang. El profesor tenía sesenta y siete años de edad, enseñaba geología y era protestante de una secta tan austera, que, aparte de beber un vaso de clarete en la cena, decir sus oraciones dos veces por día y ser estrictamente monógamo, habría podido ser incluso un musulmán. Bajo tal tutela una princesa de Rendang resultaría intelectualmente estimulada, a la vez que se mantendría moral y doctrinariamente intacta. Pero el sultán no había tenido en cuenta a la esposa del profesor. Madame Buloz tenía sólo cuarenta años de edad, era regordeta, sentimental, efervescentemente entusiasta y, aunque en forma oficial pertenecía a la secta protestante de su esposo, era una teósofa recién convertida e intensamente ardiente. En una habitación de la parte superior de la elevada casa situada cerca de la Place de la Riponne tenía su Oratorio, al cual, cada vez que encontraba tiempo para ello, se retiraba en secreto para realizar ejercicios respiratorios, practicar la concentración mental y educar a Kundalini. ¡Esforzadas disciplinas! Pero la recompensa era trascendentalmente grande. Muy avanzada una calurosa noche de verano, mientras el querido y anciano profesor roncaba rítmicamente dos pisos más abajo, tuvo conciencia de una Presencia: el Maestro Koot Hoomi estaba junto a ella. La rani hizo una pausa impresionante. — Extraordinario — dijo Mr. Bahu. Extraordinario — repitió Will debidamente. La rani reanudó su narración. Irreprimiblemente dicho, Madame Buloz no pudo guardar su secreto. Dejó escapar misteriosas insinuaciones, pasó de las insinuaciones a las confidencias, de las confidencias a una invitación al Oratorio y a un curso de instrucción. En muy poco tiempo Koot Hoomi concedía a la novicia mayores favores que a su maestra. — Y desde entonces hasta hoy — concluyó —, el Maestro me ha ayudado a ir Hacia Adelante. Ir hacia adelante, se preguntó Will, ¿hacía adonde? Eso sólo podía saberlo Koot Hoomi. Pero fuese cual fuese el lugar hacia el cual ella había avanzado, a Will no le gustaba. Había en ese rostro obeso y rubicundo una expresión que le resultaba particularmente desagradable… una expresión de calma autoritaria, de serena e inconmovible estima de sí misma. Le recordaba, en cierta forma curiosa, a Joe Aldehyde. Joe era uno de esos dichosos magnates que no sienten remordimientos de conciencia, sino que se regocijan, sin inhibición, por el dinero que poseen y por todo lo que el dinero les puede comprar en forma de influencia y poderío. Y allí — aunque envuelta en telas blancas, mística, maravillosa — había otra de la progenie de Joe Aldehyde: un magnate femenino que había monopolizado el mercado, no de soya o de cobre, sino de la Pura Espiritualidad y de los Maestros Elevados, y ahora se frotaba las manos dichosa por la hazaña. — He aquí un ejemplo de lo que Él hizo por mí — prosiguió la rani —. Hace ocho años, para ser exacta el 23 de noviembre de 1953, el Maestro vino a mi Meditación matinal. Vino en Persona, vino en Gloria. «Es preciso lanzar una gran Cruzada», dijo, «un Movimiento Mundial para salvar a la Humanidad de la autodestrucción. Y tú, hija mía, eres el Instrumento Designado». «¿Yo? ¿Un movimiento mundial? Pero esto es absurdo», respondí. «Jamás he pronunciado un discurso en toda mi vida. Jamás he escrito una palabra para ser publicada. Nunca he sido dirigente u organizadora.» «Sin embargo», dijo Él y me lanzó una de esas sonrisas indescriptiblemente hermosas, «sin embargo eres tú quien lanzará esta Cruzada… la Cruzada Mundial del Espíritu. Se reirán de ti, te llamarán tonta, chiflada, fanática. Los perros ladran, la caravana pasa. Con su comienzo minúsculo, risible, la Cruzada del Espíritu está destinada a convertirse en una Poderosa Fuerza. Una fuerza para el Bien, una fuerza que a la postre Salvará al Mundo». Y con eso me abandonó. Me dejó anonadada, perpleja, aturdida. Pero no había otro remedio; tenía que obedecer. Y obedecí. ¿Y qué sucedió? Pronuncié discursos, y Él me dio elocuencia. Acepté la carga de la jefatura y, porque Él caminaba invisible a mi lado, la gente me siguió. Solicité ayuda y el dinero acudió a raudales. — Extendió las regordetas manos en un gesto de modestia y esbozó una sonrisa mística. Una cosa sin importancia, parecía decir, pero no es mía… sino de mi Maestro, Koot Hoomi. — Y aquí estoy — repitió. — Aquí, gracias a Dios — dijo Mr. Bahu devotamente —, está usted. Después de un intervalo decente, Will preguntó si la rani había mantenido siempre las prácticas tan providencialmente aprendidas en el oratorio de Madame Buloz. — Siempre — respondió ella —. Me sería tan difícil vivir sin Meditación, como sin Alimento. — ¿No le resultó un tanto difícil después de que se casó? Quiero decir antes de volver a Suiza. Debe de haber habido muchas obligaciones oficiales fatigosas. — Para no mencionar las extraoficiales — dijo la rani en un tono que sugería volúmenes enteros de comentarios desfavorables acerca del carácter, la weltanschauung y las costumbres sexuales de su extinto esposo. Abrió la boca para aclarar algo más del tema, volvió a cerrarla y contempló a Murugan —. Querido — llamó. Murugan, absorto, se lustraba las uñas de la mano izquierda en la palma abierta de la derecha, y levantó la vista con un sobresalto culpable. — ¿Sí, madre? Haciendo caso omiso de las uñas y de la evidente despreocupación por lo que había estado diciendo, la rani le dedicó una sonrisa seductora. — Sé bueno — dijo — y vé a buscar el coche. Mi Vocecita no me ha dicho nada acerca de volver caminando al bungalow. Son nada más que unos pocos centenares de metros — explicó a Will —. Pero con este calor y a mi edad… Sus palabras exigían algún tipo de refutación aduladora. Pero si hacía demasiado calor para caminar, también hacía demasiado calor, le pareció a Will, para reunir la considerabilísima cantidad de energía necesaria para una convincente exhibición de falsa sinceridad. Por fortuna estaba cerca un diplomático profesional, un cortesano experimentado, para compensar las deficiencias del tosco periodista. Mr. Bahu lanzó una alegre carcajada y luego pidió disculpas por su júbilo. — ¡Pero es que en realidad fue demasiado gracioso! «A mi edad» — repitió y volvió a reír —. Murugan apenas tiene dieciocho años, y resulta que yo sé qué edad tenía, cuan poca edad, la princesa de Rendang cuando casó con el raja de Pala. Entre, tanto Murugan se había puesto obedientemente de pie y besaba la mano de su madre. — Ahora podemos hablar con más libertad — dijo la rani cuando el joven salió de la habitación. Y libremente (con el rostro, el tono, los ojos saltones, todo el tembloroso cuerpo expresando la más intensa desaprobación) se lanzó al ataque. De mortuis… No quería decir nada acerca de su esposo, salvo que, en ciertos sentidos, era un palanés típico, un verdadero representante de ese país. Porque la triste verdad era que la suave y brillante piel de Pala ocultaba las más horribles podredumbres. — Cuando pienso en lo que trataron de hacer con mi Niño, hace dos años, cuando me encontraba en mi gira mundial en pro de la Cruzada del Espíritu. — Con un tintineo de brazaletes levantó las manos horrorizada. — Fue para mí una tortura tener que separarme de él durante tanto tiempo; pero el Maestro me había enviado en una Misión, y mi Vocecita me dijo que no estaría bien que llevase a mi Niño conmigo. Había vivido demasiado tiempo en el extranjero. Ya era hora de que conociese el país que debería gobernar. De modo que decidí dejarlo aquí. El Consejo Privado designó una comisión de tutela. Dos mujeres con hijos propios en edad de crecimiento y dos hombres… uno de los cuales, lamento tener que decirlo — dicho más en tono de pena que de cólera —, era el doctor Robert MacPhail. Bien, para abreviar, en cuanto me encontré fuera del país, los maravillosos tutores a quienes había encomendado mi Niño, mi Único Hijo, se dedicaron a trabajar sistemáticamente, sistemáticamente, Mr. Farnaby, para socavar mi influencia. Trataron de destruir todo el edificio de Valores Morales y Espirituales que tan laboriosamente había levantado a lo largo de los años. Con cierta malicia (porque, por supuesto, sabía a qué se estaba refiriendo la mujer), Will expresó su asombro. ¿Todo el edificio de valores morales y espirituales? Y sin embargo nadie habría podido ser más bondadoso que el doctor Robert y los otros, ningún buen samaritano fue jamás más sencilla y eficazmente caritativo. — No niego la bondad de ellos — dijo la rani —. Pero en fin de cuentas la bondad no es la única virtud. — Es claro que no — convino Will, e hizo una lista de todas las cualidades de las que la rani parecía carecer notablemente —. Está también la sinceridad, para no hablar de la veracidad, la humildad, la abnegación…. — Y se olvida usted de la Pureza — dijo la rani con severidad —. La Pureza es fundamental, es el sine qua non. — Pero aquí, en Pala, supongo, no opinan lo mismo. — Por cierto que no — afirmó la rani. Y continuó explicándole cómo su pobre Niño había sido deliberadamente expuesto a la impureza, incluso activamente estimulado a dedicarse a ella con una de esas muchachas precoces y promiscuas que en Pala existían en abundancia. Y cuando descubrieron que no pertenecía al tipo de jóvenes que seducen a una muchacha (porque ella lo había educado de modo que considerase a la Mujer como esencialmente Sagrada), incitaron a la muchacha a que hiciese lo posible para seducirlo a él. ¿Lo habría conseguido? se preguntó Will. ¿O Antinoo ya era un joven a prueba de muchachas, gracias a sus amiguitos de su propia edad, o, aun más eficazmente, gracias a un pederasta más anciano, experimentado y autoritario, algún precursor suizo del coronel Dipa? — Pero eso no fue lo peor. — La rani bajó la voz hasta convertirla en un horrorizado susurro teatral. — Una de las madres de la comisión de tutela, una de las madres, fíjese, le aconsejó que siguiese un curso de lecciones. — ¿Qué tipo de lecciones? — De lo que ellos eufemísticamente denominan Amor. — Frunció la nariz como si hubiese olido aguas cloacales. — Lecciones, dése cuenta — y el disgusto se convirtió en indignación —, de una Mujer de Más Edad. — ¡Cielos! — exclamó el embajador. — ¡Cielos! — repitió Will debidamente. Era visible que esas mujeres de más edad resultaban competidoras mucho más peligrosas, en opinión de la rani, que incluso las muchachas más precozmente promiscuas. Una madura instructora de amor podría ser una madre rival, que gozase de la ventaja monstruosamente injusta de la libertad de llegar a los límites del incesto. — Enseñan… — vaciló la rani —. Enseñan Técnicas Especiales. — ¿Qué tipo de técnicas? — preguntó Will. Pero ella no pudo obligarse a entrar en los repugnantes detalles. De cualquier manera no era necesario. Porque Murugan (bendito su corazón) se había negado a escucharla. Lecciones de inmoralidad impartidas por alguien de edad suficiente como para ser su madre… la idea, el sólo pensar en ello lo había enfermado. No era de extrañar. Se lo había criado para que reverenciase el Ideal de Pureza. — Brabmacharya, si sabe lo que quiere decir. — En efecto — dijo Will. — Y este es otro de los motivos de que su enfermedad fuese una bendición encubierta, un verdadero regalo de Dios. No creo que yo hubiese podido educarlo de esa manera en Pala. Aquí existen demasiadas malas influencias. Fuerzas que trabajan contra la Pureza, contra la Familia, incluso contra el Amor Materno. Will aguzó los oídos. — ¿Llegaron incluso a reformar a las madres? Ella asintió. — No puede imaginarse hasta qué punto han llegado las cosas aquí. Pero Koot Hoomi sabía qué tipo de peligros correríamos en Pala. ¿Y qué ocurre entonces? Mi Niño enferma y el médico nos ordena ir a Suiza. Para eludir el Peligro. — ¿Y cómo fue — inquirió Will — que Koot Hoomi la dejó partir en su Cruzada? ¿No previo lo que le ocurriría a Murugan en cuanto usted se fuese? — Lo previo todo — dijo la rani —. Las tentaciones, la resistencia, el ataque en masa por todas las Potencias del Mal, y luego, en el último momento, la salvación. Durante mucho tiempo — explicó —, Murugan no me contó lo que sucedía. Pero después de tres meses los ataques de las Potencias del Mal fueron demasiado intensos para él. Me hizo insinuaciones, pero yo estaba demasiado completamente absorta en las ocupaciones de mi Maestro como para entenderlo. Por último me escribió una carta en la que me lo explicaba todo… en detalle. Cancelé mis últimas cuatro disertaciones en Brasil y volví a casa tan rápidamente como el avión a chorro pudo traerme. Una, semana más tarde nos encontrábamos de vuelta en Suiza. Mi Niño y yo… a solas con el Maestro. Cerró los ojos y una expresión de gozoso éxtasis apareció en su rostro. Will apartó la mirada con desagrado. Esta autocanonizada salvadora del mundo, esta absorbente y devoradora madre… ¿se había visto alguna vez aunque fuese por un solo instante, como la veían los demás? ¿Tenía idea alguna de lo que había hecho, de lo que seguía haciendo con su pobre y tonto hijo? A la primera pregunta la respuesta era indudablemente no. En cuanto a la segunda, la única posibilidad que cabía era la especulación. Quizá sinceramente no supiese lo que había hecho del joven, pero quizá, por otra parte, lo supiese. Quizá lo sabía y prefería lo que estaba ocurriendo con el coronel a lo que habría podido ocurrir si la educación del joven hubiese sido encarada por una mujer. La mujer podría remplazarla; en cambio sabía que el coronel no podría hacer tal cosa. — Murugan me dijo que tenía la intención de reformar estas presuntas reformas. — Sólo puedo rogar — dijo la rani en un tono que le recordó a Will el de su abuelo, el archidiácono — que se le conceda suficiente Fuerza y Sabiduría para hacerlo. — ¿Y qué opina de sus otros proyectos sobre el petróleo, sobre las industrias y sobre un ejército? — inquirió Will. — La economía y la política no son exactamente mi fuerte — respondió la mujer con una risita que estaba destinada a recordarle que se encontraba hablando con alguien que había pasado por la Cuarta Iniciación —. Pregúntele a Bahu su opinión. — No tengo derecho a ofrecer una opinión — respondió el embajador —. Soy un extraño, representante de una potencia extranjera. — No tan extranjera — dijo la rani. — No a los ojos de usted, señora. Y no, como lo sabe muy bien, a los míos. Pero a los ojos del gobierno palanés… sí. Completamente extranjero. — Pero eso — dijo Will — no le impide tener opiniones. Sólo le impide tener las opiniones localmente ortodoxas. Y de paso — agregó —, no estoy aquí en mi condición de periodista. No lo estoy entrevistando, señor embajador. Todo esto es estrictamente extraoficial. — Estrictamente extraoficial entonces, y estrictamente en mi condición de ciudadano y no como personaje oficial, creo que nuestro joven amigo tiene perfecta razón. — Lo que supone, claro está, que usted cree que la política del gobierno palanés es errónea en todo sentido. — Errónea en todo sentido — dijo Mr. Bahu…. y su máscara de Savonarola chisporroteó con su sonrisa volteriana —, errónea en todo sentido, porque es correcta en todo sentido. — ¿Correcta? — protestó la rani — ¿correcta? — Correcta en todo sentido — explicó él —, porque está tan perfectamente destinada a hacer que todos los hombres, mujeres y niños de esta encantadora isla sean tan perfectamente libres y viciosos como es posible serlo. — Pero con una Falsa Dicha — exclamó la rani —, una libertad que es sólo para el Yo Interior. — Me inclino — dijo el embajador, inclinándose — ante la perfección superior de Su Alteza. Pero aun así, inferior o superior, verdadera o falsa, la dicha es la dicha y la libertad es placentera. Y no cabe duda alguna de que la política iniciada por los primitivos Reformadores y desarrollada a lo largo de los años ha estado admirablemente adaptada a la consecución de estos dos objetivos. — ¿Pero a usted le parece — dijo Will — que son objetivos indeseables? — Por el contrario, todos los desean. Pero por desgracia están fuera del contexto, se han tornado absolutamente impertinentes respecto de la actual situación del mundo en general y de Pala en particular. — ¿Y son más impertinentes ahora de lo que lo eran cuando los Reformadores iniciaron su labor en pro de la dicha y la libertad? El embajador asintió. — En aquellos días, Pala se encontraba todavía fuera del mapa. La idea de convertirla en un oasis de libertad y felicidad tenía sentido. Mientras se mantenga fuera de contacto con el resto del mundo, una sociedad ideal puede ser una sociedad viable. Pala fue en todo sentido viable, diría yo, hasta más o menos 1905. Luego, en menos de una sola generación, el mundo cambió por completo. Películas cinematográficas, automóviles, aviones, radio. Producción en masa, matanza en masa, comunicación en masa y, por sobre todo, masa a secas… más y más gente en barrios bajos o suburbios cada vez más grandes. Para 1930 cualquier observador de visión aguda habría podido darse cuenta de que para las tres cuartas partes de la raza humana la libertad y la dicha estaban casi fuera de su alcance. Hoy, treinta años más tarde, son absolutamente imposibles. Entre tanto, el mundo exterior ha ido cerrando su cerco en torno de esta islita de libertad y felicidad. Encerrándola firme e inexorablemente, acercándose cada vez más. Y lo que otrora fue un ideal viable, no lo es ya. — De modo que Pala tendrá que ser cambiada… ¿es esa su conclusión? Mr. Bahu asintió. — En forma radical. — De raíz — dijo la rani con el placer sádico de una profetisa. — Y por dos motivos coherentes — continuó Mr. Bahu —. En primer lugar, porque simplemente no es posible que Pala continúe siendo diferente del resto del mundo. Y en segundo término, porque no es justo que siga siendo distinta. — ¿No es justo que el pueblo sea libre y feliz? Una vez más la rani dijo algo inspirativo acerca de la falsa dicha y de la libertad equivocada. Mr. Bahu le agradeció con deferencia su interrupción, y luego se volvió hacia Will. — No es justo — insistió —. Exhibir la bienaventuranza ante tanta miseria… es una pura hubris, es una afrenta deliberada al resto de la humanidad. Incluso es una afrenta a Dios. — Dios — murmuró con voluptuosidad la rani —, Dios… Luego, volviendo a abrir los ojos, agregó: — Esta gente de Pala no cree en Dios. Sólo cree en el Hipnotismo, el Panteísmo y el Amor Libre. — Subrayó las palabras con indignado disgusto. — De modo que ahora — dijo Will — se proponen ustedes hacerlos desdichados en la esperanza de que ello les devuelva la fe en Dios. Y bien, esa es una forma de producir una conversión. Quizá dé resultados. Y es posible que el fin justifique los medios. — Se encogió de hombros. — Pero yo entiendo — agregó — que, bueno o malo, y no importa lo que los palaneses puedan sentir al respecto, eso es lo que va a suceder. No hace falta ser un profeta para predecir que Murugan triunfará. Cabalga sobre la ola del futuro. Y la ola del futuro es sin duda una ola de petróleo crudo. Y hablando de la crudeza y del petróleo — agregó, volviéndose a la rani, entiendo que conoce usted a mi viejo amigo Joe Aldehyde. — ¿Usted conoce a lord Aldehyde? — Muy bien. — ¡De modo que por eso mi Vocecita se mostraba tan insistente! — Volvió a cerrar los ojos, sonrió para sí y meneó lentamente la cabeza. — Ahora Entiendo. — Luego, en otro tono —: ¿Y cómo está ese querido hombre? — preguntó. — Sigue siendo característicamente el mismo — le aseguró Will. — ¡Y qué persona tan rara! L'homme au cerf-volant… así lo llamo. — ¿El hombre de la cometa? — Will se sintió intrigado. — Hace su trabajo aquí — explicó ella —, pero tiene un cordel en la mano y en el otro extremo del cordel hay una cometa, y la cometa trata continuamente de subir, subir y Subir. E incluso cuando trabaja siente el constante Tironeo desde Arriba, siente que el Espíritu le tironea insistentemente de la carne. ¡Piense en eso! Un hombre de negocios, un gran Capitán de Industria… y, sin embargo, para él, lo único que Realmente Importa es la Inmortalidad del Alma. En ese momento se hizo la luz. La mujer había estado hablando de la afición de Joe Aldehyde al Espiritualismo. Pensó en las sesiones semanales con Mrs. Harbottle, la automatista; con Mrs. Pym, cuyo control era una india kiowa llamada Bawbo; con Miss Tuke y su trompeta flotante, de la cual surgía un susurro chillón que mascullaba palabras oraculares, tomadas en taquigrafía por la secretaria privada de Joe: «Compre cemento australiano, no se alarme por el descenso de Breakfast Foods; venda cuarenta por ciento de sus acciones de caucho e invierta el dinero en la IBM y la Westinghouse…» — ¿Le habló alguna vez — inquirió Will —, del difunto corredor de Bolsa que siempre sabía lo que sucedería en el mercado de valores la semana siguiente? — Sidhis — dijo la rani con indulgencia —. Nada más que sidhis. ¿Qué otra cosa puede esperar? En fin de cuentas, no es más que un Principiante. Y en esta vida actual los negocios son su karma. Estaba predestinado a hacer lo que ha hecho, lo que está haciendo, lo que hará. Y lo que hará — agregó, impresionante, y se detuvo en una postura de escuchar, el dedo en alto, la cabeza inclinada —, lo que hará, eso es lo que dice mi Vocecita, incluye algunas cosas grandes y maravillosas aquí en Pala. — Qué forma tan espiritual de decir «Esto es lo que quiero que suceda. No porque lo quiera yo, sino porque lo quiere Dios… y por dichosa coincidencia la voluntad de Dios y la mía son siempre idénticas». Will rió para sus adentros, pero mantuvo el rostro imperturbable. — ¿Le dice alguna vez su Vocecita algo acerca de la South-East Asia Petroleum? — preguntó. La rani volvió a escuchar, y luego asintió. — Con suma claridad. — Pero el coronel Dipa, entiendo, no dice otra cosa que «Standard de California». Y de paso — continuó Will —, ¿por qué debe Pala preocuparse por los gustos del coronel en materia de compañías petroleras? — Mi gobierno — dijo Mr. Bahu con tono sonoro — está considerando un plan de cinco años de coordinación y cooperación económica interisleña. — ¿Y la Cooperación y Coordinación interisleña significa que la Standard tiene que recibir el monopolio? — Sólo si las condiciones de la Standard son más ventajosas que las de sus competidores. — En otras palabras — dijo la rani —, sólo si no hay nadie que nos pague más. — Antes de que llegase usted — le dijo Will —, estaba discutiendo este tema con Murugan. La South-East Asia Petroleum, dije, entregará a Pala todo lo que entregue la Standard a Rendang, y un poco más. — ¿Quince por ciento más? — Digamos diez. — Pongamos doce y medio. Will la contempló con admiración. Por ser alguien que había pasado por la Cuarta Iniciación, sabía muy bien lo que hacía. — Joe Aldehyde aullará de dolor — dijo —. Pero a la postre, estoy seguro, recibirá usted sus doce y medio. — Sería sin duda una proposición sumamente atractiva — dijo Mr. Bahu. — Lo único que hay de malo es que el gobierno palanés no la aceptará. — El gobierno palanés — dijo la rani — cambiará muy pronto su política. — ¿Le parece? — Lo SÉ — respondió la rani, en un tono que aclaraba perfectamente que la información había llegado en forma directa de la boca del Maestro. — Cuando se produzca el cambio de política, ¿servirá de algo — preguntó Will — que el coronel Dipa hable en favor de la South-East Asia Petroleum? — Sin duda. Will se volvió a Mr. Bahu. — ¿Y estaría usted dispuesto, señor embajador, a interponer sus buenos oficios ante el coronel Dipa? En polisílabos, como si estuviese hablando ante una sesión plenaria de alguna organización internacional, Mr. Bahu vaciló diplomáticamente. En cierto sentido, sí; pero en otro sentido, no. Desde un punto de vista, blanco; pero desde un ángulo diferente, claramente negro. Will escuchó en cortés silencio. Detrás de la máscara de Savonarola, detrás del monóculo aristocrático, detrás de la verborragia embajadoril, podía ver y escuchar al comerciante levantino en busca de su comisión, al pequeño funcionario que trataba de arrancar una prima. Y por su entusiasta patrocinio de la South-East Asia Petroleum, ¿cuánto se le había prometido a la regia iniciada? Estaba dispuesto a apostar que era algo sustancioso. No para ella, por supuesto, no, ¡no! Para la Cruzada del Espíritu, ni falta hacía decirlo, para mayor gloria de Koot Hoomi. Mr. Bahu había llegado, en su peroración, a la organización internacional. — Por consiguiente, es preciso que se entienda — decía — que toda acción positiva por mi parte debe mantenerse vinculada a las circunstancias, siempre que tales circunstancias surjan, si es que surgen. ¿Me explico? — A la perfección — le aseguró Will —. Y ahora — continuó con franqueza deliberadamente indecente —, permítame que explique mi posición en este asunto. Lo único que me interesa a mí es el dinero. Dos mil libras esterlinas, sin tener que trabajar ni un minuto. Un año de libertad nada más que por ayudar a Joe Aldehyde a meter sus manos en Pala. — Lord Aldehyde — dijo la rani — es notablemente generoso… — Notablemente — convino Will —, teniendo en cuenta lo poco que yo puedo hacer en este asunto. Pero ni hace falta decir que será mucho más generoso con cualquiera que pueda serle más útil. Hubo un largo silencio. En la distancia un mynah exigía atención con gritos monótonos. Atención a la avaricia, atención a la hipocresía, atención al cinismo vulgar… Se escuchó un golpe a la puerta. — Adelante — gritó Will y, volviéndose a Mr. Bahu —: Continuemos esta conversación en otro momento — dijo. Mr. Bahu asintió. — Adelante — repitió Will. Ataviada con faldas azules y una chaqueta corta y sin botones que le dejaba el vientre desnudo y sólo en ocasiones cubría un par de pechos redondos como manzanas, una muchacha de poco menos de veinte años entró vivamente en la habitación. En su terso rostro moreno una sonrisa del saludo más amistoso era puntuada en cada extremo por un hoyuelo. — Soy la enfermera Appu — comenzó a decir —. Radha Appu. — Luego, viendo a los visitantes de Will, se interrumpió. — Oh, perdóneme, no sabía… Hizo un saludo superficial a la rani. Mr. Bahu, entre tanto, se había puesto cortésmente de pie. — La enfermera Appu — exclamó con entusiasmo —. Mi pequeño ángel auxiliar del hospital de Shivapuram. ¡Qué deliciosa sorpresa! Para la muchacha, le resultó evidente a Will, la sorpresa estaba muy lejos de ser deliciosa. — Cómo le va, Mr. Bahu — dijo la joven sin una sonrisa y, volviéndose rápidamente, comenzó a dedicarse a las correas del bolso de lona que llevaba. — Su Alteza quizá lo habrá olvidado — dijo Mr. Bahu —, pero el verano pasado tuve que operarme. De una hernia — especificó —. Y bien, esta joven solía venir a lavarme todas las mañanas. Puntualmente a las ocho y cuarenta y cinco. ¡Y ahora, después de haber desaparecido durante todos estos meses, hela aquí otra vez! — Sincronización — dijo la rani a modo de oráculo —. Todo ello forma parte del Plan. — Tengo que administrarle a Mr. Farnaby una inyección — dijo la pequeña enfermera levantando la vista, sin sonreír. — Las órdenes del médico son órdenes del médico — exclamó la rani, exagerando el papel del personaje real que se digna mostrarse juguetonamente gracioso —. Escuchar es obedecer. ¿Pero dónde está mi chófer? — Tu chófer está aquí — dijo una voz familiar. Hermoso como una visión de Ganimedes, Murugan se encontraba en la puerta. Una expresión divertida apareció en el rostro de la pequeña enfermera. — Hola, Murugan… quiero decir, Su Alteza. — Hizo otra reverencia que él podía tomar como señal de respeto o de burla irónica, según le pluguiera. — Oh, hola, Radha — dijo el joven en un tono destinado a ser claramente negligente. Pasó junto a ella, dirigiéndose al lugar donde estaba sentada su madre —. El coche — dijo — se encuentra ante la puerta. O más bien lo que se llama coche. — Con una carcajada sarcástica, explicó a Will —: Es un Austin Baby, de la vendimia 1954. Lo mejor que este país altamente civilizado puede conceder a su familia real. Rendang entrega a su embajador un Bentley — agregó con amargura. — Que vendrá a buscarme dentro de diez minutos — dijo Mr. Bahu mirando su reloj —. De modo que, ¿puedo despedirme de usted aquí, Alteza? La rani extendió su mano. Con toda la piedad de un buen católico besando el anillo del cardenal, Mr. Bahu se inclinó sobre ella; luego, enderezándose, se volvió hacia Will. — Supongo, quizás sin justificación, que Mr. Farnaby podrá soportarme un ratito más. ¿Puedo quedarme? Will aseguró al embajador que le encantaría. — Y abrigo la esperanza — dijo Mr. Bahu a la pequeña enfermera —, de que no habrá objeciones por motivos médicos. — Por motivos médicos, no — dijo la joven en un tono que insinuaba la existencia de objeciones extramédicas sumamente coherentes. Ayudada por Murugan, la rani se levantó de su silla. — Au revoir, mon cher Farnaby — dijo, mientras le alargaba su enjoyada mano. Su sonrisa estaba cargada de una dulzura que a Will le resultó positivamente amenazadora. — Adiós, señora. Ella se volvió, palmeó la mejilla de la pequeña enfermera y salió de la habitación. Como un balandro en la estela de un barco de línea, Murugan la siguió. VI — ¡Caray! — estalló la pequeña enfermera cuando la puerta quedó cerrada detrás de ellos. — Estoy totalmente de acuerdo con usted — dijo Will. La chispa volteriana brilló durante un instante en el rostro evangélico de Mr. Bahu. — Caray — repitió —. Fue lo que oí decir a un escolar inglés cuando vio por primera vez la Gran Pirámide. La rani produce el mismo tipo de impresión. Monumental. Es lo que los alemanes llaman eine grosse Seele. — La chispa se había disipado, el rostro era inequívocamente el de Savonarola; las palabras, resultaba evidente, eran para ser publicadas. De pronto la pequeña enfermera rompió a reír. — ¿Qué sucede de gracioso? — inquirió Will. — Me imaginé de pronto a la Gran Pirámide vestida de muselina blanca — dijo con voz entrecortada —. El doctor Robert la llama el uniforme místico. — ¡Ingenioso, muy ingenioso! — exclamó Mr. Bahu —. Y, sin embargo — agregó diplomáticamente — no sé por qué los místicos no habrían de usar uniformes, si se les da la gana. La pequeña enfermera inspiró profundamente, se enjugó las lágrimas de risa y comenzó a hacer sus preparativos para administrar a su paciente la inyección. — Sé exactamente lo que piensa — dijo a Will —. Está pensando que soy demasiado joven para hacer un buen trabajo. — Por cierto que pienso que es demasiado joven. — Ustedes van a la universidad a los dieciocho años y permanecen cuatro en ella. Nosotros comenzamos a los dieciséis y seguimos nuestra educación hasta los veinticuatro; mitad estudio y mitad trabajo. Yo he estado estudiando biología y al mismo tiempo realizando esta labor durante dos años. De modo que no soy tan tonta como parezco. En realidad soy muy buena enfermera. — Afirmación — intervino Mr. Bahu — que puedo confirmar inequívocamente. Miss Radha no es sólo una buena enfermera; es una enfermera de primerísima fila. Pero lo que en realidad quería decir, sintió Will mientras estudiaba la expresión de ese rostro de monje que había resistido a demasiadas tentaciones, era que Miss Radha tenía un vientre de primerísima calidad, un ombligo de primera y pechos de primera. Pero la dueña del ombligo, vientre y pechos, era evidente, se había molestado con la admiración de Savonarola, o por lo menos con la forma en que la expresó. Esperanzado, demasiado esperanzado, el desairado embajador volvía a la carga. Fue encendida la lamparilla de alcohol, y mientras se esterilizaba la aguja, la pequeña enfermera Appu tomó la temperatura de su paciente. — Treinta y siete y medio. — ¿Significa eso que tengo que irme? — dijo Mr. Bahu. — Por lo que se refiere a él, no — respondió la muchacha. — Entonces, por favor, quédese — dijo Will. La enfermera le aplicó su inyección de antibiótico, y luego, de uno de los frascos de su bolso tomó una cucharada de un líquido verdoso que agitó en medio vaso de agua. — Beba esto. Tenía el sabor de uno de esos cocimientos de hierbas que los entusiastas de la comida sana beben en lugar de té. — ¿Qué es? — preguntó Will y recibió la información de que era un extracto de una planta montañesa relacionada con la valeriana. — Ayuda a la gente a dejar de preocuparse — explicó la pequeña enfermera —, sin darles sueño. Se la damos a los convalecientes. Además resulta útil en los casos de enfermos mentales. — ¿Y qué soy yo? ¿Un enfermo mental o un convaleciente? — Ambas cosas — respondió ella sin vacilar. Will lanzó una carcajada. — Me lo tengo merecido por buscar cumplidos. — No quise ser grosera — le aseguró ella —. Sólo deseaba decir que no he conocido a nadie de afuera que no fuese un caso mental. — ¿Incluso el embajador? La joven devolvió la pregunta al interrogador. — ¿Qué le parece a usted? Will se la pasó a Mr. Bahu. — Usted es el experto en estas cuestiones — dijo. — Arréglenlo entre ustedes — dijo la pequeña enfermera —. Yo tengo que ir a ocuparme del almuerzo de mi paciente. Mr. Bahu la miró irse; luego, enarcando la ceja izquierda, dejó caer el monóculo y comenzó a pulirlo metódicamente con su pañuelo. — Usted tiene cierta aberración en un sentido — dijo a Will —. Yo tengo otro tipo de aberración. Un esquizoide (¿usted no es eso?) y, del otro extremo del mundo, un paranoide. Ambos, víctimas de la misma plaga del siglo XX. Esta vez no se trata de la Muerte Negra, sino de la Vida Gris. ¿Alguna vez le interesó el poder? — inquirió luego de un momento de silencio. — Jamás. — Will meneó la cabeza enfáticamente. — No es posible tener poder sin comprometerse. — ¿Y para usted el horror de comprometerse supera el placer de poder empujar a los demás de un lado a otro? — En varios millares de veces. — ¿De modo que nunca fue una tentación? — Nunca. — Y luego de una pausa, Will agregó, en otro tono —: Vayamos a nuestros asuntos. — A nuestros asuntos — repitió Mr. Bahu —. Hábleme de lord Aldehyde. — Bien, como dijo la rani, es notablemente generoso. — No me interesan sus virtudes; sólo su inteligencia. ¿Es inteligente? — Lo bastante para saber que nadie hace nada por nada. — Bien — dijo Mr. Bahu —. Entonces dígale de mi parte que por un trabajo eficaz de expertos ubicados en puestos estratégicos tiene que estar dispuesto a pagar por lo menos diez veces más de lo que le pagará a usted. — Le escribiré una carta en ese sentido. — Y hágalo hoy — aconsejó Mr. Bahu —. El avión sale de Shivapuram mañana por la tarde, y no habrá otra forma de enviar correspondencia hasta dentro de una semana. — Gracias por decírmelo — dijo Will —. Y ahora, ausentes Su Alteza y el escandalizable jovencito, pasemos a la tentación siguiente. ¿Qué hay del sexo? Con el gesto de un hombre que trata de librarse de una nube de insectos importunos, Mr. Bahu agitó una mano morena y huesuda ante la cara. — Apenas una distracción, eso es todo. Una tortura humillante y corrosiva. Pero un hombre inteligente siempre puede hacerle frente. — ¡Cuan difícil es entender los vicios ajenos! — Tiene razón. Todos deberían apegarse a la insania con que Dios ha considerado conveniente maldecirlos. Pecca fortiter…. Ese era el consejo de Lutero. Pero hay que dedicarse a pecar los propios pecados, no los ajenos. Y sobre todo, no hay que hacer lo que hace la gente de esta isla. No trate de comportarse como si fuese esencialmente cuerdo y naturalmente bueno. Todos nosotros somos pecadores enloqueados que viajamos en el mismo bote… y el bote se hunde perpetuamente. — A pesar de lo cual rata alguna tiene derecho a abandonarlo. ¿Es eso lo que quiere decir? — A veces algunas de ellas tratan de abandonarlo. Pero jamás llegan muy lejos. La historia y las demás ratas se ocupan de que se ahoguen con todos nosotros. Por eso Pala no tiene ni la menor posibilidad. La pequeña enfermera volvió a entrar trayendo una bandeja. — Comida budista — dijo, mientras anudaba una servilleta en torno del cuello de Will —. Toda, menos el pescado Pero hemos decidido que los pescados son hortalizas dentro de la significación del acto. Will comenzó a comer. — Aparte de la rani, de Murugan y de nosotros dos — preguntó después de tragar el primer bocado — ¿a cuántas personas de afuera ha conocido? — Bien, hubo un grupo de médicos norteamericanos — respondió ella —. Vinieron a Shivapuram el año pasado, mientras yo trabajaba en el Hospital Central. — ¿Qué fueron a hacer allí? — Querían averiguar por qué tenemos una tasa tan reducida de neurosis y enfermedades cardiovasculares. ¡Esos médicos! — Meneó la cabeza. — Le aseguro, Mr. Farnaby, que me pusieron los pelos de punta… se los pusieron de punta a todos los del hospital. — ¿De modo que le parece que nuestra medicina es primitiva? — Esa no es la palabra adecuada. No es primitiva. Es cincuenta por ciento magnífica y cincuenta por cierto inexistente. Maravillosos antibióticos… pero nada de métodos para aumentar la resistencia a fin de que los antibióticos no sean necesarios. Fantásticas operaciones… pero cuando se trata de enseñar a. la gente la forma de pasar por la vida sin tener que ser hendida en dos, absolutamente nada. Y lo mismo en todo lo demás. Muy buena para remendarlo a uno cuando ha comenzado a desmoronarse, pero pésima para mantenerlo sano. Aparte de los sistemas cloacales y las vitaminas, parece que no se ocuparan para nada de la prevención. Y sin embargo tienen un proverbio: prevenir es mejor que curar. — Pero la cura — replicó Will — es mucho más dramática que la prevención. Y para los médicos es mucho más ventajosa. — Quizá para los médicos de ustedes — afirmó la pequeña enfermera —. No para los nuestros. A los nuestros se les paga por mantener sana a la gente. — ¿Cómo lo hacen? — Hemos venido formulando esa pregunta durante cien años, y encontrado una cantidad de respuestas. Respuestas químicas, respuestas psicológicas, respuestas en términos de lo que uno come, de la forma en que hace el amor, de lo que ve y oye, de lo que siente acerca de lo que es en este mundo. — ¿Y cuáles son las mejores respuestas? — Ninguna de ellas es la mejor sin las otras. — De modo que no existe una panacea. — ¿Cómo podría existir? — Y citó la cuarteta que toda estudiante enfermera tiene que aprender de memoria el día en que comienza su educación. «Yo» soy la multitud; obedezco tantas leyes como ésta tiene miembros. Químicamente impuros son todos «mis» seres. No existe una sola cura para lo que no puede tener una sola causa. — De modo que, se trate de prevención o curación, atacamos desde todos los frentes al mismo tiempo. Desde todos los frentes — insistió —; desde la dieta a la autosugestión, de los iones negativos a la meditación. — Muy sensato — fue el comentario de Will. — Quizás un tanto demasiado sensato — dijo Mr. Bahu— ¿Trató alguna vez de hablar en términos sensatos con un maniático? — Will sacudió la cabeza. — Yo sí. — Se apartó el mechón entrecano que le caía oblicuamente sobre la frente. Debajo de la línea de nacimiento del cabello se destacaba una cicatriz dentada, extrañamente pálida sobre la piel morena. — Por fortuna para mí, la botella con que me golpeó era bastante frágil. — Alisándose el revuelto cabello, se volvió hacia la pequeña enfermera. — No lo olvide nunca, Miss Radha: para los insensatos nada es más enloquecedor que la sensatez. Pala es una islita rodeada de dos mil novecientos millones de enfermos mentales. De modo que tenga cuidado y no sea demasiado racional. En el país de los insanos el hombre integrado no es rey. El rostro de Mr. Bahu resplandecía literalmente de alborozo volteriano. — Lo linchan. Will lanzó una carcajada superficial y se volvió otra vez hacia la pequeña enfermera. — ¿No tienen candidato alguno para la casa de orates? — inquirió. — Tantos como ustedes… quiero decir, en proporción a la población. Por lo menos así dicen los manuales. — ¿De modo que el hecho de vivir en un mundo sensato no representa diferencia alguna? — No para las personas que poseen el tipo de química corporal que las convierte en psicóticas. Nacen vulnerables. Las derriban pequeñas dolencias que otras personas apenas advierten. Estamos comenzando a descubrir qué es lo que las hace tan vulnerables. Empezamos a descubrirlas antes del colapso. Y una vez descubiertas, podemos hacer algo para elevar su resistencia. Una vez más, prevención… y, por supuesto, en todos los frentes al mismo tiempo. — De modo que el nacimiento en un mundo sensato puede significar una diferencia incluso para los psicóticos predestinados. — Y para los neuróticos ya la ha significado. La tasa de neurosis de ustedes es de uno sobre cinco, o aun cuatro. La nuestra es de uno sobre veinte. El que se derrumba recibe tratamiento en todos los frentes, y los diecinueve que no se desmoronan han recibido prevención en todos los frentes. Y con esto volvemos a los médicos norteamericanos. Tres de ellos eran psiquiatras, y uno de los psiquiatras fumaba cigarros sin parar y tenía acento alemán. Fue el que, había sido elegido para ofrecernos una disertación. ¡Qué disertación! — La pequeña enfermera se llevó las manos a la cabeza. — Jamás he oído nada semejante. — ¿De qué trataba? — De la forma en que curan a las personas con síntomas neuróticos. No podíamos dar crédito a nuestros oídos. Nunca atacan en todos los frentes; sólo lo hacen más o menos en medio frente. Por lo que a ellos respecta, los frentes físicos no existen. Aparte de la boca y el ano, el paciente no tiene cuerpo. No es un organismo, no nació con cierta constitución física o cierto temperamento. Sólo tiene dos extremos de un tubo digestivo, una familia y una psique. ¿Pero qué tipo de psique? Evidentemente, no todo el espíritu, no lo que el espíritu es en realidad. ¿Cómo podría ser de otro modo, si no tienen en cuenta la anatomía, la bioquímica o la fisiología de la persona? El espíritu abstraído del cuerdo: ese es el único frente en que atacan. Y ni siquiera en todo él. El hombre del cigarro no hacía más que hablar del inconsciente. Pero el único inconsciente al que le dedican atención es el inconsciente negativo, la basura de que la gente ha tratado de librarse enterrándola en el sótano. Ni una palabra sobre el inconsciente positivo. Ni una tentativa de ayudar al paciente a abrirse a la fuerza vital o a la Naturaleza de Buda. Y ni una tentativa de enseñarle a ser un poco más consciente en su vida cotidiana. Ya saben: «Aquí y ahora, muchachos. Atención. — Ofreció una imitación de los mynah. — Esta gente deja que el desdichado neurótico chapalee en sus antiguos hábitos nocivos de no estar nunca aquí y ahora. ¡Todo eso es una pura idiotez! No, el hombre del cigarro no tenía siquiera esa excusa; era tan inteligente como es posible serlo. Debe de ser algo voluntario, algo provocado por uno mismo… como emborracharse u obligarse a creer alguna tontería sólo porque figura en las Escrituras. Y luego vea la idea que tienen de lo normal. Créalo o no, un ser humano normal es el que puede tener orgasmos y está adaptado a su sociedad. — La pequeña enfermera se llevó una vez más las manos a la cabeza. — ¡Es increíble! Nada de preocupaciones por lo que hace uno con sus orgasmos. Nada en cuanto a la calidad de los sentimientos, pensamientos y percepciones de uno. ¿Y qué acerca de la sociedad hacia la cual uno está supuestamente adaptado? ¿Es una sociedad demente o cuerda? Y aunque sea lo bastante cuerda, ¿es correcto que todos estén completamente adaptados a ella? Con otra de sus chisporroteantes sonrisas, el embajador dijo: — Aquellos a quienes Dios quiere destruir, primero los enloquece. O a la inversa, y quizás en forma más eficaz, primero los vuelve cuerdos. — Mr. Bahu se puso de pie y se dirigió hacia la ventana. — Mi coche ha venido a buscarme. Tengo que volver a Shivapuram, y a mi escritorio. — Se volvió hacia Will y le dedicó una prolongada y florida despedida. Luego, olvidándose de ser el embajador, dijo —: No se olvide de escribir esa carta. Es muy importante. — Sonrió conspirativamente y, pasando el pulgar varias veces por los dos primeros dedos de la mano derecha, contó un dinero invisible. — Gracias al cielo — dijo la pequeña enfermera cuando el hombre se hubo ido. — ¿Qué ofensa cometió? -preguntó Will —. ¿La de siempre? — Ofrecer dinero a alguien con quien uno quiere acostarse… cuando ese alguien, ella, no lo quiere a uno. Y entonces éste ofrece más. ¿Es habitual eso en el lugar de donde él proviene? — Profundamente habitual — le aseguró Will. — Bueno, a mí no me gustó. — Ya me di cuenta. Y otra pregunta. ¿Qué me dice de Murugan? — ¿Por qué lo pregunta? — Por curiosidad. Advertí que ustedes se conocían de antes. ¿Fue cuando él estuvo aquí hace dos años, sin la madre? — ¿De dónde sabía eso? — Me lo dijo un pajarito… o más bien un pájaro enorme y macizo. — ¡La rani! Debe de haberlo contado como algo salido de Sodoma y Gomorra. — Pero por desgracia me escatimó los detalles espeluznantes. Obscuras insinuaciones… eso fue todo lo que recibí de ella. Insinuaciones, por ejemplo, sobre Mesalinas veteranas que dan lecciones de amor a jóvenes inocentes. — ¡Y cómo necesitaba él esas lecciones! — Insinuaciones, además, sobre una muchacha precoz y promiscua de la edad de él. La enfermera Appu estalló en una carcajada. — ¿La conoce usted? — La muchacha precoz y promiscua fui yo. — ¿Usted? ¿Lo sabe la rani? — Murugan sólo le hizo conocer los hechos, no los nombres. Por lo cual le estoy muy agradecida. ¿Sabe? yo me porté muy mal. Perdí la cabeza por alguien a quien en realidad no quería y herí a alguien a quien sí quería. ¿Por qué será una tan estúpida? — El corazón tiene sus razones — afirmó Will — y las endocrinas las suyas. Se produjo un largo silencio. Will terminó de comer su pescado y hortalizas hervidos, fríos. La enfermera Appu le alcanzó un plato de ensalada de frutas. — Usted jamás vio a Murugan en pijama de raso blanco — dijo ella. — ¿Me he perdido algo interesante? — No tiene idea de lo hermoso que es con esa vestimenta. Nadie tiene derecho a ser tan hermoso. Es indecente. Es una ventaja injusta. La visión del joven ataviado con ese pijama de raso blanco, comprado en Sulka, fue lo que a la postre le había hecho perder la cabeza. Y la perdió tan por completo, que durante dos meses fue otra persona… una idiota que perseguía a una persona que no la soportaba, una idiota que dio la espalda a la persona que siempre la había amado, la persona a quien ella había amado siempre. — ¿Llegó usted a algo con el joven del pijama? — averiguó Will. — Sólo hasta una cama — respondió ella —. Pero cuando comencé a besarlo, salió de un brinco de entre las sábanas y se encerró en el cuarto de baño. No quiso salir hasta que le entregué el pijama por el montante y le di mi palabra de honor de que no lo molestaría. Ahora puedo reírme de eso; pero en ese momento, le aseguro, en ese momento… — Meneó la cabeza. — Una pura tragedia. Deben de haber adivinado lo que ocurrió, por la forma en que me comportaba. Resultaba evidente que las muchachas precoces y promiscuas no eran convenientes. Él necesitaba lecciones regulares. — Y el resto del relato lo conozco — interrumpió Will —. El joven escribe a la mamá, la mamá vuelve volando a casa y se lo lleva a Suiza. — Y no regresaron hasta unos seis meses después. Y durante casi la mitad de ese tiempo se quedaron en Rendang, en la casa de la tía de Murugan. Will estaba a punto de mencionar al coronel Dipa, pero recordó que había prometido a Murugan ser discreto, y no dijo nada. Desde el jardín llegó el sonido de un silbido. — Perdóneme — dijo la pequeña enfermera, y se acercó a la ventana. Sonriente, feliz, ante lo que veía, agitó la mano —. Es Ranga. — ¿Quién es Ranga? — Ese amigo de quien le hablé. Quiere hacerle unas preguntas. ¿Puede entrar un minuto? — Por supuesto. La joven regresó a la ventana e hizo un ademán de llamado. — Supongo que esto significa que el pijama blanco ha desaparecido por completo de la escena. Ella asintió. — Fue sólo una tragedia en un acto. Recuperé la cabeza tan rápidamente como la perdí. Y cuando la recuperé, ahí estaba Ranga, el mismo de siempre, esperándome. — Se abrió la puerta y entró en la habitación un joven alto y delgado, de pantaloncitos color caqui y zapatos de gimnasia. — Ranga Karakuran — anunció mientras estrechaba la mano de Will. — Si hubieses venido cinco minutos antes — dijo Radha —, habrías tenido el placer de encontrarte con Mr. Bahu. — ¿El estuvo aquí? — Ranga hizo una mueca de disgusto. — ¿Tan malo es? — inquirió Will. Ranga hizo una lista de las acusaciones: — A: nos odia. B: es el chacal domesticado del coronel Dipa. C: es el embajador extraoficial de todas las compañías petroleras. D: el viejo cerdo le ha hecho proposiciones a Radha, y E: pronuncia por todas partes disertaciones sobre la necesidad de un reavivamiento religioso. Incluso ha publicado un libro al respecto. Completo, con un prefacio de alguien de la Escuela de Teología de Harvard. Todo forma parte de una campaña contra la independencia palanesa. Dios es la coartada de Dipa. ¿Por qué los criminales no pueden ser francos en cuanto a sus intenciones? Toda esta repugnante bazofia idealista… Lo hace vomitar a uno. Radha extendió la mano y le tironeó tres veces de la oreja. — Pequeño… — comenzó a decir, furiosa; luego se interrumpió y rió. — Tienes razón — dijo él —. Pero los tirones no tenían por qué ser tan fuertes. — ¿Eso es lo que hace usted siempre cuando él se encoleriza? — le preguntó Will a Radha. — Cuando se encoleriza en el momento inoportuno, o por cosas que no puede remediar. Will se volvió hacia el joven. — ¿Y usted le tironea alguna vez la oreja a ella? Ranga rió. — Me resulta más satisfactorio darle una palmada en el trasero. Por desgracia, pocas veces hace falta. — ¿Quiere decir que es más equilibrada que usted? — ¿Más equilibrada? Confieso que es anormalmente cuerda. — ¿En tanto que usted es nada más que normal? — Quizás un tanto desviado hacia la izquierda del centro. — Meneó la cabeza. — A veces me siento horriblemente deprimido… me parece que soy un inútil para todo. — Cuando en realidad — dijo Radha — es tan útil, que le han concedido una beca para estudiar bioquímica en la Universidad de Manchester. — ¿Qué hace usted cuando emplea estas tretas del pecador desdichado y desesperado? ¿Le tira de la oreja? — Eso — repuso ella — y… bueno, otras cosas. — Miró a Ranga, y éste a ella. Estallaron los dos en una carcajada. — Entiendo — dijo Will —. Entiendo. Y siendo esas otras cosas lo que son — continuó —, ¿está Ranga ansioso por abandonar Pala durante un par de años? — No mucho — admitió Ranga. — Pero tiene que irse — dijo Radha con firmeza. — Y cuando llegue allí — preguntó Will —, ¿será feliz? — Eso es lo que quería preguntarle — dijo Ranga. — Bueno, no le gustará el clima, ni la comida, ni los ruidos, ni los olores, ni la arquitectura. Pero es casi seguro que le gustará el trabajo, y es probable que descubra mucha gente que le gustará. — ¿Y qué hay de las muchachas? — inquinó Radha. — ¿Cómo quiere que le conteste esa pregunta? — preguntó Will a su vez —. ¿De modo consolador, o en forma veraz? — En forma veraz. — Y bien, querida, la verdad es que Ranga tendrá un enorme éxito. Decenas de muchachas lo encontrarán irresistible. Y algunas de ellas serán encantadoras. ¿Qué sentirá usted si él no consigue resistir? — Me alegraré por él. Will se volvió hacia Ranga. — ¿Y usted se alegrará si mientras está ausente ella se consuela con otro joven? — Me gustaría alegrarme — replicó él —. Pero que en realidad me alegre o no… esa es otra cosa. — ¿La obligará a que le prometa serle fiel? — No la obligaré a que me prometa nada. — ¿Aunque sea su muchacha? — Es la muchacha de sí misma. — Y Ranga se pertenece a sí — dijo la pequeña enfermera —. Está en libertad de hacer lo que le guste. Will pensó en la alcoba color fresa de Babs y lanzó una carcajada feroz. — Y libre, por sobre todo — dijo —, de hacer lo que no le guste. — Contempló ambos rostros juveniles y vio que se lo observaba con cierto asombro. Y agregó, en otro tono y con un tipo distinto de sonrisa —: Pero me había olvidado. Uno de ustedes es anormalmente cuerdo y el otro está apenas un poco desviado de la izquierda hacia el centro. Y entonces, ¿cómo es posible esperar que entiendan de qué está hablando este caso mental del exterior? — Y sin dejarles tiempo a contestar su pregunta, inquirió —: Díganme, ¿cuánto tiempo hace…? — Se interrumpió — Pero quizá soy indiscreto. En ese caso, díganme que me meta en mis cosas. Pero me gustaría saber, por motivos de interés antropológico, cuánto hace que son amigos. — ¿Quiere decir «amigos»? — inquirió la pequeña enfermera —. ¿O quiere decir «amantes»? — ¿Por qué no ambas cosas, ya que estamos en eso? — Bien, Ranga y yo hemos sido amigos desde pequeños. Y hemos sido amantes, si no se cuenta ese desdichado episodio del pijama blanco, desde que yo tenía quince años y medio y él diecisiete… unos dos años y medio. — ¿Y nadie se opuso? — ¿Por qué habrían de oponerse? — Es cierto, ¿por qué? — repitió Will —. Pero sigue en pie el hecho de que en mi parte del mundo casi todos se habrían opuesto. — ¿Y los otros muchachos? — preguntó Ranga. — En teoría son más libres que las jóvenes. En la práctica… Bueno, imagínese lo que sucede cuando quinientos o seiscientos adolescentes masculinos están encerrados en un pensionado. ¿Aquí ocurren alguna vez cosas por el estilo? — Es claro. — Me sorprende. — ¿Le sorprende? ¿Por qué? — Porque aquí las muchachas son libres. — Pero un tipo de amor no excluye el otro. — ¿Y ambos son legítimos? — Por supuesto. — ¿De modo que a nadie le habría molestado que Murugan se interesara por otro joven de pijama? — No, si hubiese sido una buena relación. — Pero por desgracia — intervino Radha —, la rani había hecho un trabajo tan completo, que él no podía sentir interés en nadie que no fuese ella… y, naturalmente, en nadie que no fuese él mismo. — ¿No hubo muchachos? — Puede que los haya ahora. No lo sé. Lo único que sé es que en mi época, no había nadie en su universo. Sólo Mama y masturbación y los Maestros Trascendentes Sólo discos de jazz y automóviles de deporte e ideas hitlerianas sobre llegar a ser un Gran Dirigente y convertir a Pala en lo que él llama un Estado Moderno. — Hace tres semanas — dijo Ranga — él y la rani estuvieron en el palacio, en Shivapuram. Invitaron a un grupo nuestro, de la universidad, a ir y escuchar las ideas de Murugan… sobre el petróleo, la industrialización, la televisión, el armamento, la Cruzada del Espíritu. — ¿Y logró algún converso? Ranga meneó la cabeza. — ¿Por qué nadie habría de querer cambiar algo rico, bueno y constantemente interesante por algo malo, frágil y aburrido? No tenemos necesidad alguna de las lanchas de carrera o la televisión de ustedes. Menos aun necesitamos sus guerras y revoluciones, sus reavivamientos religiosos, sus lemas políticos, sus tonterías metafísicas de Roma y Moscú. ¿Alguna vez oyó hablar del maithuna? — inquirió. — ¿Maithuna? ¿Qué es eso? — Comencemos con los antecedentes históricos — respondió Ranga, y con la atrayente pedantería de un estudiante todavía no graduado que disertara acerca de temas que ha conocido hace muy poco, se lanzó hacia adelante —. El budismo llegó a Pala hace unos mil doscientos años, y llegó, no de Ceilán, que es lo que habría sido de esperar, sino de Bengala, y a través de Bengala, más tarde, desde el Tibet. Resultado: somos mahayanistas, y nuestro budismo está absolutamente impregnado de Tantra. ¿Sabe qué es el Tantra? Will tuvo que admitir que sólo tenía una vaga noción al respecto. — Y para decirle la verdad — dijo Ranga con una carcajada que atravesó, irreprimible, la costra de su pedantería —, en realidad yo no sé mucho más que usted. El Tantra es un tema enorme, y creo que la mayor parte de él es nada más que tontería y superstición… no vale la pena de molestarse. Pero tiene un duro núcleo central de sensatez. Si uno es tantrista, no renuncia al mundo ni niega su valor; no trata de huir a un Nirvana alejado de la vida, como lo hacen los monjes de la escuela del sur. No, acepta el mundo y lo usa; usa todo lo que hace, todo lo qué le sucede, todas las cosas que ve y oye y gusta y toca, como otros tantos medios pata su liberación de la cárcel del yo. — Bien dicho — dijo Will en tono de cortés escepticismo. — Y otra cosa más — insistió Ranga —. Esa es la diferencia — agregó, y la juvenil pedantería moduló la ansiedad del juvenil proselitismo —, esa es la diferencia entre la filosofía de ustedes y la nuestra. Los filósofos occidentales, incluso los mejores… no son nada más que buenos conversadores. Los filósofos orientales son a menudo malos conversadores, pero eso no tiene importancia. No se trata de hablar. La filosofía de ellos es pragmática y operativa. Como la filosofía de la física moderna… aparte de que las operaciones en cuestión son psicológicas y los resultados trascendentales. Los metafísicos de ustedes hacen afirmaciones sobre la naturaleza del hombre y el universo, pero no ofrecen al lector manera alguna de comprobar la veracidad de dichas afirmaciones. Cuando nosotros hacemos afirmaciones, les agregamos una lista de operaciones que pueden usarse para poner a prueba la validez de lo que hemos dicho. Por ejemplo, Tat tvam asi, «eres Eso»… el corazón de toda nuestra filosofía. Tat tvam así — repitió —. Parece una proposición de metafísica; pero en realidad se refiere a una experiencia psicológica, y las operaciones por medio de las cuales es posible vivir la experiencia son descritas por nuestros filósofos, de modo que cualquiera que esté dispuesto a ejecutar las operaciones necesarias puede verificar por sí mismo la validez de Tat tvam así. Las operaciones se denominan yoga, o dhyana, o Zen… o, en circunstancias especiales, maithuna. — Cosa que nos lleva a mi pregunta primitiva. ¿Qué es el maithuna? — Quizá será mejor que se lo pregunte a Radha. — ¿Qué es? — preguntó Will volviéndose hacia la joven. — El maithuna — respondió ella con gravedad — es el yoga del amor. — ¿Sagrado o profano? — No hay diferencia alguna. — Ese es el asunto — intervino Ranga —. Cuando se hace el maithuna, el amor profano es amor sagrado. — Buddhatvan yoshidyonisansritan — citó la joven. — ¡Nada de sánscrito! ¿Qué quiere decir eso? — ¿Cómo traducirías Buddhatvan, Ranga? — Budanidad, budaneitad, esclarecimiento. Radha asintió y se volvió a Will. — Quiere decir que Buda está en el yoni. — ¿En el yoni? — Will recordó los pequeños emblemas de piedra del Eterno femenino que había comprado, como regalos para las muchachas de la oficina, a un giboso vendedor de bondieuseries en Benarés. Ocho annas por un yoni negro, doce por la imagen, más sagrada aun, del yoni-lingam. — ¿Literalmente en el yoni? — preguntó —. ¿O metafóricamente? — ¡Qué pregunta tan ridícula! — exclamó la pequeña enfermera, y lanzó su clara y natural carcajada de diversión pura —. ¿Acaso cree que hacemos el amor metafóricamente? Buddhatvan yosbidyonianaritan — repitió —. No podría ser más absoluta y totalmente literal. — ¿Oyó hablar alguna vez de la comunidad oneida? — preguntó Ranga. Will asintió. Había conocido a un historiador norteamericano que se especializaba en comunidades del siglo XIX. — ¿Pero cómo sabe usted de eso? — inquirió. — Porque se lo menciona en todos nuestros textos de filosofía aplicada. En lo fundamental, el maithuna es lo que el pueblo oneida llamaba Continencia Masculina. Y lo mismo que los católicos romanos designan con el nombre de coitus reservatus. — Reservatus — repitió la pequeña enfermera —. Siempre me dan ganas de reír. «¡Un joven tan reservado!» — Reaparecieron los hoyuelos y hubo un relámpago de dientes blancos. — No seas tonta — dijo Ranga con severidad —. Esto es serio. Ella expresó su contrición. Pero «reservatus» era en realidad demasiado gracioso. — En una palabra. — concluyó Will —, se trata nada más que del control de la natalidad sin el uso de anticonceptivos. — Pero eso es sólo el comienzo del asunto — dijo Ranga —. El maithuna es también algo más. Algo más importante aun. — El pedante universitario había vuelto por sus cabales. — Recuerde — continuó con seriedad —, recuerde el punto sobre el que siempre insistía Freud. — ¿Qué punto? Había tantos… — El punto sobre la sexualidad de los niños. Aquello con lo que nacemos, lo que experimentamos durante la infancia y la niñez, es una sexualidad que no se concentra en los genitales; es una sexualidad difundida por todo el organismo. Ese es el paraíso que heredamos. Pero el paraíso se pierde cuando el niño crece. El maithuna es el intento organizado de reconquistar ese paraíso. — Se dirigió a Radha. — Tú tienes buena memoria — dijo —. ¿Cómo es esa frase de Spinoza que citan en el libro de filosofía aplicada? —«Haz que el cuerpo sea capaz de hacer muchas cosas — recitó ella —. Eso te ayudará a perfeccionar la mente y así llegar al amor intelectual de Dios.» — De ahí todos los yoga — dijo Ranga —. Incluso el maithuna. — Y es un verdadero yoga — insistió la joven —. Tan bueno como el raja yoga, el karma yoga o el bhakti yoga. En realidad, mucho mejor, por lo que se refiere a la mayoría de la gente. El maithuna los lleva realmente allí. — ¿Dónde es «allí»? — inquirió Will. — «Allí» es donde uno sabe. — ¿Donde sabe qué? — Sabe quién es en realidad… y créalo o no — agregó —. Tai tvarn asi… eres Eso, y yo también; Eso es yo. — Los hoyuelos cobraron vida, los dientes relampaguearon. — Y Eso también es él. — Señaló a Ranga. — Increíble, ¿verdad? — Le sacó la lengua. — Y sin embargo es un hecho. Ranga sonrió y le tocó la punta de la nariz con el índice. — Y no sólo un hecho — dijo —. Una verdad revelada. — Dio un golpecito a la nariz. — De modo que ten cuidado con lo que dices, jovencita. — Lo que yo me pregunto — dijo Will — es por qué no estamos todos esclarecidos… Quiero decir, si se trata de un problema de hacer el amor con una técnica de un tipo más bien especial. ¿Cuál es la respuesta a eso? — Yo se lo diré — comenzó Ranga. Pero la joven lo interrumpió. — ¡Escuchen! — exclamó —. ¡Escuchen! Will escuchó. Débil y lejana, pero aun así clara, oyó la extraña voz inhumana que le había dado la bienvenida a Pala. «Atención — decía —. Atención. Atención…» — ¡Otra vez ese maldito pájaro! — Pero ese es el secreto. — ¿Atención? Pero hace un momento decían que era otra cosa. ¿Qué pasa con el joven que es tan reservado? — Eso es para que resulte más fácil prestar atención. — Y lo hace más fácil — confirmó Ranga —. Y ese es todo el meollo del maithuna. No es la técnica especial lo que convierte el hacer el amor en yoga; es el tipo de conciencia que la técnica permite. Conciencia de las propias sensaciones y conciencia de la no-sensación que hay en cada sensación. — ¿Qué es una no-sensación? — Es la materia prima de la sensación, que me proporciona mi no-yo. — ¿Y se puede prestar atención al no-yo? — Por supuesto. Will se dirigió a la pequeña enfermera. — ¿Usted también puede? — A mi yo — respondió ella —, y al mismo tiempo a mi no-yo. Y al no-yo de Ranga, y al yo de Ranga, y al cuerpo de Ranga, y a mi cuerpo, y a todo lo que éste siente. Y a todo el amor y la amistad. Y al misterio de la otra persona… al perfecto desconocido, que es la otra mitad del propio yo y que es lo mismo que el propio no-yo. Y mientras tanto se presta atención a todas las cosas que, si una fuese sentimental o algo peor, si fuese espiritual como la pobre vieja rani, le resultarían tan poco románticas y groseras, y aun sórdidas. Pero no sórdidas, porque una también presta atención al hecho de que, cuando tiene plena conciencia de ellas, esas cosas son tan hermosas como las demás, igualmente maravillosas. — El maithuna es la dhyana — concluyó Ranga. Era evidente que le parecía que una nueva palabra lo explicaría todo. — ¿Pero qué es la dhyana? — preguntó Will. — Dhyana es la contemplación. — La contemplación. Will pensó en la alcoba rosada situada sobre la carretera de Charing Cross. Contemplación no era en modo alguno la palabra que habría elegido. Y sin embargo, aun allí, pensándolo bien, aun allí había encontrado una especie de liberación. Esas alienaciones en la cambiante luz de Porter's Gin eran alienaciones del odioso yo diurno. Eran también, por desgracia, alienaciones de todo el resto de su ser… alienaciones del amor, de la inteligencia, de la decencia pura y simple, de toda conciencia que no fuese la de ese atormentador frenesí bajo la luz cadavérica o en el rosado resplandor de la ilusión más barata y vulgar. Volvió a contemplar el rostro radiante de Radha. ¡Cuánta dicha! ¡Qué convicción manifiesta, no del pecado de que Mr. Bahu estaba tan decidido a librar al mundo, sino de lo contrario, de su sereno y bienaventurado contrario! Era profundamente conmovedor. Pero él se negó a conmoverse. Noli me tangere… era un imperativo categórico. Desplazando el foco de los pensamientos, pudo ver que todo aquello era tranquilizadoramente ridículo. ¿Qué haremos para ser salvados? La respuesta tiene cinco letras. Sonriéndose del chiste, preguntó, irónico: — ¿Les enseñaron el maithuna en la escuela? — En la escuela — contestó Radha con una sencillez que dejó sin viento las velas rabelesianas de Will. — Todos lo aprenden — agregó Ranga. — ¿Y cuándo comienza el aprendizaje? — Más o menos al mismo tiempo que la trigonometría y la biología avanzada. Es decir, entre los quince y quince años y medio de edad. — Y después de que han aprendido el maithuna, y después de que se han lanzado al mundo y se han casado… si es que se casan… — Oh, sí, nos casamos — le aseguró Radha. — ¿Siguen practicándolo? — No todos, por supuesto. Pero sí muchos. — ¿Siempre? — Salvo cuando quieren tener un hijo. — Y los que no quieren tener hijos, pero que podrían querer conocer un cambio respecto del maithuna… ¿qué hacen ellos? — Anticonceptivos — repuso Ranga con laconismo. — ¿Y se pueden conseguir anticonceptivos? — ¡Conseguir! Los distribuye el gobierno. Gratuitos… sólo que, es claro, tienen que ser pagados con los impuestos. — El cartero — agregó Radha — entrega una provisión para treinta noches al principio de cada mes. — ¿Y los niños no llegan? — Sólo los que queremos que lleguen. Nadie tiene más de tres, y la mayoría se interrumpe cuando ha tenido dos. — Con el resultado — dijo Ranga, volviendo, con las estadísticas, a su pedantería — de que nuestra población aumenta más o menos en un tercio de uno por ciento anual. En tanto que el crecimiento de Rendang es tan alto como el de Ceilán… casi el tres por ciento. Y el de China es del dos por tiento y el de la India uno coma siete. — …..Estuve en China hace menos de un mes — dijo Will —. ¡Tremendo! Y el año anterior pasé cuatro semanas en la India. Y antes de la India en América Central, que está superando incluso a Rendang y Ceilán. ¿Han estado alguna vez en Rendang-Lobo? Ranga asintió con la cabeza. — Tres días en Rendang — explicó —. Cuando se llega al sexto superior, la visita forma parte del curso avanzado de sociología. Le permiten que uno vea por sí mismo cómo es el Exterior. — ¿Y qué le pareció el Exterior? — inquirió Will. Rana respondió con otra pregunta. — Cuando estuvo en Rendang-Lobo, ¿le enseñaron los barrios bajos? — Por el contrario, hicieron todo lo posible para impedirme Que los conociera. Pero yo les di el esquinazo. Les dio el esquinazo, recordó vívidamente, cuando volvía al hotel, de regreso del espantoso cocktail party realizado en el ministerio de Relaciones Exteriores de Rendang. Habían concurrido todos los que tenían alguna importancia. Todos los dignatarios locales y sus esposas… uniformes y medallas, Dior y esmeraldas. Todos los extranjeros importantes… diplomáticos a carradas, petroleros británicos y norteamericanos, seis miembros de la misión comercial japonesa, una farmacóloga de Leningrado, dos ingenieros polacos, un turista alemán que resultaba ser primo de Krupp von Bohlen, un enigmático armenio que representaba a un importantísimo consorcio financiero de Tánger, y, resplandecientes de triunfo, los catorce técnicos checos que habían llegado con el último embarque de tanques, cañones y ametralladoras de Skoda. — Y estos — se había dicho mientras bajaba los escalones de mármol del ministerio hacia la plaza de la Libertad —, estos son los que gobiernan el mundo. Dos mil novecientos millones a merced de unas veintenas de políticos, unos millares de magnates y generales y prestamistas. Sois el cianuro de la tierra… y el cianuro jamás, nunca jamás, perderá su sabor. Después del brillo de la fiesta, después de las risas y los suculentos aromas de canapés y mujeres perfumadas con Chanel, las callejuelas traseras del flamante palacio de Justicia le parecieron doblemente obscuras y ruidosas, los pobres desdichados que acampaban bajo las palmeras de la avenida Independencia más totalmente abandonados por Dios y el hombre que los sin hogar, que los desesperados millares que había visto durmiendo como cadáveres en las calles de Calcuta. Y pensó en el chiquillo, en el minúsculo esqueleto ventrudo a quien había recogido, magullado y sacudido por la caída desde los hombros de una niña, apenas mayor que él, que lo trasportaba… Lo había recogido y, bajo la dirección de la niña, llevado al sótano sin ventanas que era el hogar para nueve de ellos (había contado las negras cabezas gusanientas). — Mantener,a los niños con vida — dijo —, curar a los enfermos, impedir que las aguas cloacales contaminen el agua potable… Se empieza haciendo cosas evidente e intrínsecamente buenas. ¿Y cómo se termina? Se termina aumentando la carga de la desdicha humana y poniendo en peligro la civilización. Es el tipo de broma pesada cósmica que a Dios parece gustarle de veras. Dedicó a los jóvenes una de sus sonrisas azotadas, feroces. — Dios no tiene nada que ver con eso — replicó Ranga —, y la broma no es cósmica, sino estrictamente fabricada por el hombre. Esas cosas no son como la ley de gravedad o la segunda ley de la termodinámica; no tienen que ocurrir. Suceden sólo cuando la gente es lo bastante estúpida para permitir que sucedan. Aquí en Pala no hemos permitido que ocurran, de modo que no hemos sufrido la broma. Hemos tenido muy buena sanidad durante la mayor parte de un siglo… y sin embargo no estamos apiñados, no somos miserables, no sufrimos una dictadura. Y la razón es muy sencilla: hemos elegido comportarnos en forma sensata y realista. — ¿Cómo pudieron elegir? — preguntó Will. — Las personas adecuadas fueron inteligentes en el momento oportuno — respondió Ranga —. Pero es preciso admitirlo… también tuvieron suerte. En rigor, Pala ha tenido una buena suerte extraordinaria. Tuvo la fortuna, en primer lugar, de no ser colonia de nadie. Rendang posee un magnífico puerto. Eso les granjeó una inversión árabe en la Edad Media. Nosotros no tenemos puerto, por lo cual los árabes nos dejaron en paz, y seguimos siendo budistas o partidarios de Siva… es decir, cuando no somos agnósticos tantristas. — ¿Usted es eso? — inquirió Will —. ¿Un agnóstico tantrista? — Con adornos del Mahayana — aclaró Ranga —. Bien, volviendo a Rendang. Después de los árabes recibió a los portugueses. Nosotros, no. No tenemos puerto, no tuvimos portugueses. Por lo tanto, no tenemos minoría católica, ni tonterías blasfemas sobre que la voluntad de Dios es que la gente debe multiplicarse hasta llegar a la miseria subhumana, ni resistencia organizada contra el control de la natalidad. Y esa no es nuestra única bendición: después de ciento veinte años de los portugueses, Ceilán y Rendang tuvieron la visita de los holandeses. Y después de los holandeses vinieron los ingleses. Nosotros escapamos de ambas infecciones. Nada de holandeses, nada de ingleses, y por lo tanto nada de plantadores, de mano de obra de coolies, de cosechas de exportación, de agotamiento sistemático de nuestro suelo. Y, además, nada de whisky, calvinismo, sífilis, administradores extranjeros. Se nos permitió seguir nuestro propio camino y cargar con la responsabilidad de nuestros asuntos. — Por cierto que tuvieron suerte. — Y además de esa asombrosa buena suerte — continuó Ranga — hubo la asombrosa buena administración de Murugan el Reformador y de Andrew MacPhail. ¿Le habló el doctor Robert sobre su bisabuelo? — Unas pocas palabras. — ¿Le contó lo de la fundación de la Estación Experimental? Will negó con la cabeza. — La Estación Experimental — dijo Ranga — tuvo mucho que ver con nuestra política de población. Todo eso comenzó con el hambre. Antes de llegar a Pala, el doctor Andrew había pasado unos años en Madras. El segundo año que estuvo allí, el monzón no llegó. Las cosechas se agostaron, se secaron los tanques y aun los pozos. Salvo para los ingleses y los ricos, no hubo alimentos. La gente moría como moscas. En las memorias del doctor Andrew hay un famoso pasaje sobre el hambre. Una descripción y luego un comentario. Tuvo que escuchar una cantidad de sermones cuando era niño, y había uno que recordaba en especial mientras trabajaba entre los indios muertos de hambre. «El hombre no puede vivir sólo de pan»; ese era el texto, y el predicador se había mostrado tan elocuente, que muchas personas se convirtieron. «El hombre no puede vivir sólo de pan.» Pero sin pan, se dio cuenta entonces, no hay mente, ni espíritu, ni luz interior, ni Padre Celestial. Sólo hay hambre; sólo hay desesperación, y luego apatía y finalmente muerte. — Otra de esas bromas cósmicas redijo Will —. Y esa fue formulada por el propio Jesús. «A los que tienen les será dado, y a los que no tienen les será arrebatado incluso lo que tienen»… la pura posibilidad de ser humanos. Es la más cruel de las bromas de Dios, y además la más común. He visto cómo se la hacían a millones de hombres y mujeres, millones de niños… en todo el mundo. — Entonces entenderá por qué el hambre produjo una impresión tan indeleble en los pensamientos del doctor Andrew. Se sintió decidido, lo mismo que su amigo el raja, a que por lo menos en Pala hubiese siempre pan. De ahí la decisión de ambos, de instalar la Estación Experimental. Rothamsted de los trópicos fue un gran éxito. En pocos años teníamos nuevas cepas de arroz, maíz, mijo y árbol del pan. Teníamos mejores razas de vacas y gallinas. Mejores maneras de cultivar y fertilizar; y en la década del cincuenta construimos la primera fábrica de superfosfatos que existe al este de Berlín. Gracias a todas estas cosas la gente comía mejor, vivía más. perdía menos hijos. Diez años después de la fundación de Rothamsted de los trópicos, el raja realizó un censo. La población se había mantenido estable, más o menos, durante un siglo. Y entonces comenzó a crecer. En cincuenta o sesenta años, previo el doctor Andrew, Pala se trasformaría en el tipo de conglomerado de hirvientes barrios bajos que hoy es Rendang. ¿Qué se podía hacer? El doctor Andrew había leído a Malthus. «La producción de alimentos aumenta en progresión aritmética; la población aumenta en progresión geométrica. El hombre sólo tiene una alternativa: o dejar las cosas en manos de la naturaleza, ene solucionará el problema de la población en la vieja forma familiar, por el hambre, las plagas y la guerra; o (no olvidemos que Malthus era un sacerdote) contener el aumento de su número por medio del freno moral. — Fr-reno Mor-ral — repitió, la pequeña enfermera, haciendo resonar las enes en la parodia indonesa de un religioso escocés —. ¡Fr-reno mor-ral! De paso — agregó —, el doctor Andrew acababa de casarse con la sobrina del raja, de dieciséis años de edad. — Y ese — continuó Ranga — era otro motivo para revisar a Malthus. Hambre de este lado, freno del otro. Sin duda tenía que haber un camino mejor, más dichoso, más humano, entre los cuernos del dilema malthusiano. Y por supuesto que ese camino existía, incluso entonces, aún antes de la época del caucho y los espermicidas. Estaban las esponjas, el jabón, los preservativos hechos con todos los materiales impermeables, desde la seda impermeabilizada hasta el intestino ciego de la oveja. Toda la panoplia del Paleocontrol de la Natalidad. — ¿Y cómo reaccionaron el raja y sus súbditos ante el Paleocontrol de la Natalidad? ¿Con horror? — En modo alguno. Eran todos buenos budistas, y todo buen budista sabe que engendrar no es otra cosa que un asesinato postergado. Haga lo posible por salirse de la Rueda del Nacimiento y la Muerte, y por lo que más quiera, no lleve víctimas superfluas a la Rueda. Para un buen budista, el control de la natalidad tiene sentido metafísico. Y para una comunidad aldeana de plantadores de arroz, tiene sentido económico y social. Tiene que haber suficientes jóvenes para trabajar en los campos y mantener a los ancianos y a los pequeños. Pero no pueden ser demasiados, porque entonces ni los ancianos, ni los trabajadores, ni sus hijos, tendrán lo bastante que comer. En los tiempos antiguos las parejas debían tener seis hijos a fin de poder criar dos o tres. Luego vino el agua limpia y la Estación Experimental. Los antiguos esquemas de procreación habían dejado de ser sensatos. La única objeción al Paleocontrol de Natalidad era su tosquedad. Pero por fortuna existía una alternativa más estética. El raja era un iniciado del tantrísmo y había aprendido el yoga del amor. Se le habló al doctor Andrew sobre el maithuna y, como era un hombre de ciencia, consintió en probarlo. Se les proporcionó la necesaria instrucción a él y a su joven esposa. — ¿Con qué resultados? — Entusiasta aprobación. — Eso es lo que todos sienten al respecto — dijo Radha. — ¡Vamos, vamos, nada de tan amplias generalizaciones! Algunas personas opinan de ese modo, otras no. El doctor Andrew fue uno de los entusiastas. Todo el asunto fue discutido en detalle. A la postre decidieron que los anticonceptivos serían como la educación: gratuitos, pagados con los impuestos y, aunque no obligatorios, tan universales como resultara posible. Para los que sentían la necesidad de algo más refinado, habría instrucción en el yoga del amor. — ¿Quiere decir que se salieron con la suya? — En realidad no era tan difícil. El maithuna es ortodoxo. A la gente no se le pedía que hiciese nada contrario a su religión. Por el contrario, se le concedía una muy halagüeña oportunidad de unirse a los elegidos aprendiendo algo esotérico. — Y no olvide lo más importante de todo — intervino la pequeña enfermera —. Para las mujeres, para todas las mujeres, y no me importa lo que digas sobre las generalizaciones demasiado amplias, el yoga del amor representa la perfección, equivale a ser trasformadas y sacadas fuera de sí y completadas. — Hubo un breve silencio. — Y ahora — continuó, en otro tono, más vivaz — tenemos que dejarlo para que haga su siesta. — Antes de que se vayan — dijo Will — me gustaría escribir una carta. Una breve nota a mi patrón diciéndole que estoy vivo y que no corro peligro inmediato de ser comido por los nativos. Radha fue al estudio del doctor Robert y regresó con papel, lápiz y un sobre. «Veni, vidi — garabateó Will —. Naufragué, conocí a la rani y a su colaborador de Rendang, quien insinúa que puede entregar la mercancía a cambio de una baksheesh del tenor (fue muy específico en ese sentido) de veinte mil libras. ¿Debo negociar sobre esa base? Si me cablegrafía Articulo propuesto OK, seguiré adelante. Si El artículo no tiene prisa, abandonaré el asunto. Dígale a mi madre que estoy bien y que pronto le escribiré.» — Ya está — dijo mientras entregaba a Ranga el sobre cerrado y con la dirección puesta —. ¿Puedo pedirle que me compre un sello y que la envíe a tiempo para el avión de mañana? — Sin demora — prometió el joven. Mientras los miraba irse, Will experimentó un remordimiento de conciencia. ¡Qué jóvenes encantadores! Y ahí estaba él, conspirando con Bahu y con lis fuerzas de la historia, para subvertir el mundo de ellos. Se consoló con el pensamiento de que si no lo hacía él lo haría algún otro. Y aunque Joe Aldehyde obtuviese su concesión, podrían seguir haciéndose el amor en el estilo en que estaban acostumbrados. ¿O no? Desde la puerta, la pequeña enfermera se volvió para decir una última palabra. — Nada de lecturas ahora — le dijo, amenazándolo con un dedo —. Duérmase. — Nunca duermo durante el día — le aseguró Will con cierta perversa satisfacción. VII Jamás había podido dormir durante el día; pero como debía mirar el reloj, eran las cuatro y veinticinco, y se sentía maravillosamente descansado. Tomó las Notas sobre qué es qué, y reanudó su lectura interrumpida. Danos hoy nuestra Fe cotidiana, mas líbranos, querido Dios, de la Creencia. Hasta allí había llegado esta mañana, y ahora comenzaba una nueva sección, la quinta. Yo como creo que soy y yo como soy en realidad; en otras palabras, la pena y el final de la pena. Una tercera parte, más o menos, de toda la pena que la persona que creo ser debe soportar, es inevitable. Es la pena inherente a la condición humana, el precio que debemos pagar por ser organismos sensibles y conscientes de sí mismos, aspirantes a la liberación, pero sometidos a las leyes de la naturaleza, y sometidos a la orden de continuar marchando, a través del tiempo irreversible, a través de un mundo absolutamente indiferente a nuestro bienestar hacia la decrepitud y la certidumbre de la muerte. Los dos tercios restantes de toda la pena son caseros y, por lo que se refiere al universo, innecesarios. Will volvió la página. Una hoja de papel de carta cayó flotando sobre la cama. La recogió y le echó una mirada. Veinte líneas de pequeña escritura clara, y al final de la página las iniciales S.M. Evidentemente no se trataba de una carta; un poema, y por lo tanto de propiedad pública. Leyó: En algún lugar, entre el silencio bruto y los mil trescientos sermones del domingo pasado; en algún lugar entre Calvino sobre Cristo (¡Dios nos ampare!) y los lagartos; en algún lugar entre ver y hablar, en algún lugar entre nuestra sucia y grasienta circulación de palabras y la primera estrella, las grandes mariposas que aletean entre los fantasmas de las flores, se encuentra el claro lugar dónde yo, ya no yo, recuerdo sin embargo la nocturna sabiduría del amor de la otra costa y, escuchando el viento, recuerdo también aquella otra noche, la primera de la viudez, insomne, con la muerte a mi lado en la obscuridad. ¡Mía, mía, toda mía, mía inevitablemente! Pero yo ya no soy yo; en este claro lugar entre mi pensamiento y el silencio veo todo lo que tuve y perdí, angustias y alegrías, brillantes como gencianas entre el césped alpino, azules, imposesas y abiertas. «Como gencianas» repitió Will para sí, y pensó en esas vacaciones estivales en Suiza, cuando tenía doce años; pensó en los prados, muy arriba de Grindelwald, con sus flores desconocidas y maravillosas mariposas no inglesas; pensó en el cielo azul obscuro y en el sol, y en las gigantescas montañas relucientes del otro lado del valle. Y lo único que su padre pudo decir era que parecía un anuncio de chocolate de leche de Nestlé. «Ni siquiera verdadero chocolate — había insistido con una nota de disgusto —: chocolate de leche.» Después de lo cual hubo un irónico comentario sobre la acuarela que pintaba su madre… tan mal pintada (¡pobrecita!) pero con cuidado tan amoroso y concienzudo. «El anuncio de chocolate de leche que Nestlé rechazó.» Y ahora le tocaba a él. «En lugar de estar cabizbajo, con la boca abierta, como el idiota de la aldea, ¿por qué no haces algo inteligente alguna vez? Trabaja un poco con tu gramática alemana, por ejemplo.» E introduciendo la mano en la mochila había extraído, de entre los huevos duros y los sandwiches, el aborrecido librito color castaño. ¡Qué hombre detestable! Y sin embargo, si Susila tenía razón, debería ser posible verlo ahora, después de todos esos años, resplandeciente como una genciana — Will volvió a mirar la última línea del poema — «azul, imposesa y abierta». — Bien… — dijo una voz familiar. Se volvió hacia la puerta. — Hablando del diablo — dijo —. O más bien leyendo lo que el diablo ha escrito. — Y levantó la hoja de papel de carta para que ella la inspeccionase. Susila le echó una mirada. — Oh, eso — dijo —. Si las buenas intenciones fuesen suficientes para hacer buena poesía… — suspiró y meneó la cabeza. — Estaba tratando de imaginarme a mi padre como a una genciana — continuó él —. Pero lo único que consigo ver es la persistente imagen de una enorme bola de excremento. — Incluso las bolas de excremento — aseguró ella — pueden ser vistas como gencianas. — Pero sólo, supongo, en el lugar acerca del cual escribía usted… el claro lugar entre el pensamiento y el silencio. Susila asintió. — ¿Cómo se llega allí? — No se llega. El lugar viene a uno. O más bien el lugar está realmente aquí. — Habla usted como la pequeña Radha — se quejó él —. Repite de memoria lo que el Viejo Raja dice al principio de este libro. — Si lo repetimos — afirmó ella —, es porque es la verdad. Si no lo repitiésemos, estaríamos haciendo caso omiso de los hechos. — ¿Los hechos de quién? — inquirió él —. Por cierto que no los míos. — No por el momento — convino ella —. Pero si hiciese las cosas que el Viejo Raja recomienda podrían ser también los suyos. — ¿Tuvo usted alguna vez problemas con sus padres? — preguntó él luego de un breve silencio —. ¿O siempre pudo ver las bolas de excremento como gencianas? — A esa edad, no — respondió ella —. Los niños tienen que ser dualistas maniqueos. Es el precio que todos debemos pagar por aprender los rudimentos de conversión en seres humanos. El ver el excremento como gencianas, o más bien el ver las gencianas y el excremento como Gencianas, con G mayúscula… esta es una hazaña posterior a la graduación. — ¿Qué hacía usted, entonces, con sus padres? ¿Sonreía y soportaba lo insoportable? ¿O es que su padre y su madre eran soportables? — Soportables por separado — repuso ella —. En especial mi padre. Pero en todo sentido insoportables juntos… insoportables porque no se soportaban el uno al otro. Una mujer vivaz, alegre, amante de la vida al aire libre, casada con un hombre tan irremediablemente introvertido, que ella lo irritaba continuamente…. incluso, sospecho, en la cama. Jamás dejó de mostrarse comunicativa, y él jamás empezó a serlo. Con el resultado de que a mi padre le parecía que ella era somera e insincera, en tanto que ella creía que él no tenía corazón, que era despectivo y carecía de sentimientos humanos normales. — Cualquiera habría supuesto que ustedes tienen la suficiente sensatez como para no meterse en ese tipo de trampa. — La tenemos — le aseguró ella —. A los jóvenes y a las muchachas se les enseña específicamente qué deben esperar de las personas cuyo temperamento y físico son muy distintos de los propios. Por desgracia, a menudo sucede que las lecciones parecen no tener mucho efecto. Para no mencionar el hecho de que en algunos casos la distancia psicológica entre las personas involucradas es demasiado grande como para ser franqueada. De cualquier manera, sigue en pie el hecho de que mi padre y mi madre jamás lograron solucionar ese problema. Se habían enamorado el uno del otro… Dios sabe por qué. Pero cuando tuvieron que estar cerca el uno de la otra, ella descubrió que era constantemente herida por la inaccesibilidad de él, en tanto que la afabilidad carente de inhibiciones de ella hacía que él casi se encogiera de turbación y disgusto. Mis simpatías estaban siempre de parte de mi padre. En el plano físico y temperamental le soy muy afín, no me parezco en modo alguno a mi madre. Recuerdo, incluso cuando era muy pequeña, cómo solía apartarme de la exuberancia de ella. Era como una permanente invasión de la intimidad de uno. Y sigue siéndolo. — ¿Tiene que verla muy a menudo? — Muy poco. Tiene sus propias ocupaciones y sus propios amigos. En nuestra parte del mundo, «madre» es estrictamente el nombre de una función. Cuando la función ha sido debidamente cumplida, el título desaparece; el ex hijo y la mujer que podía ser denominada «madre» establecen un nuevo tipo de relaciones. Si se entienden bien, continúan viéndose a menudo. Si no, se separan. Nadie espera de ellos que se aferren el uno al otro, y ese aferrarse no es un equivalente del amor… no es considerado como algo particularmente digno de mérito. — Por lo tanto, ahora todo está bien. ¿Pero y entonces? ¿Qué sucedía cuando usted era una niña, cuando crecía entre dos personas que no podían franquear el abismo que las separaba? Yo sé lo que quiere decir eso… el cuento de hadas que termina al revés: «Y vivieron desdichados por siempre jamás.» — Y no me cabe duda alguna — dijo Susila — de que si no hubiésemos nacido en Pala, habríamos vivido desdichados por siempre jamás. Pero en realidad nos las arreglamos, teniéndolo todo en cuenta, notablemente bien. — ¿Cómo se las arregló para hacer eso? — No nos las arreglamos; nos fue arreglado. ¿Ha leído lo que dice el Viejo Raja acerca de librarse de los dos tercios de pena casera y gratuita? Will asintió. — Estaba leyéndolo cuando usted entró. — Bien, en los viejos tiempos malos — continuó ella —, las familias palanesas podían ser tan victimarias, tan productoras de tiranos y creadoras de embusteros como pueden serlo hoy las de ustedes. En rigor, eran tan espantosas, que el doctor Andrew y el Raja de la Reforma decidieron que era preciso hacer algo en este sentido. La ética budista y el comunismo primitivo de aldea se utilizaron hábilmente para servir a los fines de la razón, y en una sola generación todo el sistema de familia se modificó en forma radical. — Vaciló durante un instante. — Permítame que explique — continuó —, en términos de mi propio caso particular… el caso de una hija única de dos personas que no podían entenderse y que estaban siempre en pugna o riñendo. En los tiempos antiguos, una niña criada en ese ambiente habría terminado siendo una ruina, una rebelde, o una conformista resignada e hipócrita. Con las nuevas reformas, no tenía que sufrir innecesariamente, no me convertí en una ruina ni me vi obligada a rebelarme ni a resignarme. ¿Por qué? Porque desde el momento en que pude hacer pinitos, me vi libre para huir. — ¿Para huir? — repitió él —. ¿Para huir? — Parecía demasiado bueno para ser cierto. — La fuga — explicó ella — está incorporada al nuevo sistema. Cuando el Hogar Dulce Hogar paterno se torna demasiado insoportable, se permite al niño, se le estimula activamente, y todo el peso de la opinión pública respalda ese estímulo, a emigrar a uno de sus otros hogares. — ¿Cuántos hogares tiene un niño palanés? — Más o menos unos veinte, término medio. — ¿Veinte? ¡Dios mío! — Todos pertenecemos — explicó Susila — a un CAM: un Club de Adopción Mutua. Todos los CAM están compuestos por quince a veinticinco parejas. Novios y novias recién elegidos, veteranos con niños en crecimiento, abuelos y bisabuelos… todos los miembros del club se adoptan entre sí. Aparte de nuestras propias relaciones consanguíneas, tenemos nuestra cuota de madres, padres, tíos y tías por delegación, hermanos y hermanas por delegación, hijos pequeños y adolescentes por delegación. Will meneó la cabeza. — Constituyen veinte familias donde antes sólo existía una. — Pero lo que antes existía era su tipo de familia. Las veinte son todas de nuestro tipo. — Y como si leyera instrucciones de un libro de cocina, continuó —: «Tómese un esclavo asalariado sexualmente inepto, una mujer insatisfecha, dos o (si se prefiere) tres pequeños adictos a la televisión, hágase un encurtido con una mezcla de freudismo y cristianismo diluido; luego envásese herméticamente en un departamento de cuatro habitaciones y cocínese durante quince años en el jugo.» Nuestra receta es más bien distinta. «Tómese veinte parejas sexualmente satisfechas, con sus descendientes; agréguese ciencia, intuición y humorismo en cantidades iguales; embébase en budismo tántrico, y hiérvase indefinidamente en una olla abierta, al aire libre, sobre una viva llama de afecto.» — ¿Y qué surge de esa olla abierta? — preguntó él. — Un tipo completamente distinto de familia. No excluyente, como las familias de ustedes, y no predestinada, no compulsiva: Una familia incluyente, impredestinada y voluntaria. Veinte parejas de padres y madres, ocho o nueve ex padres y madres, y cuarenta o cincuenta niños de todas las edades. — ¿La gente se queda toda la vida en el mismo club de adopción? — Por supuesto que no. Los niños crecidos no adoptan sus propios padres o sus propios hermanos. Adoptan otro grupo de mayores, un diferente grupo de pares y dé menores. Y los miembros del club los adoptan a ellos y, a su debido tiempo, a los hijos de ellos. La hibridación de microcultivos: así llaman nuestros sociólogos a ese proceso. Es benéfico, en su nivel, como la hibridación de las diferentes cepas de maíz o gallinas. Se producen relaciones más saludables en grupos más responsables, simpatías más amplias y comprensiones más profundas. Y las simpatías y las comprensiones son para todos los integrantes de los CAM, desde los niños pequeños hasta los centenarios. — ¿Centenarios? ¿Cuál es el promedio de vida de ustedes? — Uno o dos años más que el de ustedes — replicó ella —. El diez por ciento de nosotros llegamos a más de sesenta y cinco años. Los ancianos reciben pensiones, si no pueden ganarse la vida. Pero es evidente que las pensiones no bastan. Necesitan hacer algo útil y estimulante; necesitan personas a quienes puedan cuidar y que las quieran a su vez. Los CAM llenan esas necesidades. — Todo esto — declaró Will — se parece sospechosamente a la propaganda de una de las nuevas comunas chinas. — Nada — le aseguró ella — podría parecerse menos a una comuna que un CAM. Un CAM no es dirigido por el gobierno, sino por sus miembros. Y no somos militaristas. No nos interesa crear buenos miembros del partido; sólo nos interesa crear buenos seres humanos. No inculcamos dogmas. Y por último, no alejamos a los niños de sus padres; por el contrario, les concedemos otros padres, y a los padres otros hijos. Eso significa que incluso en el cuarto de los niños gozamos de cierto grado de libertad; y nuestra libertad aumenta a medida que crecemos, y podemos encarar una gama más amplia de experiencias y adoptar mayores responsabilidades. En tanto que en China no existe libertad alguna. Los niños son entregados a domesticadores oficiales, cuya ocupación consiste en convertirlos en obedientes sirvientes del Estado. Las cosas son bastante mejores en la parte del mundo de donde proviene usted; mejores, pero aun así bastante malas. Ustedes pueden eludir a los domesticadores de niños designados por el Estado, pero la sociedad los condena a trascurrir la infancia en una familia excluyente, con un solo grupo de hermanos menores y padres. Les son endosados por predestinación hereditaria. No pueden librarse de ellos, no pueden tomarse vacaciones de ellos, no pueden ir a ninguna parte para cambiar de ambiente moral y psicológico. Es libertad, si así le parece; pero libertad en una cabina telefónica. — Encerrado — agregó Will — (y ahora pienso en mí) con un bravucón despectivo, una mártir cristiana y una chiquilla que había sido aterrorizada por el bravucón y extorsionada por la mártir, que apelaba a sus buenos sentimientos, hasta llevarla a un estado de estremecida imbecilidad. Ese fue el hogar del cual, hasta que tuve catorce años y mi tía Mary se mudó a la casa de al lado, jamás pude escapar. — Y sus desdichados padres jamás pudieron escapar de usted. — Eso no es del todo cierto. Mi padre solía fugarse por medio del coñac, y mi madre por medio de su anglicanismo. Yo tuve que cumplir mi sentencia sin el menor atenuante. Catorce años de esclavitud familiar. ¡Cómo la envidio! ¡Libre como un pájaro! — ¡No tanto lirismo! Libre, digamos, como un ser humano en desarrollo, libre como una futura mujer… pero no más libre que eso. La Adopción Mutua garantiza a los niños contra la injusticia y las peores consecuencias de la ineptitud paternal. No los garantiza contra la disciplina, o contra el hecho de tener que aceptar responsabilidades. Por el contrario, aumenta el número de sus responsabilidades; los expone a una amplia variedad de disciplinas. En las familias exduyentes y predestinadas de ustedes, los niños, como dice, cumplen un largo encarcelamiento bajo un solo grupo de carceleros paternales. Claro está que esos carceleros paternales pueden ser buenos, sabios e inteligentes. En ese caso, los pequeños prisioneros surgirán mis o menos indemnes. Pero en rigor de verdad la mayoría de los carceleros no son notablemente buenos, sabios o inteligentes. En general, lo más probable es que tengan buenas intenciones, pero sean estúpidos, o que no tengan buenas intenciones y sean frívolos, o bien neuróticos, o, en ocasiones, lisa y llanamente malévolos o francamente insanos. Por lo tanto, ¡Dios se apiade de los jóvenes convictos entregados por la ley, las costumbres y la religión a los tiernos cuidados de ellos! Pero ahora considere lo que sucede en una familia amplia, incluyente, voluntaria. Nada de cabinas telefónicas, nada de carceleros predestinados. Aquí los niños crecen en un mundo que es un modelo funcional de la sociedad en general, una versión en pequeña escala, pero exacta, del ambiente en el cual tendrán que vivir cuando crezcan. «Santo», «saludable», «íntegro»[1 - Por supuesto, provienen de la misma raíz en inglés (holy, healthy, whole), no en castellano. (N. del T.)]: todas estas palabras provienen de la misma raíz y tienen diferentes matices del mismo significado. Etimológicamente y en los hechos nuestro tipo de familia, el tipo incluyente y voluntario, es la auténtica familia santa. La de ustedes es la familia no santa. — Amén — dijo Will, y volvió a pensar en su propia infancia, y pensó también en el pobre y pequeño Murugan en las garras de la rani —. ¿Qué sucede — inquirió luego de una pausa — cuando los niños emigran de uno a otro de sus hogares? ¿Cuánto tiempo permanecen allí? — Depende. Cuando mis hijos se cansan de mí, pocas veces se quedan fuera de casa más de uno o dos días. Eso se debe a que, en lo fundamental, son muy dichosos en el hogar. Yo no lo fui, y por lo tanto cuando yo me fui, me quedé a veces durante todo un mes fuera de mi casa. — ¿Y sus padres por delegación la defendieron contra sus verdaderos padres? — No se trata de hacer nada contra nadie. Lo único que se respalda es la inteligencia y los buenos sentimientos, y a lo único que nos oponemos es a la desdicha y sus causas inevitables. Si un niño se siente desdichado en su primer hogar, hacemos todo lo posible para solucionarle el problema en quince o veinte segundos hogares. Entre tanto el padre y la madre son objeto de una discreta terapéutica por parte de los otros miembros de su Club de Adopción Mutua. Al cabo de unas pocas semanas los padres están en condiciones de reunirse a sus hijos, y éstos a sus padres. Pero no debe pensar — agregó — que sólo cuando se encuentran en dificultades recurren los niños a sus padres y abuelos por delegación. Lo hacen continuamente, cada vez que sienten la necesidad de un cambio o de algún tipo de nueva experiencia. Y no se trata de un torbellino social. Dondequiera que vayan, como hijos por delegación, tienen sus responsabilidades así como sus derechos: por ejemplo, lavar al perro, limpiar las jaulas de los pájaros, cuidar al niño pequeño mientras la madre hace otra cosa. Deberes lo mismo que privilegios… pero no en una de las cabinas telefónicas de ustedes, asfixiantes y diminutas. Deberes y privilegios en una familia grande, abierta, no predestinada, incluyente, donde están representadas las siete edades del hombre y una decena de distintas habilidades y talentos, y en las cuales los niños gozan de las experiencias de todas las cosas importantes y significativas que los seres humanos hacen y sufren: trabajan, juegan, aman, envejecen, enferman, mueren… — Guardó silencio, pensando en Dugald y en la madre de Dugald; luego, cambiando deliberadamente el tono continuó —: ¿Pero qué hay de usted? He estado tan atareada hablando acerca de las familias que ni siquiera le pregunté cómo se siente. Por cierto que tiene un aspecto mucho mejor que cuando lo vi la última vez. — Gracias al doctor MacPhail. Y también gracias a alguien que, sospecho, practica la medicina sin licencia. ¿Qué me hizo ayer por la tarde? Susila sonrió. — Lo hizo usted mismo — le aseguró —. Yo no hice más que oprimir los botones. — ¿Qué botones? — Los botones de la memoria, los de la imaginación. — ¿Y eso fue suficiente para hundirme en un trance hipnótico? — Si quiere llamarlo así… — ¿De qué otro modo se lo puede llamar? — ¿Por qué llamarlo de alguna manera? Los nombres son peticiones de principio. ¿Por qué no conformarse sólo con saber que sucedió? — ¿Pero qué sucedió? — Bien, por empezar, establecimos cierto tipo de contacto, ¿no es verdad? — Por cierto que sí — convino él —. Y sin embargo no creo que yo la haya mirado siquiera. Ahora la miraba… la miraba, y se preguntaba, mientras la contemplaba, quién sería en verdad esa extraña y pequeña criatura, qué había detrás de la suave máscara grave de ese rostro, qué veían los obscuros ojos que le devolvían su escudriñamiento, en qué pensaba. — ¿Cómo podía mirarme? — dijo ella —. Había partido en sus vacaciones. — ¿O me empujaron a tomármelas? — ¿Empujado? No. — Meneó la cabeza. — Digamos que lo despedimos, que lo ayudamos a irse. — Hubo un momento de silencio. — ¿Alguna vez — continuó ella — trató de trabajar con un niño rondando en su derredor? Will pensó en el vecinito que se había ofrecido a ayudarle a pintar los muebles del comedor, y rió ante el recuerdo de su exasperación. — ¡Pobre pequeño queridito! — prosiguió ella —. Tiene tan buenas intenciones, se muestra tan ansioso de ayudar… — Pero la pintura cae sobre la alfombra, las impresiones digitales manchan todas las paredes… — De modo que a la postre tiene que librarse de él. ¡«Vete, chiquillo! ¡Vé a jugar al jardín!» Hubo un silencio. — ¿Y bien? — interrogó él al cabo. — ¿No se da cuenta? Will meneó negativamente la cabeza. — ¿Qué sucede cuando está enfermo, cuando ha sido herido? ¿Quién repara el daño? ¿Quién cura las heridas y elimina la infección? ¿Usted? — ¿Y quién, si no? — ¿Usted? — insistió ella —. ¿Usted? ¡La persona que siente el dolor y se preocupa y piensa sobre el pecado y el dinero y el futuro! ¿Usted es capaz de hacer lo que es preciso? — Oh, ya veo a qué se refiere. — ¡Por fin! — se burló ella. — Me envía a mí a jugar en el jardín para que los mayores puedan hacer su trabajo tranquilos. ¿Pero quiénes son los mayores? — No me pregunte a mí — repuso ella —. Esa es una pregunta para un neuroteólogo. — ¿Qué quiere decir eso? — preguntó él. — Quiere decir precisamente lo que dice. Alguien que piensa en la gente, simultáneamente en términos de la Clara Luz del Vacío y del sistema nervioso vegetativo. Los mayores son una mezcla de Mentalidad y fisiología. — ¿Y los niños? — Los niños son los pequeños que creen saber más que los mayores. — Y por lo tanto es preciso decirles que vayan a jugar. — Exactamente. — El tipo de tratamiento de usted, ¿es un procedimiento normal en Pala? — preguntó él. — Procedimiento normal — aseguró ella—" En la parte del mundo de usted los médicos se libran de los niños envenenándolos con barbitúricos. Nosotros los curamos hablándoles sobre catedrales y grajos. — Su voz se había modulado hasta convertirse en un canto. — Sobre blancas nubes que flotan en el cielo, blancos cisnes que flotan en la obscuridad, en el obscuro, suave, irresistible río de la vida… — ¡Vamos, vamos — protestó él —, nada de eso! Una sonrisa iluminó el grave rostro moreno, y Susila rompió a reír. Will la miró con asombro. Ahí, de pronto, había una persona distinta, otra Susila MacPhail, alegre, traviesa, irónica. — Conozco sus triquiñuelas — agregó él, incorporándose a la risa. — ¿Triquiñuelas? — Aún riendo, meneó la cabeza. — No hacía más que explicarle cómo lo hice. — Sé exactamente cómo lo hizo. Y sé también cómo funciona. Lo que es más, le doy permiso para volver a hacerlo… cada vez que sea necesario. — Si quiere — dijo ella con más seriedad —, le enseñaré cómo oprimir sus propios botones. Lo enseñamos en todas las escuelas elementales. Lectura, escritura, aritmética y, además, A.D. rudimentaria. — ¿Qué es eso? — Autodeterminación. Alias Control del Destino. — ¿Control del Destino? — Will enarcó las cejas. — No, no — le aseguró ella —, no somos tan tontos como usted parece creer. Sabemos muy bien que sólo una parte de nuestro destino es controlable. — ¿Y se lo controla oprimiendo uno sus propios botones? — Oprimiendo los propios botones y luego imaginando lo que queremos que suceda. — ¿Pero sucede? — En muchos casos, sí. — ¡Sencillísimo! — Había una nota de ironía en su voz. — Maravillosamente sencillo — convino ella —. Y sin embargo, por lo que sé, somos las únicas personas que enseñamos sistemáticamente el A.D. a sus hijos. Ustedes no hacen más que decirles lo que se supone que deben hacer y dejan las cosas tal como están. Lo único que hacen es ofrecerles disertaciones estimulantes y castigos. Pura y simple idiotez. — Idiotez pura y sin aditamentos — admitió él, y recordó a Mr. Crabbe, el director de su escuela, hablando sobre el tema de la masturbación; recordó las palizas y los sermones semanales, y el Servicio de Conminación en el Miércoles de Ceniza. «Maldito el que peca con la esposa de su vecino. Amén.» — Si sus niños toman la idiotez en serio, crecen y se convierten en miserables pecadores. Y si no la toman en serio, crecen y se convierten en miserables cínicos. Y si reaccionan del cinismo desdichado, lo más probable es que se conviertan en papistas o marxistas. No es extraño que tengan ustedes esos millares de cárceles e iglesias y células comunistas. — En tanto que en Pala, supongo, tienen ustedes muy pocas. Susila meneó la cabeza. — Aquí no hay ningún Alcatraz — dijo —. No hay un Billy Graham, ni un Mao Tse-tung, ni Madonas de Fátima. No hay infiernos en la tierra, ni pasteles cristianos en el cielo, ni pasteles comunistas en el siglo XXII. Nada más que hombres y mujeres con sus hijos, tratando de aprovechar lo mejor posible ahora y aquí, en lugar de vivir en ninguna otra parte, como lo hace la mayoría de ustedes, en algún otro tiempo, en algún otro universo imaginario de habitación casera. Y en realidad no tienen la culpa. Están casi obligados a vivir como viven, debido a que el presente es tan frustrador. Y es frustrador porque jamás se les ha enseñado a franquear la brecha existente entre la teoría y la práctica, entre sus resoluciones de Año Nuevo y su conducta real. — «Porque el bien que querría hacer — citó él —, no lo hago; y el mal que no quiero hacer, lo hago.» — ¿Quién dijo eso? — El hombre que inventó el cristianismo: San Pablo. — Ya ve — dijo ella —, los ideales más elevados posibles, y ningún método para realizarlos. — Salvo el método sobrenatural de hacer que los realice Algún Otro. Echando hacia atrás la cabeza, Will rompió a cantar. Hay una fuente llena de sangre, sacada de las venas de Emanuel, y los pecadores que se sumergen bajo este torrente quedan purificados de todas sus manchas. Susila se había cubierto los oídos con sus manos. — Es realmente obsceno — dijo. — El himno favorito del director de mi escuela — explicó Will —. Solíamos cantarlo una vez por semana, durante todo el tiempo que pasé en la escuela. — ¡Gracias a Dios — exclamó ella — que jamás hubo sangre alguna en el budismo! Gautama vivió hasta los ochenta años y murió por ser demasiado cortés para rechazar malos alimentos. La muerte violenta siempre parece exigir más muerte violenta. «Si no quieres creer que serás redimido por la sangre de mi redentor, te ahogaré en la tuya propia.» El año pasado seguí un curso en Shivapuram, de historia del cristianismo. — Susila se estremeció ante el recuerdo. — ¡Qué horror! Y todo porque ese pobre hombre ignorante no supo cómo llevar a la práctica sus buenas intenciones. — Y la mayoría de nosotros — dijo Will — seguimos en el mismo viejo bote. El mal que no queremos hacer, lo hacemos. ¡Y de qué manera! Reaccionando imperdonablemente ante lo imperdonable, Will Farnaby lanzó una carcajada burlona. Rió porque había visto la bondad de Molly, y luego, con los ojos abiertos, había elegido la alcoba rosada y, con ella, la desdicha de Molly, la muerte de Molly, su propia y corrosiva sensación de culpabilidad y luego el dolor, desmesuradamente desproporcionado en relación con su causa baja y en esencia farsesca, el dolor torturante que experimentó cuando Babs, a su debido tiempo, hizo lo que cualquier tonto habría sabido que haría inevitablemente: lo expulsó de su paraíso infernal iluminado por la ginebra, y tomó otro amante. — ¿Qué ocurre? — preguntó Susila. — Nada. ¿Por qué lo pregunta? — Porque no es usted muy competente para ocultar sus sentimientos. Está pensando en algo que lo hizo desdichado. — Tiene usted una mirada muy penetrante — replicó Will, y apartó la vista. Hubo un largo silencio. ¿Debía decírselo? ¿Debía hablarle acerca de Babs, sobre la pobre Molly, sobre sí mismo, hablarle de todas las cosas penosas e insensatas que jamás, ni siquiera cuando estaba ebrio, le había contado siquiera a sus más antiguos amigos? Los antiguos amigos sabían demasiado acerca de uno, demasiado acerca de las otras personas involucradas en el problema, demasiado acerca del grotesco y complicado juego que (como un caballero inglés que era también un bohemio, y también un poeta en cierne y también — por pura desesperación, porque sabía que jamás sería un buen poeta — un periodista empedernido y el agente privado, muy bien pago, de un hombre rico a quien despreciaba) siempre jugaba tan complicadamente. No, los antiguos amigos no sirven para eso. Pero de esta pequeña y morena extranjera, de esta desconocida a quien ya debía tanto y con quien, aunque no sabía nada de ella, tenía tanta intimidad, no surgirían conclusiones prefabricadas ni sucios ex parte; de ella surgiría, quizá, se sorprendió abrigando esa esperanza (¡él que se había adiestrado el no abrigar jamás ninguna!), algún esclarecimiento inesperado, alguna ayuda positiva y práctica. (Y, Dios lo sabía, necesitaba ayuda… aunque Dios también sabía demasiado bien que jamás lo diría, que jamás descendería tanto como para pedirla.) Como un muecín en su minarete, uno de los pájaros parlantes comenzó a gritar desde la elevada palmera que se erguía más allá de los árboles de mango: «Aquí y ahora, muchachos. Aquí y ahora, muchachos.» Will decidió zambullirse, pero hacerlo en forma indirecta… hablando primero, no de sus problemas, sino de los de ella. Sin mirar a Susila (porque eso, le pareció, sería indecente), comenzó a hablar. — El doctor MacPhail me dijo algo acerca de… acerca de lo que le sucedió a su esposo. Las palabras clavaron una espada en el corazón de ella; pero eso era de esperar, eso era correcto e inevitable. — El próximo miércoles se cumplirán cuatro meses — dijo. Y luego, meditativamente, continuó, después de un pequeño silencio —: Dos personas, dos individuos separados… pero juntos constituyen algo así como una nueva creación. Y de pronto la mitad de esta nueva criatura es amputada; pero la otra mitad no muere… no puede morir, no debe morir. — ¿No debe morir? — Por tantas razones: los hijos, una misma, toda la naturaleza de las cosas. Pero ni hace falta decir — agregó con una sonrisita que no hacía más que acentuar la tristeza de sus ojos —, no hace falta decir que las razones no aminoran el golpe de la amputación, ni hacen que las consecuencias posteriores sean más soportables. Lo único que ayuda es lo que estábamos diciendo hace un momento… el Control del Destino. Y aun eso… — meneó la cabeza: —. El CD puede proporcionarle un parto completamente indoloro. Pero un sufrimiento completamente indoloro… no. Y por supuesto, así tiene que ser. No sería correcto que se pudiese eliminar todo el dolor de la desaparición de un ser querido; en ese caso se sería menos que humano. — Menos que humano — repitió él —. Menos que humano… — Tres breves palabras; ¡pero cuan completamente lo resumían todo! — Lo terrible de verdad — dijo en voz alta — es cuando uno sabe que la otra persona ha muerto por culpa de uno. — ¿Estuvo usted casado? — preguntó ella. — Durante doce años. Hasta la primavera pasada… — ¿Y ahora ella ha muerto? — Murió en un accidente. — ¿En un accidente? ¿Entonces cómo pudo usted tener la culpa? — El accidente ocurrió porque… bien, por el mal que yo no quise hacer pero hice. Y ese día todo llegó a su fin. El dolor la aturdió y la anonadó, y yo la dejé irse en el automóvil… la dejé irse, hacia un choque brutal y de frente. — ¿La amaba? Él vaciló un instante y luego meneó lentamente la cabeza. — ¿Había alguna otra persona… alguien a quien usted amaba más? — Alguien que no habría podido importarme menos. — Hizo una mueca de sardónica burla de sí mismo. — ¿Y ese fue el mal que no quiso hacer pero hizo? — Que hice y continué haciendo hasta que maté a la mujer que había debido amar, pero no amé. Que continué haciendo incluso después de matarla, aunque me odiaba por hacerlo… sí, en realidad odiaba a la persona que me obligó a hacerlo. — ¿Que lo obligó, supongo, por el solo hecho de tener el tipo adecuado de cuerpo? Will asintió, y se produjo un silencio. — ¿Sabe qué sucede — preguntó al cabo — cuando se siente que nada es del todo real… ni siquiera uno mismo? Susila asintió. — A veces ocurre, cuando uno está a punto de descubrir que todo, incluso uno mismo, es más real de lo que jamás se imaginó. Es como cambiar de velocidad: es preciso pasar a punto muerto antes de seguir en segunda. — O en primera — dijo Will —. En mi caso, el cambio no fue para arriba, sino para abajo. No, ni siquiera para abajo; fue en marcha atrás. La primera vez que sucedió estaba esperando un ómnibus que me llevaría a casa desde la calle Fleet. Millares y millares de personas, todas moviéndose, y cada una de ellas singular, cada una de ellas el centro del universo. Y entonces apareció el sol por detrás de una nube. Todo se volvió extraordinariamente luminoso y claro; y de repente, casi con un chasquido audible, se convirtieron todos en gusanos. — ¿Gusanos? — Usted sabe, esos gusanitos pálidos de cabezas negras que se ven en la carne podrida. Nada había cambiado, por supuesto; los rostros de la gente eran los mismos, sus ropas las mismas, y sin embargo eran todos gusanos. Y ni siquiera gusanos reales… nada más que fantasmas de gusanos, la ilusión de gusanos. Y yo era la ilusión de un espectador de gusanos. Viví en ese mundo de gusanos durante meses. Viví en él, trabajé en él, fui a almorzar y a cenar en él… sin el menor interés en lo que hacía. Sin el menor goce o placer, completamente carente de deseos y, como descubrí cuando traté de hacer el amor a una joven con la que me había divertido de vez en cuando en el pasado, totalmente impotente. — ¿Qué esperaba? Precisamente eso. — ¿Y entonces, por qué…? Will le dedicó una de sus sonrisas castigadas y se encogió de hombros. — Por interés científico. Yo era un entomólogo que estudiaba la vida sexual del gusano fantasma. — Tras lo cual, supongo, todo pareció más irreal aquí. — Más aun — convino él —, si eso era posible. — ¿Pero cómo aparecieron los gusanos? — Bien, por empezar — respondió él — yo era padre de mis hijos. Engendrado por el Bravucón Borrachín en la Mártir Cristiana. Y además de ser el padre de mis hijos — continuó luego de una pequeña pausa —, era el sobrino de mi tía Mary. — ¿Qué tenía que ver su tía Mary con eso? — Fue la única persona que jamás amé, y cuando yo tenía dieciséis años ella enfermó de cáncer. Le extirparon el pecho derecho; luego, un año después, el izquierdo. Después de eso, nueve meses de rayos X y de enfermedad de la radiación. Luego le llegó al hígado y eso fue el final. Yo estuve allí desde el principio hasta el fin. Para un chico de menos de veinte años, fue una educación liberal… pero liberal de veras. — ¿En qué sentido? — preguntó Susila. — En Sensatez Pura y Aplicada. Y unas semanas después del término del curso privado en la materia, llegó la gran inauguración del curso público. La Segunda Guerra Mundial. Seguida por el curso de repaso, sin interrupciones, de la Primera Guerra Fría. Y durante todo este tiempo yo quería ser poeta, y descubría que sencillamente no tenía lo necesario para ello. Y luego, después de la guerra, tuve que dedicarme al periodismo para ganar dinero. Cuando lo que en realidad deseaba era pasar hambre, si era necesario, pero tratar de escribir algo decente… por lo menos una buena prosa, ya que no podía ser una buena poesía. Pero no había tenido en cuenta a mis queridos padres. Para cuando murió, en enero del cuarenta y tres, mi padre había terminado con el poco dinero que nuestra familia heredó, y para cuando mi madre quedó afortunadamente viuda, estaba tullida por la artritis y tenía que ser mantenida. Y entonces, heme ahí en la calle Fleet, manteniéndola con una facilidad y un éxito absolutamente humillantes. — ¿Por qué humillantes? — ¿No se sentiría usted humillada si se descubriese ganando dinero mediante la producción de los fraudes literarios más baratos y más flagrantes? Triunfé porque era tan irremediablemente de segunda fila. — ¿Y el resultado neto de todo ello fue los gusanos? El asintió. — Ni siquiera verdaderos gusanos; gusanos fantasmas. Y aquí fue donde apareció Molly. La conocí en una fiesta de gusanos de primera clase, en Bloomsbury. Nos presentaron, conversamos cortés y superficialmente sobre la pintura no objetiva. Como no quería ver más gusanos, no la miré; pero ella debe de haber estado mirándome. Molly tenía ojos color azul grisáceo muy pálido — agregó entre paréntesis —, ojos que lo veían todo; era increíblemente observadora, pero observaba sin malicia ni censura; veía el mal, si existía, pero jamás lo condenaba. Simplemente, se sentía apenada por la persona que se veía obligada a pensar esos pensamientos y a hacer esas cosas odiosas. Bien, como digo, debe de haber estado mirándome mientras yo hablaba, porque de pronto me preguntó por qué estaba tan triste. Yo había bebido un par de tragos, y no había nada de impertinente u ofensivo en la forma en que me formuló la pregunta; por lo tanto, le hablé sobre los gusanos. «Y usted es uno de ellos», terminé, y por primera vez la miré. «Un gusano de ojos azules, con un rostro parecido al de las mujeres santas que concurren a una crucifixión flamenca.» — ¿Se sintió halagada? — Creo que sí. Había dejado de ser católica, pero seguía teniendo cierta debilidad por las crucifixiones y las mujeres santas. Sea como fuere, a la mañana siguiente me visitó, a la hora del almuerzo. ¿Me gustaría viajar con ella al campo, en auto? Era domingo y, por milagro, hacía un tiempo hermoso. Acepté. Pasamos una hora en un bosquecillo de avellanos… mirando las flores a simple vista, y mirándolas luego con la lente de aumento que Molly había traído consigo. No sé por qué, pero fue extraordinariamente terapéutico… el sólo hecho de observar los corazones de las anémonas y las primaveras. Durante el resto del día no vi más gusanos. Pero la calle Fleet seguía estando allí, esperándome, y a la hora del almuerzo del lunes todo ese lugar estaba atestado de ellos, tan apiñados como siempre. Millones de gusanos. Pero ahora sabía qué podía hacer al respecto. Esa noche fui al estudio de Molly. — ¿Era pintora? — No una pintora de verdad, y lo sabía. Lo sabía y no le molestaba; simplemente, aprovechaba al máximo el hecho de no poseer talento. No pintaba por motivos artísticos; pintaba porque le agradaba contemplar las cosas, le gustaba el proceso de tratar de reproducir meticulosamente lo que veía. Esa noche me entregó un lienzo y una paleta, y me dijo que hiciese lo mismo. — ¿Y tuvo éxito? — Tanto, que cuando un par de meses más tarde abrí en dos una manzana podrida, el gusano del centro no era un gusano… es decir, no subjetivamente. Objetivamente, sí; era todo lo que debe ser un gusano, y así lo dibujé, así lo dibujamos los dos… porque siempre dibujábamos las mismas cosas al mismo tiempo. — ¿Y qué hay de los otros gusanos, de los gusanos fantasmas que existían fuera de la manzana? — Bien, seguía teniendo recaídas, en especial en la calle Fleet y en los cocktail parties. Pero los gusanos eran decididamente menos numerosos, decididamente menos acosadores. Y entre tanto sucedía algo nuevo en el estudio. Me enamoraba… me enamoraba porque el amor es contagioso y Molly estaba tan evidentemente enamorada de mí… por qué, sólo Dios lo sabe. — Yo puedo ver varias razones posibles. Quizá lo haya amado porque… — Susila lo miró aquilatándolo, y sonrió. — Bien, porque es usted un tipo bastante atrayente de bicho raro. Él rió. — Gracias por tan bello cumplido. — Por otra parte — siguió Susila —, y esto no es tan elogioso, es posible que lo haya amado porque usted la hizo sentir tan terriblemente apenada por lo que le sucedía. — Me temo que esa es la verdad. Molly era una Hermana de Caridad nata. — Y una Hermana de Caridad, por desgracia, no es lo mismo que una Esposa de Amor. — Cosa que a su debido tiempo descubrí — afirmó él. — Después de su casamiento, supongo. Will vaciló un instante. — En realidad — dijo —, fue antes. No porque por parte de ella hubiese habido alguna urgencia de deseo, sino sólo porque estaba tan ansiosa de hacer cualquier cosa para complacerme. Sólo porque, en principio, no creía en las convenciones y era partidaria de amar libremente, y lo que es más sorprendente — recordó las cosas escandalosas que ella decía con tanta negligencia y placidez, incluso en presencia de la madre de él —, partidaria de hablar libremente acerca de esa libertad. — Usted lo sabía de antemano — resumió Susila —, y sin embargo se casó con ella. Will asintió sin hablar. — Porque era un caballero, supongo, y un caballero cumple con su palabra. — En parte por esa razón un tanto anticuada, pero también porque estaba enamorado de ella. — ¿Estaba realmente enamorado de ella? — Sí. No, no lo sé. Pero en ese momento lo sabia. Por lo menos creí saberlo. Estaba convencido de veras de estar realmente enamorado de ella. Y sabía, y sigo sabiendo por qué estaba convencido. Sentía agradecimiento hacia ella por haber eliminado a los gusanos. Y además de la gratitud estaba el respeto, la admiración. Era tanto más honesta y mejor que yo. Pero por desgracia usted tiene razón: una Hermana de Caridad no es lo mismo que una Esposa de Amor. Pero yo estaba dispuesto a aceptar a Molly en sus propios términos, no en los míos. Estaba dispuesto a creer que las convicciones de ella eran mejores que las mías. — ¿Cuándo — preguntó Susila después de un largo silencio — comenzó a tener amoríos con otras mujeres? Will esbozó su sonrisa castigada. — Tres meses después del día de nuestra boda. La primera vez fue con una de las secretarias de la oficina. ¡Cielos, qué aburrimiento! Después de eso hubo una joven pintora, una muchachita judía de cabellos rizados a quien Molly había ayudado con su dinero mientras estudiaba en el Slade. Solía ir a su estudio dos veces por semana, de cinco a siete. Pasaron casi tres años antes de que Molly se enterase de ello. — Y, supongo, le molestó. — Mucho más de lo que jamás habría creído. — ¿Y qué hizo usted entonces? «Will meneó la cabeza. — Aquí es donde todo comienza a complicarse — respondió —. Yo no tenía intención de abandonar mis horas del cóctel con Rachel; pero me odiaba por hacer tan desdichada a Molly. Al mismo tiempo la odiaba por ser tan desdichada. Me molestaba su sufrimiento y e¡ amor que la había hecho sufrir; me parecía que ambas cosas eran injustas, una especie de extorsión para obligarme a abandonar mi inocente diversión con Rachel. Al amarme de tal modo y al ser tan desdichada en cuanto a lo que hacía — en cuanto a lo que ella realmente me obligaba a hacer —, me presionaba, trataba de restringir mi libertad. Pero al mismo tiempo era auténticamente desdichada; y aunque la odiaba porque me extorsionaba con su desdicha, me sentía lleno de piedad hacia ella. Piedad — repitió —, no compasión. Compasión es sufrir con, y lo que yo quería a toda costa era ahorrarme el dolor que el sufrimiento de ella me causaba, y evitar los dolorosos sacrificios por medio de los cuales podía poner fin a su sufrimiento. La piedad era mi respuesta, el tenerle lástima desde afuera, si entiende lo que quiero decir… el tenerle piedad como espectador, como esteta, como connoisseur en tormentos ajenos. Y esta piedad estética mía era tan intensa cada vez que la desdicha de ella llegaba a su punto culminante, que casi pude confundirla con amor. Casi, pero no del todo. Porque cuando expresaba mi piedad en forma de ternura física (cosa que hacía porque era la única forma de terminar temporariamente con la desdicha de ella y con el dolor que su desdicha me infligía), la ternura se frustraba siempre antes de que pudiese llegar a su consumación natural. Se frustraba porque, por temperamento, ella era sólo una Hermana de Caridad, no una esposa. Y sin embargo, en todos los planos que no fuese el sensual, me amaba con una entrega total… una entrega que existía, una entrega que exigía una entrega similar por mi parte. Pero yo no quería entregarme, quizás auténticamente no me era posible. De modo que en lugar de estar agradecido por su abnegación, me molestaba. Me formulaba exigencias que yo me negaba a reconocer. Y así estábamos al final de cada una de las crisis, de vuelta al comienzo del antiguo drama: el drama del amor incapaz de una sensualidad autoentregada a una sensualidad incapaz de amor y que provocaba reacciones extrañamente mezcladas, de culpa y exasperación, de piedad y resentimiento, a veces de verdadero odio (pero siempre con un matiz de remordimiento), y todo ello acompañado por un contrapunto, una sucesión de noches furtivas con mi pequeña pintora de cabellos rizados. — Espero que por lo menos fuesen placenteras — dijo Susila. Él se encogió de hombros. — Sólo moderadamente. Rachel jamás podía olvidar que era una intelectual. Tenía cierta forma de preguntarle a uno qué pensaba de Piero di Cosimo en los momentos más inoportunos. El verdadero goce, y por supuesto la verdadera tortura… jamás los experimenté hasta que apareció Babs en escena. — ¿Cuándo fue eso? — Hace más de un año. En África. — ¿África? — Había sido enviado allí por Joe Aldehyde. — ¿El hombre que es dueño de los periódicos? — Y de todo lo demás. Estaba casado con la tía Eileen de Molly. Un hombre de familia ejemplar, si puedo agregarlo. Por eso está tan completamente convencido de su propia rectitud, incluso cuando se dedica a las más nefastas operaciones financieras. — ¿Y usted trabaja para él? Will asintió. — Este fue su regalo de bodas a Molly… un trabajo para mí en los periódicos Aldehyde, con un salario de casi el doble del que había estado recibiendo de mis empleadores anteriores. ¡Principesco! Pero es que realmente quería a Molly. — ¿Cómo reaccionó él cuando el asunto de Babs? — No la conoció nunca… jamás supo que existiese algún motivo para el accidente de Molly. — ¿De modo que continúa empleándolo en nombre de su esposa muerta? Will se encogió de hombros. — La excusa — dijo — es que tengo que mantener a mi madre. — Y, por supuesto, a usted no le gustaría ser pobre. — Por cierto que no. Se produjo un silencio. — Y bien — dijo Susila al cabo —, volvamos al África. — Fui enviado allí para hacer una serie sobre el nacionalismo negro. Para no mencionar cierto negocito privado para el tío Joe. Fue en el avión de vuelta de Nairobi. Me encontré sentado al lado de ella. ¿Al lado de la joven que difícilmente habría podido gustarle menos? — Difícilmente habría podido gustarme menos — repitió él —, o haberla desaprobado más. Pero si uno es adicto a las drogas necesita seguir consumiéndolas… la droga que de antemano sabe que lo destruirá. — Es curioso — dijo ella, reflexiva —, pero en Pala apenas tenemos adictos. — ¿Ni siquiera adictos al sexo? — Los adictos al sexo son también adictos a las personas. En otras palabras, son amantes. — Pero incluso los amantes odian a veces a las personas que aman. — Por supuesto. El hecho de que siempre tenga el mismo nombre, la misma nariz y los mismos ojos, no significa que sea siempre la misma mujer. El reconocimiento del hecho y la reacción sensata ante él… eso forma parte del Arte de Amar. En forma tan sucinta como le fue posible, Will le narró el resto de la historia: era la misma historia, ahora que Babs había aparecido en escena, que la anterior… la misma, pero en mucho mayor escala. Babs había sido Rachel elevada, por así decirlo, a una potencia superior… Rachel al cuadrado, Rachel a la enésima. Y la desdicha que, a causa de Babs, infligió a Molly, fue, en proporción, mayor que cualquier otra cosa que hubiese tenido que sufrir por causa de Rachel. Proporcionalmente mayor, también, fue la exasperación de él, y el sentimiento resentido de ser extorsionado por ti amor y el sufrimiento de ella, su propio remordimiento y piedad, su propia decisión, a pesar del remordimiento y la piedad, de continuar obteniendo lo que deseaba, lo que se odiaba por desear, aquello de lo que decididamente se negaba a prescindir. Y entre tanto Babs se había vuelto más exigente, exigía cada vez más y más de su tiempo… tiempo, no sólo en la alcoba color de rosa, sino tiempo afuera, en los restaurantes, en los clubes nocturnos, en las fiestas de sus horribles amigos, en los fines de semana en el campo. «Sólo tú y yo, querido — decía —, solos y juntos.» Solos y juntos en un aislamiento que le concedía a él la oportunidad de sondear las profundidades casi insondables de su carencia de espíritu y su vulgaridad. Pero a pesar de todo su aburrimiento y desagrado, de toda su repugnancia moral e intelectual, el ansia persistía. Después de uno de esos espantosos fines de semana, era tan desesperadamente adicto a Babs como lo había sido antes. Y por parte de ella, en su propio plano de Hermana de Caridad, Molly había seguido siendo, a pesar de todo, no menos desesperadamente adicta a Will Farnaby. Desesperadamente en lo que a él se refería…. porque el único deseo de él era que lo amase menos y le permitiese irse al infierno en paz. Pero por lo que se refería a la propia Molly, la inclinación era siempre irreprimiblemente esperanzada. Jamás había dejado de esperar el trasfigurador milagro que lo convertiría en el bondadoso, abnegado y amante Will Farnaby a quien (a pesar de todas las evidencias, de todas las repetidas desilusiones) insistía empecinadamente en considerar su verdadero yo. Sólo durante la última entrevista fatal, sólo cuando (ahogando su piedad y dando rienda suelta a su resentimiento contra la desdicha extorsionadora de ella), anunció su intención de abandonarla y de ir a vivir con Babs… sólo entonces la esperanza cedió finalmente lugar a la desesperación. «¿Lo dices en serio Will, lo dices realmente en serio?» «Lo digo en serio.» Desesperada, ella se dirigió al coche; en absoluta desesperación, se alejó bajo la lluvia… hacia la muerte. Durante el funeral, cuando el ataúd descendió a la tumba, él se prometió que jamás volvería a ver a Babs. Nunca, nunca, nunca jamás. Y esa noche, mientras estaba sentado ante su escritorio, tratando de escribir un artículo sobre «Qué sucede con la juventud», tratando de no recordar el hospital, la tumba abierta y su propia responsabilidad por todo lo sucedido, lo sobresaltó el agudo zumbido del timbre de la puerta. Un tardío mensaje de condolencia, sin duda… Abrió la puerta y allí, en lugar del telegrama, estaba Babs… dramáticamente sin cosméticos y vestida de negro. — ¡Mi pobre, pobre Will! Se sentaron en el sofá, en la sala, y ella le acarició el cabello, y ambos lloraron. Una hora más tarde se encontraban desnudos, en la cama. Tres meses después, como cualquier tonto habría podido prever, Babs comenzó a cansarse de él; al cabo de cuatro meses un hombre realmente maravilloso de Kenia apareció en una fiesta. Una cosa condujo a la otra y cuando, tres días después, Babs volvió al» hogar, fue para preparar la alcoba para un nuevo inquilino y para dar el preaviso al antiguo. — ¿Lo dices de veras, Babs? Lo decía de veras. Hubo un susurro entre los arbustos del otro lado de la ventana, y un instante más tarde el pájaro parlante gritó, en voz sorprendentemente alta y muy poco melódicamente: «Aquí y ahora, muchachos.» — ¡Cállate! — gritó Will a su vez. — Aquí y ahora, muchachos — repitió el mynah —. Aquí y ahora, muchachos. Aquí y… — ¡Cállate! Se produjo un silencio. — Tuve que hacerlo callar — explicó Will — porque, por supuesto, siempre tiene absoluta razón. Aquí, muchachos; ahora, muchachos. Allí y entonces carecen en absoluto de sentido. ¿O no es así? ¿Y qué me dice de la muerte de su esposo, por ejemplo? ¿Tiene eso sentido? Susila lo contempló durante un instante en silencio, y luego asintió lentamente con la cabeza. — Dentro del contexto de lo que tengo que hacer ahora… ¡sí, carece por completo de sentido! Esto es algo que he tenido que aprender. — ¿Aprende uno a olvidar? — No se trata de olvidar. Lo que hay que aprender es a recordar y, al mismo tiempo, estar libre del pasado. Hay que aprender la forma de estar allí, con el muerto, y al mismo tiempo estar aquí, en este lugar, con los vivos. — Le lanzó una sonrisita triste y agregó —: No es fácil. — No es fácil — repitió Will. Y de pronto se derrumbaron todas sus defensas, todo su orgullo lo abandonó —. ¿Quiere ayudarme? — preguntó. — ¡Cómo no! — dijo ella, y le tendió la mano. Un ruido de pisadas les hizo volver la cabeza. El doctor MacPhail había entrado en la habitación. VIII — Buenas noches, querida mía. Buenas noches, Mr. Farnaby. El tono era alegre… Susila advirtió en seguida que no era una alegría sintética, sino natural y auténtica. Y, sin embargo, antes de llegar allí habría pasado sin duda por el hospital, debía de haber visto a Lakshmi como la propia Susila la había visto apenas una o dos horas antes, más espantosamente delgada que nunca, más cadavérica y descolorida. La mitad de una vida de amor y lealtad y perdón mutuo… y dentro de uno o dos días todo habría terminado; y él quedaría solo. Pero para un día basta con el mal de ese día… basta para el lugar y la persona. «Nadie tiene derecho — le había dicho su suegro, un día, cuando salían juntos del hospital —, nadie tiene derecho a infligir su tristeza a otras personas. Y no tiene derecho, por supuesto, a fingir que no está triste. Simplemente tiene que aceptar su pena y sus absurdas tentativas de ser estoico. Aceptar, aceptar…» La voz se le quebró. Al mirarlo, vio que tenía el rostro bañado en lágrimas. Cinco minutos más tarde se encontraban sentados en un banco, al borde del estanque de los lotos, a la sombra del enorme Buda de piedra. Con un pequeño chapoteo, brusco y, sin embargo, líquidamente voluptuoso, una rana invisible se zambulló desde su redonda plataforma de hojas. Surgiendo por entre el fango, los gruesos tallos verdes, con sus turgentes capullos, estallaron en el aire, y aquí y allá los símbolos rosados ó azules del esclarecimiento habían abierto sus pétalos al sol, y a las hurgadoras visitas de las moscas, los minúsculos insectos y las abejas salvajes de la selva. Veloces, deteniéndose en mitad del vuelo, volviendo a precipitarse, una veintena de resplandecientes libélulas azules y verdes buscaban moscas acuáticas. — Tathata — había susurrado el doctor Roberts —. Talidad. Durante mucho tiempo permanecieron allí sentados en silencio. Luego, de pronto., él le tocó el hombro. — ¡Mira! Ella levantó la vista hacia el lugar que le señalaba. Dos pequeñas cotorras se habían posado en la mano derecha de Buda, y se dedicaban al ritual del galanteo. — ¿Volvió a detenerse otra vez ante el estanque de los lotos? — preguntó Susila en voz alta. El doctor Robert le dedicó una pequeña sonrisa y asintió. — ¿Cómo está Shivapuram? — preguntó Will. — Bastante agradable en sí mismo — respondió el doctor —. Su único defecto es que está tan cerca del mundo exterior. Aquí se puede hacer caso omiso de todas esas infamias organizadas y continuar con el trabajo de uno. Allá, con todas las antenas y puestos de escucha y canales de comunicación que un gobierno necesita tener, el mundo exterior le lanza perpetuamente a uno el aliento en la nuca. Uno lo oye, lo siente, lo huele… sí, lo huele. — Arrugó el rostro en una mueca de cómico disgusto. — ¿Ha sucedido algo más que lo habitualmente desastroso desde que yo estuve allí? — Nada fuera de lo común en su extremo del mundo. Ojalá pudiese decir lo mismo de nuestro extremo. — ¿Qué ocurre? — Lo que ocurre tiene relación con nuestro vecino, el coronel Dipa. Por empezar, ha firmado otro acuerdo con los checos. — ¿Más armamentos? — Sesenta millones de dólares. Lo dijeron por la radio esta mañana. — ¿Pero para qué? — Por los motivos habituales. Gloria y poder. Los placeres de la vanidad y los placeres de amedrentar a los demás. Terrorismo y desfiles militares en el plano nacional; conquistas y tedeums en el extranjero. Y eso me lleva a la segunda parte de las noticias desagradables. Ayer por la noche el coronel pronunció otro de sus celebrados discursos del Gran Rendang. — ¿Gran Rendang? ¿Qué es eso? — Es justo que lo pregunte — dijo el doctor Roben El Gran Rendang es el territorio que dominaban los sultanes de Rendang-Lobo entre 1447 y 1483. Abarcaba a Rendang, las islas Nicobar, más o menos el treinta por ciento de Sumatra y todo Pala. Hoy es la irredenta del coronel Dipa. — ¿En serio? — Con el rostro absolutamente imperturbable. No, me equivoco. Con un rostro purpúreo, deformado, a voz en cuello, con esa voz que ha educado, después de larga práctica, de modo que suene exactamente como la de Hitler. ¡Gran Rendang o muerte! — Pero las grandes potencias jamás lo permitirán. — Quizá no les guste verlo en Sumatra. Pero en cuanto a Pala…. eso es otra cosa. — Meneó la cabeza. — Pala, por desgracia, no figura entre las cosas importantes para nadie. No queremos a los comunistas; pero tampoco queremos a los capitalistas. Y menos que nada queremos la industrialización en masa, que ambas partes están tan ansiosas por imponernos… por distintos motivos, por supuesto. Occidente la quiere porque el costo de nuestra mano de obra es bajo, y los dividendos de los inversores serían correspondientemente elevados. Y Oriente la quiere porque la industrialización creará un proletariado, abrirá nuevos campos para la agitación comunista y puede llegar, a la larga, al establecimiento de otra Democracia Popular. Nosotros les decimos no a ambos, de modo que somos impopulares en todas partes. Sean cuales fueren sus ideologías, todas las grandes potencias pueden preferir un Pala dominado por Rendang, con campos petrolíferos, a un Pala independiente sin ellos. Si Dipa nos ataca, dirán que es una actitud deplorable, pero no levantarán un dedo para impedirlo. Y cuando se apodere de nosotros y llame a los petroleros, se sentirán encantados. — ¿Qué pueden hacer en cuanto al coronel Dipa? — inquirió Will. — Aparte de la resistencia pasiva, nada. No tenemos ejército ni amigos poderosos. El coronel tiene ambas cosas. Lo más que podemos hacer, si comienza a provocar disturbios, es recurrir a las Naciones Unidas. Entre tanto censuraremos al coronel por su última efusión acerca del Gran Rendang. Lo censuraremos por medio de nuestro ministerio en Rendang-Lobo, y censuraremos al gran hombre en persona cuando haga su visita oficial a Pala, dentro de diez días. — ¿Una visita oficial? — Para la celebración de la mayoría de edad del joven raja. Se lo invitó hace mucho tiempo, pero nunca nos hizo saber con seguridad si vendría o no. Hoy se decidió finalmente. Tendremos una conferencia en la cumbre, a la vez que una fiesta de cumpleaños. Pero permítame que hable de algo más compensatorio. ¿Cómo le ha ido hoy, Mr. Farnaby? — No sólo bien… gloriosamente bien. He tenido el honor de una visita de su monarca reinante. — ¿Murugan? — ¿Por qué no me dijo que él era el monarca reinante? El doctor Robert rió. — Usted habría podido pedirme una entrevista. — Bien, pues no lo hice. Tampoco se la pedí a la reina madre. — ¿Vino también la rani? — Por orden de su Vocecita. Y, por supuesto, la Vocecita la envió a Ja dirección correcta. Mi patrón, Joe Aldehyde, es uno de sus amigos más queridos. — ¿Le dijo que está tratando de traer a su patrón aquí, para explotar nuestro petróleo? — Por cierto que me lo dijo. — Rechazamos los últimos ofrecimientos de él hace menos de un mes. ¿Lo sabía usted? Will se sintió aliviado al poder contestar con veracidad que no lo sabía. Ni Joe Aldehyde ni la rani le habían hablado de ese tan reciente rechazo. — Mi tarea — continuó con un poco menos de veracidad — se vincula con la sección pulpa de madera, no con el petróleo. — Hubo un silencio. — ¿Cuál es mi situación aquí? — preguntó al cabo —. ¿Soy un extranjero indeseable? — Bien, por fortuna no es usted un vendedor de armamentos. — Ni un misionero — dijo Susila. — Ni un petrolero… aunque en este sentido podría usted ser culpable por asociación. — Ni siquiera, por lo que sabemos, un buscador de uranio. — Esos — concluyó el doctor Robert — son los principales indeseables. Como periodista, usted está en la segunda categoría de indeseables. No es el tipo de persona que soñaríamos con invitar a Pala. Pero no es tampoco el tipo de persona que, una vez llegada aquí, tiene que ser sumariamente deportada. — Me gustaría quedarme tanto como fuese legalmente posible — declaró Will. — ¿Puedo preguntarle por qué? Will vaciló. Como agente secreto de Joe Aldehyde y periodista con una desesperada pasión por la literatura, tenía que quedarse el tiempo suficiente para negociar con Bahu y ganarse su año de libertad. Pero había otras razones más confesables. — Si no le molestan las observaciones personales — dijo —, se lo diré. — Adelante — respondió el doctor Robert. — El hecho es que, cuanto más los conozco a ustedes, más me gustan. Quiero conocerlos más a fondo. Y entre tanto — agregó mirando a Susila —, quizá descubra algunas cosas interesantes acerca de mí mismo. ¿Cuánto tiempo se me permitirá quedarme? — Normalmente lo haríamos irse en cuanto estuviese en condiciones de viajar. Pero si le interesa seriamente Pala, y por encima de todo le interesa seriamente usted mismo… bien, quizá podamos estirar un poco el plazo. ¿O puede que no debamos estirarlo? ¿Qué dices tú, Susila? En fin de cuentas, trabaja para lord Aldehyde. Will estaba a punto de protestar nuevamente que su trabajo se vinculaba con el departamento de pulpa de madera, pero las palabras se le atascaron en la garganta y no dijo nada. Trascurrieron varios segundos. El doctor Robert repitió su pregunta. — Sí — respondió por último Susila —, correríamos cierto riesgo. Pero personalmente… personalmente estoy dispuesta a correrlo. ¿Hago bien? — preguntó a Will. — Bueno, creo que puede tenerme confianza. Por lo menos abrigo la esperanza de que pueda. — Rió, tratando de convertirlo en una broma, pero, para su disgusto y turbación, sintió que se ruborizaba. ¿Se ruborizaba por qué, preguntó, resentido, a su conciencia? Si alguien estaba siendo traicionado, era la Standard de California. Y una vez que hubiese intervenido el coronel Dipa, ¿qué importancia tendría quién obtuviese la concesión? ¿Por quién prefieres ser comido: por un lobo o por un tigre? Por lo que respecta al cordero, la elección no tiene importancia. Joe no sería peor que sus competidores. De todos modos, deseó no haberse apresurado tanto a enviar esa carta. ¿Y por qué, por qué no podía esa espantosa mujer haberlo dejado en paz? A través de la sábana sintió una mano sobre su rodilla sana. El doctor Robert le sonreía. — Puede quedarse un mes aquí — dijo —. Yo cargaré con toda la responsabilidad. Y haremos lo posible para enseñarle todo. — Le quedo muy agradecido. — Cuando tengas alguna duda — dijo el doctor Robert —, actúa siempre sobre la base de la suposición de que la gente es más honrada de lo que uno puede imaginarse según todos los motivos coherentes. Ese fue el consejo que me dio el Viejo Raja cuando yo era un joven. — Se volvió a Susila. — Veamos — dijo —, ¿qué edad tenías cuando murió el Viejo Raja? — Ocho. — De modo que lo recuerdas bastante bien. Susila rió. — ¿Puede alguien olvidar alguna vez la forma en que solía hablar de sí mismo? «Comillas 'Yo' (cierra comillas) gusto de tomar el té azucarado.» ¡Qué hombre tan encantador! — ¡Y qué gran hombre! El doctor MacPhail se puso de pie y, dirigiéndose a la estantería que se encontraba entre la puerta y el ropero, sacó del estante de abajo un grueso álbum rojo, sumamente estropeado por el clima tropical y los insectos. — Aquí, en alguna parte, hay una foto de él — dijo mientras volvía las páginas —. Helo aquí. Will se encontró contemplando la descolorida instantánea de un pequeño hindú anciano, de gafas y taparrabos; dedicado a vaciar el contenido de una salsera de plata sumamente complicada sobre una pequeña y gruesa columna. — ¿Qué está haciendo? — preguntó. — Ungiendo con manteca derretida un símbolo fálico — respondió el doctor —. Era una costumbre que mi pobre padre jamás pudo convencerlo de que abandonase. — ¿Desaprobaba su padre los falos?. — No, no — replicó el doctor MacPhail —, mi padre era partidario de ellos. Lo que desaprobaba era el símbolo. — ¿Por qué el símbolo? — Porque le parecía que la gente debía tomar su religión directamente de la vaca, si entiende lo que quiero decirle. No descremada, o pasterizada, u homogeneizada. Y sobre todo, no envasada en ningún tipo de recipiente teológico o litúrgico. — ¿Y el raja tenía cierta debilidad por los recipientes? — No por los recipientes en general, sino por este determinado recipiente de hojalata. Siempre había sentido un apego especial por el símbolo fálico de la familia. Estaba hecho de basalto negro, y tenía por lo menos ochocientos años de antigüedad. — Entiendo — dijo Will Farnaby. — La unción del símbolo fálico de familia… era un acto de piedad, expresaba un hermoso sentimiento relativo a una idea sublime. Pero incluso las ideas más sublimes son totalmente distintas del misterio cósmico que supuestamente representan. Y los hermosos sentimientos vinculados con la idea sublime… ¿qué tienen en común con la directa experiencia del misterio? Nada en absoluto. Ni hace falta decirlo, el Viejo Raja sabía todo esto a la perfección, mejor que mi padre. Había bebido la leche tal como salía de la vaca, él mismo había sido en realidad la leche. Pero la unción de los símbolos fálicos era una práctica devocional, que no podía soportar abandonar. Y ni necesito decirle que no habría debido pedírsele que la abandonara. Pero en lo referente a los símbolos, mi padre era un puritano. Había enmendado a Goethe: Alies vergangliche is NICHT ein Gleinchnis. Su ideal era la ciencia experimental pura en un extremo del espectro, y el misticismo experimental puro en el otro. La experiencia directa en todos los planos, y luego afirmaciones claras, racionales acerca de esas experiencias. Los símbolos fálicos, las cruces, la manteca derretida y el agua sagrada, los sutras, los evangelios, las imágenes, los cánticos: le habría agradado abolirlos todos. — ¿Y dónde habrían aparecido entonces las artes? — inquirió Will. — No habrían aparecido en modo alguno — respondió el doctor MacPhail —. Y ese era el punto más ciego de mi padre: la poesía. Decía que le gustaba, pero en realidad no le agradaba. La poesía por sí misma, la poesía como universo autónomo, exterior, ubicada en el espacio entre la experiencia directa y los símbolos de la ciencia… eso era algo que sencillamente no podía entender. Busquemos su fotografía. El doctor MacPhail volvió las páginas del álbum y señaló un huesudo perfil de enormes cejas. — ¡Qué escocés! — comentó Will. — Y, sin embargo, su madre y su abuela eran palanesas. — No se ve ni una huella de ellas. — En tanto que el abuelo, que había nacido en Perth, habría podido pasar casi por un rajput. Will contempló la antigua fotografía de un joven de rostro alargado y largas patillas negras, que apoyaba el codo en un pedestal de mármol, sobre el cual, boca arriba, se encontraba su sombrero de copa desmesuradamente alto. — ¿Su bisabuelo? — El primer MacPhail de Pala. El doctor Andrew. Nacido en 1822 en el Royal Burgh, donde su padre, James MacPhail, era dueño de una cordelería. Cosa adecuadamente simbólica, porque James era un devoto calvinista, y, convencido de que él mismo era uno de los electos, encontraba una profunda y ardiente satisfacción ante el hecho de todos los millones de sus congéneres que atravesaban la vida con el dogal de la predestinación en torno del cuello, mientras que el Viejo que Está en lo Alto contaba los minutos que faltaban para abrir la escotilla. Will rió. — Sí — convino el doctor Robert —, parece bastante cómico, pero entonces no lo era. Entonces era serio… mucho más serio de lo que es hoy la bomba H. Se sabía con certidumbre que el noventa y nueve coma, noventa y nueve por ciento de la raza humana estaba condenado al azufre eterno. ¿Por qué? O bien porque jamás habían oído hablar de Jesús, o bien porque, si habían oído hablar de él, no podían creer con la suficiente energía que Jesús los había salvado del azufre. Y la prueba de que no creían con suficiente energía era el hecho empírico observable de que sus almas no se encontraban en paz. La fe perfecta es definida como algo que produce la perfecta tranquilidad de espíritu; pero la perfecta tranquilidad de espíritu es algo que prácticamente nadie posee. Por lo tanto, nadie posee prácticamente la fe perfecta. Por lo tanto, prácticamente todos están predestinados al castigo eterno. Quod erat demonstrandum. — Una se pregunta — dijo Susila — por qué no enloquecieron todos. — Por suerte la mayoría de ellos creía con la parte superior de su cabeza. Con esta parte. — El doctor MacPhail se golpeó la calva. — Con la parte superior de la cabeza estaban convencidos de que era la Verdad, con la V más grande posible. Pero sus glándulas y sus entrañas sabían que no era así… sabían que todo eso era una pura tontería. Para la mayoría de ellos la Verdad sólo era cierta los domingos. Y entonces, sólo en un sentido estrictamente pickwiquiano. James MacPhail sabía todo esto y estaba decidido a que sus hijos no fuesen simplemente creyentes del sábado. Debían creer cada una de las palabras de las sagradas tonterías incluso los lunes, incluso en las tardes de asueto. Y deberían creerlo con todo el ser, y no sólo con la parte superior. La perfecta fe y la perfecta paz que la acompaña tendrían que serles metidas por la fuerza. ¿Cómo? Haciéndoles conocer ahora el infierno, y amenazándoles con el infierno en el más allá. Y si, en su endemoniada perversidad, se negaban a abrigar la fe perfecta y a sentirse en paz, habría que darles más infierno y amenazarlos con fuegos más ardientes. Y entre tanto decirles que las buenas acciones son como trapos sucios a los ojos de Dios. Pero castigarlos ferozmente por cada trasgresión. Decirles que por naturaleza son en todo sentido depravados, y luego castigarlos por lo que inevitablemente son. Will Farnaby volvió al álbum. — ¿Tiene usted una fotografía de este delicioso antepasado suyo? — Teníamos un cuadro al óleo — respondió el doctor MacPhail —. Pero la humedad fue demasiado para el lienzo, y luego los insectos se metieron en él. Era un magnífico ejemplar. Como un grabado de Jeremías hecho en el último período del Renacimiento. Ya sabe usted: majestuoso, con mirada inspirada y el tipo de barba profética que cubre una multitud de pecados fisonómicos. La única reliquia de él que conservamos es un dibujo a lápiz de su casa. Volvió otra página y se lo mostró. — Granito sólido — continuó —, con barrotes en todas las ventanas. ¡Y adentro de esta cómoda y pequeña Bastilla familiar, qué inhumanidad sistemática! Inhumanidad sistemática, ni falta hace decirlo, en el nombre de Cristo y de la rectitud. El doctor Andrew dejó una autobiografía inconclusa, de modo que estamos enterados de todo ello. — ¿No recibieron sus hijos alguna ayuda de su madre? El doctor MacPhail sacudió negativamente la cabeza. — Janet MacPhail era una Cameron, y tan buena calvinista como el propio James. Quizá mejor calvinista que él. Como era mujer, podía ir más lejos, tenía más decencias instintivas que superar. Pero las superó… heroicamente: Lejos de restringir a su esposo, lo incitó a seguir adelante, lo respaldó. Había homilías antes del desayuno y en la comida del mediodía; había catecismo los domingos y aprendizaje de las epístolas de memoria; y todas las noches, cuando se habían sumado y aquilatado las delincuencias del día, azotainas metódicas, con la fusta de montar, sobre las nalgas desnudas, para los seis niños, chicos lo mismo que chicas, en orden de edad. — Eso siempre me hace sentir levemente enferma — dijo Susila —. Puro sadismo. — No, no puro — replicó el doctor MacPhail —. Sadismo aplicado, sadismo con un motivo ulterior, sadismo al servicio de un ideal, como expresión de una convicción religiosa. Y este es un tema — agregó volviéndose a Will — que alguien debería convertir en un estudio histórico: las relaciones entre la teología y los castigos corporales en la infancia. Yo tengo la teoría de que, cada vez que los niños y niñas son sistemáticamente flagelados, las víctimas crecen y piensan en Dios como en el «Totalmente Otro». ¿No es ese el argot de moda en la parte del mundo del que usted proviene? Por el contrario, cada vez que son criados sin ser sometidos a la violencia física, Dios es inmanente. La teología de un pueblo refleja el estado de las nalgas de sus niños. Ahí tiene los hebreos: entusiastas castigadores de niños. Lo mismo que todos los buenos cristianos de la Era de Fe. Y de ahí Jehová, y de ahí el Pecado Original, y el infinitamente ofendido Padre de la Ortodoxia Romana y Protestante.. En tanto que entre los budistas e hindúes, la educación ha sido siempre no violenta. Nada de laceración de trascritos… y por lo tanto Tat tvam asi, tú eres Eso, la mente de la Mente no está separada. Y ahí tiene los cuáqueros. Fueron lo bastante heréticos como para creer en la Luz Interior, ¿y qué ocurrió? Dejaron de castigar a los niños y fueron la primera secta cristiana en protestar contra la institución de la esclavitud. — Pero el castigo a los niños — objetó Will — ha pasado por completo de moda en la actualidad. Y sin embargo precisamente en este momento está de moda hablar acerca del Totalmente Otro. El doctor MacPhail desechó la objeción con un movimiento de la mano. — Se trata simplemente de un caso de reacción que sigue a la acción. Para la segunda mitad del siglo XIX el humanitarismo librepensador se había vuelto tan fuerte, que incluso los buenos cristianos fueron influidos por él y dejaron de castigar a sus hijos. En el trasero de la joven generación ya no había llagas. Por consiguiente, ésta dejó de pensar en Dios como el Totalmente Otro, y se dedicó a inventar el Nuevo Pensamiento, la Unidad, la Ciencia Cristiana… todas las herejías semiorientales en las cuales Dios es el Totalmente Idéntico. El movimiento estaba muy avanzado en la época de William James, ya ha ido adquiriendo impulso desde entonces, pero la tesis siempre provoca la antítesis, y a su debido tiempo las herejías engendraron la neoortodoxia. ¡Abajo con el Totalmente Idéntico y volvamos al Totalmente Otro! Volvamos a los agustinos, volvamos a Martín Lutero… volvamos, en una palabra a los dos traseros más implacablemente flagelados de toda la historia del pensamiento cristiano. Lea las Confesiones, lea la Table Talk. San Agustín fue castigado por su maestro, y sus padres se rieron de él cuando se quejó. Lutero fue sistemáticamente azotado, no sólo por sus maestros y su padre, sino incluso por su amante madre. El mundo ha venido pagando desde entonces por las llagas de su trasero. El prusianismo y el Tercer Reich… sin Lutero y su teología de las flagelaciones, estas monstruosidades jamás habrían podido existir. O tome la teología de la flagelación de Agustín, tal como fue llevada a sus conclusiones lógicas por Calvino y digerida, íntegra, por personas piadosas como James MacPhail y Janet Cameron. Premisa mayor: Dios es Totalmente Otro. Premisa menor: el hombre es totalmente depravado. Conclusión: Haz a los traseros de tus hijos lo que le hicieron al tuyo, lo que tu Padre Celestial ha venido haciendo al trasero colectivo de la humanidad desde la Caída: ¡azotes, azotes, azotes! Hubo un silencio. Will Farnaby volvió a contemplar el grabado de la persona de granito en la cordelería, y pensó en todas las grotescas y feas fantasías promovidas al rango de hechos sobrenaturales, todas las obscenas crueldades inspiradas por esas fantasías, todo el dolor infligido y todas las desdichas soportadas a causa de ellos. Y cuando no era San Agustín con su «benigna aspereza», era Robespierre, era Stalin; cuando no era Lutero exhortando a los príncipes a matar a los campesinos, era un bondadoso Mao reduciéndolos a la esclavitud. — ¿No desesperan ustedes alguna vez? — preguntó. El doctor MacPhail negó con la cabeza. — No desesperamos — dijo — porque sabemos que las cosas no tienen necesariamente que ser tan malas como en realidad han sido siempre. — Sabemos que pueden ser mucho mejores — añadió Susila —, lo sabemos porque ya son mucho mejores aquí y ahora, en esta absurda islita. — Pero el que podamos convencerlos a ustedes de que sigan nuestro ejemplo, o que podamos incluso conservar nuestro minúsculo oasis de humanidad en medio de la selva mundial de monos que son ustedes… eso, ay — dijo el doctor MacPhail —, es otro asunto. Hay justificaciones para sentirnos sumamente pesimistas en cuanto a la situación actual. Pero desesperación, desesperación radical… no, no puedo ver ninguna justificación para eso. — ¿Ni siquiera cuando lee historia? — Ni siquiera cuando leo historia. — Lo envidio. ¿Cómo se las arregla para ello? — Recordando lo que es la historia: el registro de lo que los seres humanos se han visto obligados a hacer por ignorancia y su enorme engreimiento que los lleva a canonizar su ignorancia como un dogma político o religioso. — Volvió otra vez al álbum. Regresemos a la casa del Royal Burgh, regresemos a James y Janet, y a los seis niños a quienes el Dios de Calvino, en su inescrutable malevolencia, condenó a las tiernas caricias de ellos. «La vara y la censura producen sabiduría; pero un niño abandonado a sí mismo trae vergüenza a su madre.» Adoctrinamiento reforzado por la tensión psicológica y la tortura física: el perfecto esquema pavloviano. Pero por desgracia, para la religión organizada y la dictadura política, los seres humanos son menos dignos de confianza que los perros como animales de laboratorio. En Tom, Mary y Jean el condicionamiento funcionó como estaba destinado a funcionar. Tom se convirtió en sacerdote, y Mary se casó con un sacerdote y murió a su debido tiempo, durante un parto. Jean se quedó en su casa, cuidó a su madre durante un largo y torvo cáncer, y en los veinte años siguientes fue lentamente sacrificada ante un patriarca envejecido y finalmente senil y baboso. Hasta entonces todo iba bien. Pero en el caso de Annie, la cuarta hija, el esquema cambió. Annie era hermosa. A los dieciocho años le propuso casamiento un capitán de dragones. Pero el capitán era anglicano y sus puntos de vista sobre la depravación total y el buen placer de Dios eran criminalmente incorrectos. El matrimonio fue prohibido. Parecía que Annie estaba predestinada a seguir el destino de Jean. Aguantó durante diez años; y luego, a los veintiocho se dejó seducir por el contramaestre de un barco de las Indias orientales. Hubo siete semanas de dicha casi frenética. Las primeras que conocía. El rostro se le trasfiguró por una especie de belleza sobrenatural, el cuerpo le ardía de vida. Luego el barco zarpó para un viaje de dos años, rumbo a Madras y Macao. Cuatro meses después, embarazada, sin amigos y desesperada, Annie se arrojó al Tay. Mientras tanto Alexander, el que la seguía, había huido de la escuela para incorporarse a una compañía de actores. En la casa de al lado de la cordelería, desde entonces, nadie pudo referirse a su existencia. Y por último estaba Andrew, el más joven, el benjamín. ¡Qué hijo modelo! Era obediente, amaba sus lecciones, aprendía las epístolas de memoria más rápido y con mayor precisión que ninguno de los otros hijos. Y luego, a tiempo para devolverle su fe en la perversidad humana, su madre lo sorprendió una noche jugando con sus genitales. Fue azotado hasta que le brotó la sangre; fue sorprendido nuevamente unas semanas después y azotado otra vez, sentenciado a encierro solitario, a pan y agua, se le dijo que había cometido ciertamente un pecado contra el Espíritu Santo y que, indudablemente a causa de ese pecado, su madre había sido castigada con un cáncer. Durante el resto de su infancia, Andrew fue obsedido por pesadillas relacionadas con el infierno, que se repetían una y otra vez. Obsedido, además, por tentaciones repetidas y, cuando sucumbía a ellas — cosa que por supuesto sucedía, pero siempre en la intimidad de la letrina, en el fondo del jardín —, por visiones más aterradoras aun de los castigos que le esperaban. — Y pensar — comentó Will Farnaby —, ¡pensar que la gente se queja de que la vida moderna carece de significado! Mire lo que era la vida cuando tenia significado. ¿Un cuento narrado por un idiota o un cuento narrado por un calvinista? Prefiero al idiota. — Aceptado — dijo el doctor MacPhail —. ¿Pero no podría existir una tercera posibilidad? ¿No podría un cuento ser narrado por alguien que no sea un imbécil ni un paranoico? — Alguien, para cambiar alguna vez, completamente cuerdo — dijo Susila. — Sí, para cambiar alguna vez — repitió el doctor MacPhail —. Para cambiar de una bendita vez. Y, por fortuna, aun bajo el antiguo régimen existían siempre muchas personas a quienes ni siquiera la crianza más diabólica podía arruinar. Según todas las reglas de los juegos freudiano y pavloviano, mi bisabuelo habría debido convertirse en un tullido mental. En realidad se convirtió en un atleta mental. Lo que sólo demuestra — agregó el doctor Robert entre paréntesis — cuan desesperadamente inadecuados son en verdad sus dos sistemas más altamente encomiados de psicología. El freudismo y el conductismo: separados en uno y otro polo, pero en total acuerdo cuando se trata de los hechos, de las diferencias integrantes, congénitas, entre los individuos. ¿Cómo encaran estos hechos sus mejores psicólogos? Muy sencillamente. Los pasan por alto. Fingen, con toda tranquilidad, que los hechos no existen. De ahí su total incapacidad para hacer frente a la situación humana tal como existe en realidad, e incluso para explicarla en el plano teórico. Mire lo que sucedió, por ejemplo, en este caso. Los hermanos y hermanas de Andrew fueron bien domesticados por su condicionamiento, o destruidos. Andrew no fue destruido ni domesticado. ¿Por qué? Porque la rueda de ruleta de la herencia había dejado de girar en el número de la suerte. Tenía una constitución más elástica que los otros, una anatomía distinta, una bioquímica diferente, un temperamento diferente. Sus padres hicieron todo lo posible, lo mismo que habían hecho con el resto de la infortunada progenie. Andrew salió de todo ese proceso con la bandera en alto, casi sin una cicatriz. — ¿A pesar del pecado contra el Espíritu Santo? Eso, por fortuna, fue algo de lo cual se libró durante su primer año de estudios médicos en Edimburgo. Era apenas un niño…. apenas tenía más de diecisiete años. (En aquella época empezaban muy jóvenes.) En la sala de disección el joven se encontró escuchando las extravagantes obscenidades y blasfemias con que sus condiscípulos mantenían el espíritu en alto entre los cadáveres que se pudrían lentamente. Escuchando, primero con horror, con un enfermizo temor de la venganza que Dios sin duda se tomaría. Pero no sucedía nada, los blasfemos florecían, los estrepitosos fornicadores escapaban con nada más tremendo que una blenorragia de vez en cuando. El temor dejó lugar en el espíritu de Andrew a una maravillosa sensación de alivio y de liberación. Enormemente audaz, comenzó a arriesgarse a algunos chistes lascivos por sí mismo. La primera vez que pronunció una palabra de cinco letras… ¡qué liberación, qué experiencia auténticamente religiosa! Y entre tanto, en el tiempo libre, leía Tom Jones, leía el Ensayo sobre los Milagros de Hume, leía al infiel Gibbon. Utilizando en buena parte el francés que había aprendido en la escuela, leyó a La Mettrie, leyó al doctor Cabanis. El hombre es una máquina, el cerebro segrega pensamiento de la misma manera que el hígado segrega bilis. ¡Cuan sencillo era todo, cuan luminosamente evidente! Con todo el fervor de un converso, sintiéndose renacer, se decidió por el ateísmo. Era lo único que podía esperarse en semejantes circunstancias. No puede tragar más a San Agustín, no puede repetir más la jerigonza acerca de la inmortalidad. Arranca entonces el tapón y lo arroja al desagüe. ¡Qué felicidad! Pero no mucho tiempo. Falta algo. La criatura experimental limpiada del barro teológico y la enjabonadura. Pero la naturaleza detesta el vacío. La felicidad deja lugar a un estado crónico, y ahora está angustiado, generación y ración, por una sucesión de los Wesley, Pusey, Billy — Sunday y Graham — trabajando todos para sacar nuevamente la teología del pozo negro, y por supuesto, recobrar a la criatura. Lo único que un predicador puede hacer es verter en un sifón un poco del agua sucia. La cual, a la postre, vuelve a arrojarse de nuevo. Y así, indefinidamente. Era, entonces, demasiado aburrido y, como por último comprendió el doctor Andrew, totalmente innecesario. Entre tanto, helo ahí, en la primera floración de su recién hallada libertad. Excitado, triunfante… pero excitado con tranquilidad, triunfante por detrás de esa apariencia de grave y cortés soltura con la que habitualmente se presentaba ante el mundo. — ¿Y qué pasó con el padre? — preguntó Will —. ¿Se entabló entre ellos alguna batalla? — No hubo batallas. A Andrew no le gustaban los combates. Era el tipo de hombre que siempre sigue su propio camino sin anunciarlo, sin discutir con la gente que prefiere otro. El anciano jamás contó con la oportunidad de hacer su escena de Jeremías. Andrew no habló sobre Hume y La Mettrie, y siguió con las actividades tradicionales. Pero cuando concluyó su educación no volvió al hogar. Por el contrario, se dirigió a Londres y se incorporó, como cirujano y naturalista, a la tripulación del Melampus, que se dirigía a los mares del sur con órdenes de explorar, trazar mapas, reunir ejemplares y proteger a los misioneros protestantes y los intereses británicos. El viaje del Melampus duró tres años. Tocaron en Tahití, pasaron dos meses en Samoa y uno en el grupo de las Marquesas. Después de Perth, las islas parecían el Edén… Pero un Edén, por desgracia, que no sólo desconocía el calvinismo, el capitalismo, y los barrios bajos industriales, sino también a Shakespeare, los conocimientos científicos y el pensamiento lógico, mas el paraíso, pero no servía, no servía para nada. Siguieron viajando. Visitaron Fidji, las Carolinas y las Salomón, el mapa de la costa septentrional de Nueva Guinea; un grupo bajó a tierra, capturó a una orangutana y trepó a la cima del monte Kinabalu. Luego una semana en Pannoy, dos semanas en el archipiélago. Después de lo cual pusieron proa al oeste, hacia las Andamán a la India. Mientras estuvieron en tierra, mi bisabuelo fue derribado por su caballo y se fracturó la pierna derecha. El capitán del Melampus encontró otro cirujano y zarpó rumbo al hogar. Dos meses más tarde, casi completamente curado, Andrew practicaba medicina en Madras. En esa época los médicos escaseaban y las enfermedades eran terriblemente comunes. El joven comenzó a prosperar. Pero la vida entre los mercaderes y los funcionarios de la presidencia era opresiva y aburridora. Era un exilio, pero un exilio sin las compensaciones de tal, un exilio sin aventura o singularidad, un simple destierro a las provincias, al equivalente tropical de Swansea o Huddersfield. Pero continuaba resistiéndose a la tentación de sacar pasaje en el siguiente barco que volviese a su patria. Si aguantaba cinco años tendría suficiente dinero para comprar una buena clientela en Edimburgo… no, en Londres, en el West End. El futuro lo esperaba, color de rosa y oro. Habría en él una esposa, de preferencia con cabello color castaño, y una modesta competencia. Habría cuatro o cinco hijos… felices, no azotados y ateos. Y su clientela iría en aumento, sus pacientes provendrían de círculos cada vez más elevados. Riqueza, reputación, dignidad, incluso un título de caballero. Sir Ándrew MacPhail descendiendo de su carruaje en la plaza Belgrave. El gran sir Andrew, médico de la reina. Llamado a San Petersburgo para operar al Gran Duque, a las Tullerías, al Vaticano, a la Sublime Puerta. ¡Deliciosas fantasías! Pero los hechos resultaron ser mucho más interesantes. Un buen día un desconocido de piel morena visitó el consultorio. Se presentó en inglés balbuceante. Era de Pala, y Su Alteza, el raja, le había ordenado que buscase y trajese consigo a un hábil cirujano de Occidente. La recompensa sería principesca. Principesca, insistió. El doctor Andrew aceptó en el acto la invitación. En parte, por supuesto, por el dinero; pero principalmente porque estaba aburrido, porque necesitaba un cambio, necesitaba saborear la aventura. Un viaje a la Isla Prohibida: la tentación era irresistible. — Y recuerde — intervino Susila — que en aquellos días Pala era mucho más prohibida que ahora. — Y ya podrá imaginarse con cuánta ansiedad se precipitó el joven doctor Andrew sobre la oportunidad que ahora le ofrecía el embajador del raja. Diez días después su barco echaba anclas en la costa norte de la Isla Prohibida. Con su botiquín de medicinas, su maletín de instrumentos y un pequeño baúl de hojalata que contenía su ropa y unos pocos libros indispensables, fue llevado en una canoa por entre las rompientes, acarreado en un palanquín por las calles de Shivapuram y depositado en el patio interior del palacio real. Su regio paciente lo esperaba con ansiedad. Sin darle tiempo a afeitarse o cambiarse, el doctor Andrew fue llevado a su presencia… a la lamentable presencia de un hombrecito moreno de cuarenta y tantos años, con el rostro tan hinchado y deformado que apenas resultaba humano, con la voz reducida a un ronco susurro. El doctor Andrew lo examinó. Desde el antro maxilar, donde tenía sus raíces, un tumor se había difundido en todas direcciones. Llenaba la nariz, había aparecido en la órbita del ojo derecho, obstruía a medias la garganta. La respiración resultaba dificultosa, la deglución agudamente dolorosa y el sueño una imposibilidad… porque cada vez que se dormía, el paciente se ahogaba y despertaba luchando frenéticamente en procura de aire. Era evidente que sin una intervención radical el raja habría muerto en el término de pocos meses. Con una intervención radical, mucho antes. Recuerde que aquellos eran los buenos tiempos viejos… los buenos tiempos viejos de las operaciones sépticas, sin cloroformo. Aun en las condiciones más favorables, las intervenciones quirúrgicas resultaban fatales para un paciente de cada cuatro. Cuando las condiciones eran menos propicias la proporción declinaba: cincuenta a cincuenta, treinta sobre setenta, cero sobre cien. En el caso en cuestión el pronóstico difícilmente habría podido ser peor. Había grandes posibilidades de que muriese en la mesa de operaciones y una virtual certidumbre de que, si sobrevivía, muriese unos días más tarde por envenenamiento de la sangre. Pero si moría, reflexionó entonces el doctor Andrew, ¿cuál sería el destino de un cirujano extranjero que había matado a un rey? Y durante la operación, ¿quién sostendría al regio paciente mientras se retorcía bajo el bisturí? ¿Cuál de sus servidores o cortesanos tendría la suficiente fortaleza de espíritu para desobedecer cuando el amo aullase de dolor o les diese la orden concreta de soltarlo? «Quizá lo más prudente fuese decir, allí mismo, en ese mismo momento, que el caso era desesperado, que no podía hacer nada, y pedir que lo enviasen de vuelta a Madras sin más trámite. Volvió a mirar al enfermo. A través de la grotesca máscara de su pobre cara deformada, el raja lo contemplaba con atención… lo miraba con los ojos de un criminal condenado que pide piedad al juez. Conmovido por el ruego, el doctor Andrew le dedicó una sonrisa de estímulo y, de pronto, mientras palmeaba la delgada manó, se le ocurrió una idea. Era absurda, propia de un chiflado, en todo sentido vergonzosa, pero aun así, aun así… Recordó de repente que cinco años antes, mientras se encontraba todavía en Edimburgo, The Lancet había publicado un artículo que denunciaba al célebre profesor Elliotson por su defensa del magnetismo animal. Elliotson había tenido el descaro de hablar de operaciones indoloras realizadas en pacientes sumidos en trance magnético. «El hombre era un tonto voluble o un pillastre inescrupuloso. Las presuntas pruebas en respaldo de semejante tontería eran manifiestamente indignas de confianza. Todo eso era un puro fraude, charlatanería, un timo liso y llano…. y así de seguido a lo largo de seis columnas de justiciera indignación. En esa época — porque todavía estaba arrobado con La Mettrie y Hume y Cabanis —, el doctor Andrew había leído el artículo con un sentimiento de aprobación ortodoxa. Después de lo cual se olvidó incluso de la existencia misma del magnetismo animal. Ahora, junto al lecho del raja, lo recordó todo: el profesor loco, los pases magnéticos, las amputaciones sin dolor, la baja tasa de muertes y las rápidas recuperaciones. Era posible que, en fin de cuentas, hubiese algo de cierto en eso. Se encontraba absorto en ese pensamiento cuando, quebrando un prolongado silencio, el enfermo le habló. De un joven marinero que había abandonado su barco en Rendang-Lobo y cruzado quien sabe cómo el estrecho, el raja había aprendido a hablar en inglés con notable fluidez, pero también, en fiel imitación de su maestro, con un robusto acento cockney. Ese acento cockney — repitió el doctor MacPhail con una risita —, aparece una y otra vez en las memorias de mi abuelo. Había para él algo de inexpresablemente incorrecto en un rey que hablaba como Sam Weller. Y en este caso la incorrección era algo más que simplemente social. Además de ser un rey, el raja era un hombre de intelecto y del más exquisito refinamiento; un hombre, no sólo de profundas convicciones religiosas (cualquier tosco patán puede tener convicciones religiosas), sino, además, de profunda experiencia religiosa y penetración espiritual. Que semejante hombre pudiera expresarse en cokney era algo que jamás podría olvidar un escocés de principios de la era victoriana que había leído las aventuras de Pickuick. Y, a pesar de las discretas correcciones de mi bisabuelo, el raja no pudo nunca olvidar sus diptongos impuros y sus haches omitidas: Pero todo eso pertenecía al futuro. En esa primera entrevista práctica, ese acento escandaloso, de la ciase baja, parecía extrañamente conmovedor. Uniendo las palmas de las manos en un gesto de súplica, el enfermo susurró: 'Ayúdeme, doctor MacPhail, ayúdeme.' «El ruego fue decisivo. Sin más vacilaciones el doctor Andrew tomó las delgadas manos del raja entre las propias y comenzó a hablar en el tono más confiado acerca de un maravilloso tratamiento nuevo que hacía poco se había descubierto en Europa y que hasta ese momento sólo empleaban un puñado de los médicos más eminentes. Luego, volviéndose hacia los servidores que durante todo ese tiempo habían estado agitándose en segundo plano, les ordenó que saliesen de la habitación. No entendieron las palabras, pero su tono y los gestos que las acompañaban resultaron inconfundiblemente claros. Hicieron una reverencia y salieron. El doctor Andrew se quitó la chaqueta, se arrolló las mangas de la camisa y comenzó a hacer los famosos pases magnéticos acerca de los cuales había leído con tan escéptica diversión en The Lancet. Desde la coronilla de la cabeza, por sobre el rostro y el pecho hasta el epigastrio, una y otra vez, hasta que el paciente cae en trance… ‘o hasta recordó los burlones comentarios del anónimo redactor del artículo que el charlatán en acción diga que su víctima se encuentra ahora bajo la influencia magnética’. Charlatanería, fraude y timo… Pero aun así, aun así… siguió trabajando en silencio. Veinte pases, cincuenta pases. El enfermo suspiró y cerró los ojos. Sesenta, ochenta, cien, ciento veinte. El Calor era asfixiante. El doctor Andrew tenía la Camisa empapada de sudor, y le dolían los brazos. Repitió torvamente el mismo gesto absurdo. Ciento cincuenta, ciento setenta cinco, doscientos. Era todo un fraude y una estafa, pero aun así estaba decidido a hacer que el pobre diablo se durmiera aunque tuviese que trabajar todo el día para ello. ‘Se dormirá — dijo en voz alta mientras practicaba el pase número doscientos once —. Se dormirá.’ El enfermo pareció hundirse más en sus almohadas, y de pronto el doctor Andrew percibió el sonido de un ronquido sibilante. Esta vez — agregó inmediatamente — no se asfixiará. Hay lugar de sobra para que pase el aire, y no se ahogará. La respiración del raja se tornó tranquila. El doctor Andrew hizo unos pases más y decidió que podía tomarse un descanso. Se enjugó el rostro, se puso de pie, estiró los brazos y dio un par de vueltas por la habitación. Volvió a sentarse junto a la cama, tomó una de las huesudas muñecas del raja y buscó el pulso. Una hora antes era de casi cien; ahora, de setenta. Levantó el brazo; la mano colgaba inerte como la de un muerto. La soltó, y el brazo cayó por su propio peso y quedó inmóvil donde había caído. Alteza — llamó, y otra vez, en voz más alta —, Alteza. No hubo respuesta. Todo era charlatanería, fraude y estafa, pero aun así era evidente que daba resultados. Una mantis enorme y de brillantes colores cayó aleteando sobre la barra del pie de la cama, plegó sus alas blancas y rosadas, levantó su cabecita chata y estiró sus patas delanteras increíblemente musculosas en actitud de rezo. El doctor MacPhail tomó una lente de aumento y se inclinó para examinarla. — Gongylus gongyloides — dictaminó —. Se camufla para tener el aspecto de una flor. Cuando las moscas y los insectos imprudentes llegan a libar el néctar, los liba a ellos. Y si es una hembra, devora a sus amantes. — Dejó a un lado la lente y se echó sobre el respaldo de su silla. — Lo que más le agrada a uno sobre el universo — dijo a Will Farnaby — es su alocada improbabilidad. Gongylus gongyloides, Homo sapiens, el ingreso de mi abuelo en Pala y la hipnosis… ¿Qué podría haber de más improbable? — Nada — respondió Will. Aparte de mi ingreso en Pala y de la hipnosis; ingreso en Pala, pasando por un naufragio y un precipicio; hipnosis pasando por un soliloquio acerca de una catedral inglesa. Susila rió. — Por fortuna yo no tuve eme hacerle todos esos pases. ¡En este clima! De veras, admiro al doctor Andrew. A veces se necesitan tres horas para anestesiar a una persona con los pases. — Pero al final, ¿tuvo éxito? — Un éxito triunfal. — ¿Y llevó a cabo la operación? — Sí, la llevó a cabo — dijo el doctor MacPhail —. Pero no inmediatamente. Hizo falta una prolongada preparación. El doctor Andrew comenzó por decirle a su paciente que en adelante podría deglutir sin experimentar dolor. Luego, durante las tres semanas siguientes lo alimentó. Y entre una comida y otra lo sumía en trance y lo mantenía dormido hasta que llegaba la hora de la comida siguiente. Es maravilloso lo que puede hacer el cuerpo por uno, si se le concede una oportunidad. El raja aumentó seis kilos y se sintió otro. Un hombre nuevo, lleno de nuevas esperanzas y confianza. Sabia que podría soportar esa prueba. Y, de paso, también lo sabía el doctor Andrew. En el proceso de fortalecer la fe del raja había fortalecido la propia. No era una fe ciega. Estaba en todo sentido seguro de que la intervención tendría éxito. Pero su inconmovible confianza no le impidió hacer todo lo que pudiese contribuir al éxito. En la primera etapa del proceso comenzó a trabajar con el trance. El trance, le decía una y otra vez al paciente, se hacía más profundo con cada día que pasaba, y el día de la operación sería mucho más hondo que hasta entonces. Y también duraría más. «Dormirá», le aseguraba al raja, durante cuatro horas, después de terminada la operación; y cuando despierte no sentirá el menor dolor». El doctor Andrew hacía estas afirmaciones con una mezcla de total escepticismo y absoluta confianza. La razón y las experiencias anteriores le aseguraban que todo eso era imposible. Pero en el contexto de esos momentos la experiencia había demostrado ser ajena a la realidad. Lo imposible había sucedido varias veces. No había motivo alguno para que no volviese a suceder. Lo importante era decir que ocurriría… Y por lo tanto lo dijo, una y otra vez. Todo eso estaba bien; pero mejor aun estaba la invención del ensayo. — ¿El ensayo de qué? — De la intervención quirúrgica. Repasaron el procedimiento media docena de veces. El último ensayo se hizo la mañana de la operación. A las seis el doctor Andrew entró en la habitación del raja y, después de una pequeña conversación alegre, inició los pases. Unos minutos después el paciente estaba sumido en profundo trance. Etapa por etapa, el doctor Andrew describió lo que haría. Tocando el pómulo, cerca del ojo derecho del raja, dijo: «Comienzo estirando la piel. Y ahora, con este escalpelo (y pasó la punta de un lápiz por la mejilla), ejecuto una incisión. Usted no siente dolor alguno, por supuesto; ni la más leve incomodidad. Y ahora corto los tejidos subyacentes, y no siente nada. Se queda recostado, cómodamente dormido, mientras yo diseco la mejilla hasta la nariz. De vez en cuando me interrumpo para ligar un vaso sanguíneo; luego continúo. Y cuando termina esa parte del trabajo, estoy en condiciones de comenzar con el tumor. Tiene sus raíces ahí, en el antro, y ha crecido hacia arriba, bajo el hueso del pómulo, hasta llegar a la órbita del ojo, y hacia abajo, hacia la garganta. Y mientras lo corto usted se queda acostado como antes, cómodo, absolutamente flojo. Y ahora le levanto la cabeza.» Uniendo la acción a las palabras, levantó la cabeza del raja y la inclinó hacia adelante, con el cuello fláccido. «La levanto y la indino para que pueda librarse de la sangre que se le ha introducido en la boca y la garganta. Parte de la sangre se le ha metido en la tráquea, y tose un poco para eliminarla, pero eso no lo despierta.» El raja tosió una o dos veces y luego, cuando el doctor Andrew le soltó la cabeza, volvió a caer sobre las almohadas, profundamente dormido aún. «Y no se asfixia ni siquiera cuanto me dedico a trabajar con la porción inferior del tumor, en la garganta.» El doctor le abrió la boca e introdujo dos dedos en la garganta. «Se trata nada más que de aflojarlo, eso es todo. Nada que pueda hacerlo asfixiarse. Y si tiene que expulsar la sangre tosiendo, puede hacerlo mientras duerme. Sí, mientras duerme, mientras está honda, hondamente dormido.» Ese fue el final del ensayo. Diez minutos más tarde, después de efectuar unos pases más y de decirle al paciente que durmiera más profundamente aun, el doctor comenzó la operación. Estiró la piel, hizo la incisión, disecó la mejilla, cortó las raíces del tumor en el antro. El raja se mantuvo perfectamente flojo, con el pulso firme en setenta y cinco, sin experimentar más dolor que el que había sentido durante la farsa del ensayo. El doctor Andrew se puso luego a trabajar en la garganta: no hubo asfixia. La sangre afluyó a la tráquea; el raja tosió sin despertar. Cuatro horas después de terminada la operación, continuaba durmiendo; luego, puntual, al minuto, abrió los ojos, sonrió al doctor entre los vendajes y preguntó, en su cockney cantarino, cuándo comenzaría la operación. Después de ser alimentado y lavado, se le practicaron varios pases más y se le dijo que durmiese otras cuatro horas y se curase con rapidez. El doctor Andrew continuó con ese método durante toda una semana. Dieciséis horas de trance todos los días, ocho de vigilia. El raja casi no tenía dolores y, a pesar de las condiciones absolutamente sépticas en que se había ejecutado la operación y renovado los vendajes, las heridas curaron sin supurar. Recordando los horrores que había presenciado en el hospital de Edimburgo, y los horrores aun más espantosos de las salas de cirugía de Madras, el doctor apenas pedía dar crédito a lo que veía. Y entonces tuvo otra oportunidad de demostrarse a sí mismo lo que podía hacer el magnetismo animal. La hija mayor del raja se encontraba en el noveno mes de su primer embarazo. Impresionada por lo que había hecho en favor de su esposo, la rani mandó llamar al doctor Andrew. La encontró sentada junto a una frágil y asustada chiquilla de dieciséis años, que sabía lo suficiente de un cockney balbuceante como para decirle que estaba por morir… ella y también su hijo. Tres pájaros negros se lo habían confirmado volando, en tres ocasiones sucesivas, a través del camino que ella recorría. El doctor no trató de discutir con ella. Por el contrario, le pidió que se recostara y comenzó a hacer pases. Veinte minutos más tarde la joven estaba hundida en profundo trance. En su país, le aseguró el doctor, los pájaros negros eran presagio de buena suerte, de nacimientos y alegría. Daría a luz fácilmente y sin dolor. Sí, con tan poco dolor como el que había experimentado su padre durante la operación. Nada de dolor, prometió; absolutamente nada. Tres días después, y luego de otras tres o cuatro horas de intensa sugestión, todo aquello resultó cierto. Cuando el raja despertó para su comida de la noche, encontró a su esposa sentada junto a su cama. «Tenemos un nieto», le dijo, «y nuestra hija está bien. El doctor Andrew ha dicho que mañana te llevarán a la habitación de ella, para darles a los dos tu bendición». Al cabo de un mes el raja disolvió el Consejo de Regencia y reasumió sus poderes reales. Los reasumió, en gratitud al hombre que había salvado su vida y (la rani estaba convencida de ello) también la de su hija, con el doctor Andrew como principal consejero. — ¿De modo que éste no volvió a Madras? — No. Ni siquiera a Londres. Se quedó aquí, en Pala. — ¿Tratando de cambiar el acento del raja? — Y tratando, con más éxito, de cambiar el reino del raja. — ¿Para convertirlo en qué? — Esa es una pregunta que él no habría podido contestar. En aquellos días no tenía plan alguno… sólo una serie de gustos y disgustos. Había en Pala cosas que le agradaban, y muchas otras que no le gustaban en modo alguno. Cosas de Europa que detestaba y cosas que aprobaba con apasionamiento. Cosas que había visto en sus viajes, y que parecían sensatas, y cosas que lo llenaban de disgusto. Empezaba a entender que la gente es a la vez la beneficiaría y la víctima de la cultura en que vive. Los hace florecer, pero también los corta en capullo o introduce una plaga en el corazón del brote. ¿No sería posible, en esa isla prohibida, eludir las plagas, reducir al mínimo el corte de los capullos y hacer que los individuos floreciesen más bellamente? Esa fue la pregunta para la que, al principio en forma implícita, y luego con creciente conciencia de lo que en realidad querían hacer, el doctor Andrew y el raja trataron de encontrar respuesta. — ¿Y la encontraron? — Cuando uno mira hacia atrás — respondió el doctor MacPhail — se sorprende ante las cosas que realizaron esos dos hombres. El médico escocés y el rey de Pala, el calvinista convertido en ateo y el piadoso budista mahayana. ¡Qué extraña pareja! Pero, muy pronto, uña pareja de amigos firmísimos; más aun, una pareja de temperamentos y talentos complementarios, con filosofías complementarias y acopio de conocimientos complementarios; cada uño de los dos compensaba las deficiencias del otro, estimulaba y fortalecía las capacidades innatas del otro. El raja tenía una mentalidad aguda y sutil, pero desconocía el mundo que se extendía más allá de los límites de su isla, desconocía la ciencia física, la tecnología europea, el arte europeo, el pensamiento europeo. No menos inteligente, el doctor Andrew, por supuesto, no sabía nada de la pintura, la poesía y la filosofía indias. Tampoco sabía nada, como fue descubriéndolo poco a poco, de la ciencia de la mente humana y del arte de vivir. En los meses posteriores a la operación cada uno de los dos se convirtió en el alumno y el maestro del otro. Y es claro que eso no fue más que el principio. No eran simples ciudadanos preocupados por su mejoramiento individual. El raja tenía un millón de súbditos y el doctor Andrew era virtualmente su primer ministro. El mejoramiento personal sería el preliminar del mejoramiento público. Si el rey y el médico se enseñaban ahora mutuamente a aprovechar al máximo lo mejor de los dos mundos — el oriental y el europeo, el antiguo y el moderno —, era a fin de ayudar a toda la nación a hacer lo mismo. A aprovechar lo mejor de ambos mundos…, ¿qué estoy diciendo? A aprovechar lo mejor de todos los mundos… de los mundos ya realizados dentro de las distintas culturas y, más allá de ellos, de los mundos de potencialidades no realizadas aún. Era una ambición enorme, una ambición totalmente imposible de cumplirse; pero por lo menos tenía el mérito de acicatearlos, de hacerlos precipitarse hacia el lugar en que los ángeles temían pisar… con resultados que a veces, para asombro de todos, demostraban que no habían sido tan tontos como parecían. Es claro que jamás lograron aprovechar lo mejor de todos los mundos, pero a fuerza de intentarlo con osadía, aprovecharon lo mejor de muchos más mundos de lo que una persona simplemente prudente o sensata habría soñado con poder reconciliar y combinar. — «Si el tonto persiste en su tontería — citó Will de Los proverbios del infierno —, se convertirá en un sabio.» — Precisamente — convino el doctor Robert —. Y la tontería más extravagante de todas es la descrita por Blake, la tontería que pensaban encarar el raja y el doctor Andrew: la enorme tontería de realizar un casamiento entre el infierno y el cielo. ¡Pero si se insiste en esa enorme tontería, qué enorme recompensa! Por supuesto, siempre que se persista con inteligencia. Los tontos estúpidos río llegan a ninguna parte; sólo llegan los listos y avisados, cuya tontería puede hacerlos sabios o producir buenos resultados. Por fortuna esos dos tontos eran listos. Lo bastante, por ejemplo, para embarcarse en su tontería en una forma modesta y atrayente. Comenzaron con los mitigadores del dolor. Los palaneses eran budistas. Sabían en qué forma el dolor está vinculado a la mente. Uno se aferra, ansia, pugna por afirmarse… y vive en un infierno casero. Se desapega, y vive en paz. «Te muestro la pena, había dicho el Buda, y te muestro el final de la pena.» Bien, pues ahí estaba el doctor Andrew, con un tipo especial de desapego mental, que por lo menos terminaba con una clase de dolor, a saber: el físico. Con el propio raja o, para las mujeres, la rani y su hija actuando como intérpretes, el doctor Ándrew dictó lecciones sobre su flamante arte a grupos de parteras y médicos, de maestras, madres e inválidos Parto sin dolor… y a partir de ese momento todas las mujeres de Pala se pusieron, entusiasmadas, del lado de los innovadores. Operaciones indoloras de cálculos, cataratas y hemorroides… y conquistaron la aprobación de todos los ancianos y achacosos. De golpe, más de la mitad de la población adulta se convirtió en sus aliados, se puso de parte de ellos, se mostró amistosa por anticipado, o por lo menos tolerante, en relación con la reforma siguiente. — ¿A qué terreno pasaron, después del dolor? — inquirió Will. — A la agricultura y al lenguaje. Mandaron buscar a un hombre en Inglaterra para establecer Rothamsted de los Trópicos, y se dedicaron a trabajar para dar un segundo idioma a los palaneses. Pala tenía que seguir siendo una isla prohibida, porque el doctor Andrew estaba en todo sentido de acuerdo con el raja en que los misioneros, plantadores y traficantes eran demasiado peligrosos como para ser tolerados. Pero a la vez que no se podía permitir que entrasen los subversivos extranjeros, había que ayudar a los nativos a salir… si no física, por lo menos mentalmente. Pero su lenguaje y su arcaica versión del alfabeto brahmi eran una cárcel sin ventanas. No era posible escapar de ellos, echar un solo un vistazo al mundo exterior, hasta que hubiesen aprendido el inglés, hasta que supieran leer un texto escrito en alfabeto latino. Entre los cortesanos, las proezas lingüísticas del raja ya habían creado una moda. Las damas y los caballeros salpicaban su conversación con retazos de cockney, y algunos de ellos incluso mandaron buscar a Ceilán maestros de habla inglesa. Lo que había sido una moda fue convertido entonces en una política. Se establecieron escuelas de inglés y se importó de Calcuta un equipo de impresores bengalíes, con sus prensas y sus juegos de tipos Caslon y Bodoni. El primer libro inglés que se publicó en Shivapuram fue una selección de Las mil y una noches; el segundo, una traducción de El sutra del diamante, que hasta entonces sólo existía en sánscrito y en manuscrito. Para los que querían leer sobre Simbad y Maruf, y para los que estaban interesados en la Sabiduría de la Otra Orilla, había ahora dos motivos coherentes para aprender inglés. Ese fue el comienzo de un largo proceso educacional que a la postre nos convirtió en un pueblo bilingüe. Hablamos el palanés cuando cocinamos, cuando contamos chistes, cuando hablamos acerca del amor o lo hacemos. (De paso, tenemos el más rico vocabulario erótico y sentimental de todo el sudeste de Asia.) Pero cuando se trata de negocios, o de ciencia, o de filosofía especulativa, por lo general hablamos en inglés. Y la mayoría de nosotros preferimos escribir en inglés. Todos los escritores necesitan una literatura como marco de referencia; un grupo de modelos a los cuales adaptarse o de los cuales separarse. Pala poseía buenas pinturas y esculturas, una espléndida arquitectura, maravillosas danzas, una música sutil y expresiva… pero no una verdadera literatura, ni poetas o dramaturgos o cuentistas nacionales. Apenas bardos que recitaban mitos budistas e hindúes; apenas un puñado de monjes que predicaban sermones y discutían por minucias metafísicas. Al adoptar el inglés como nuestra madrastra, nos dimos una literatura dueña de uno de los pasados más antiguos y, por cierto, el más amplio de los presentes. Nos dimos un trasfondo, un rasero espiritual, un repertorio de estilos y técnicas, una fuente inagotable de inspiración. En una palabra, nos dimos la posibilidad de ser creadores en un campo en el que hasta entonces no habíamos tenido creadores. Gracias al raja y a mi bisabuelo, ahora existe una literatura anglo-palanesa… de la cual, si se me permite mencionarlo, Susila es una luminaria contemporánea. — En el aspecto más opaco — protestó ella. El doctor MacPhail cerró los ojos y, sonriendo, comenzó a recitar: Así Desaparecida al Así Desaparecido, con una mano de Buda ofrezco la flor no arrancada, el soliloquio de la rana entre las hojas de loto, la boca manchada de leche junto a mi pecho henchido, y amor, y, como el cielo sin nubes que hace posibles las montañas y el cuarto menguante de la luna, este vacío que es el útero del amor, esta poesía de silencio. Volvió a abrir los ojos. — Y no sólo esta poesía de silencio — dijo —. Esta ciencia, esta filosofía, esta teología de silencio. Y ya es hora de que se duerma. — Se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. — Iré a traerle un vaso de jugo de frutas. IX «El patriotismo no basta. Pero tampoco es suficiente ninguna otra cosa. La ciencia no es suficiente, ni lo es la religión, ni el arte, ni la política y la economía, ni el amor, ni el deber, ni acción alguna, por desinteresada que fuere, ni la contemplación, por sublime que sea. Nada sirve, como no sea el todo.» — ¡Atención! — gritó un pájaro lejano. Will miró su reloj. Las doce menos cinco. Cerró sus Notas sobre qué es qué y, tomando el bastón alrano de bambú que otrora había pertenecido a Duguld MacPhail, se dirigió a la cita que tenía con Vijaya y el doctor Robert. Por el atajo, el edificio principal de la Estación Experimental estaba a menos de quinientos metros del bungalow del doctor Robert. Pero el día estaba opresivamente caluroso, y había dos tramos de escalera que recorrer. Para un convaleciente con la pierna derecha entablillada, era un viaje de consideración. Lenta, penosamente, Will recorrió el serpenteante sendero y subió los escalones. En la cima del segundo tramo se detuvo para recobrar el aliento y enjugarse la frente; luego, manteniéndose pegado a la pared, donde todavía había una estrecha franja de sombra, siguió avanzando hacia un letrero en el que se leía LABORATORIO. La puerta de debajo del letrero se encontraba entreabierta; la abrió y se encontró en el umbral de una habitación larga, de cielo raso alto. Había en ella las habituales mesas de trabajo y fregaderos, los habituales armarios con puerta de vidrio, llenos de frascos e instrumental, los habituales olores de sustancias químicas y ratones enjaulados. Durante el primer momento Will pensó que la habitación estaba desierta; pero no… Casi oculto de la vista por una estantería de libros que se proyectaba en ángulo recto respecto de la pared, el joven Murugan se encontraba sentado a una mesa, leyendo con atención. Tan silenciosamente como le fue posible — porque siempre resultaba divertido sorprender a la gente —, Will se internó en la habitación. El zumbido de un ventilador eléctrico cubrió el sonido de sus pasos, y Murugan sólo advirtió su presencia cuando se encontraba a unos centímetros del anaquel. El joven se sobresaltó, como un culpable de algo, metió el libro, con apresuramiento lleno de pánico, en una cartera de cuero y, tomando otro volumen, más pequeño, que yacía abierto sobre la mesa, al lado de la cartera, lo atrajo hacia sí. Sólo entonces se volvió para hacer frente al intruso, Will le lanzó una sonrisa tranquilizadora. — Soy yo. La expresión de colérico desafío fue reemplazada, en el rostro del joven, por otra de alivio. — Creí que era… — Se interrumpió, dejando la frase inconclusa. — Creyó que era alguien que lo reprendería por no hacer lo que se supone que tiene que estar haciendo; ¿no es así? Murugan sonrió y asintió con la rizada cabeza. — ¿Dónde están todos los demás? — preguntó Will. — En los campos… podando o polinizando o algo por el estilo. — Su tono era despectivo. — Y en consecuencia, como los gatos no están, los ratones se dedican a jugar. ¿Qué estudiaba con tanto apasionamiento? Con inocente insinceridad, Murugan levantó el libro que ahora fingía leer. — Se llama «Ecología elemental» — dijo. — Ya veo — respondió Will —. Pero yo le pregunté qué leía. — Ah, eso. — Murugan se encogió de hombros. — No le interesaría. — Me interesa todo lo que los demás traten de ocultar — le aseguró Will —. ¿Era pornografía? Murugan abandonó la ficción y se mostró auténticamente ofendido. — ¿Por quién me toma? Will estuvo a punto de decir que lo tomaba por un joven normal, pero se contuvo. Al hermoso amiguito del coronel Dipa, «joven normal» podía parecerle un insulto o una insinuación. Hizo una reverencia de fingida cortesía. — Pido perdón a Su Majestad — dijo —. Pero sigo con curiosidad — agregó en otro tono —. ¿Me permite? — Posó una mano sobre la abultada cartera. Murugan vaciló un instante; luego lanzó una carcajada forzada. — Adelante. — ¡Qué tomo! — Will extrajo de la cartera el grueso volumen y lo depositó sobre la mesa —. Sears, Roebuck & Co, Catálogo de Verano y Primavera — leyó en voz alta. — Es del año pasado — dijo Murugan disculpándose —. Pero no creo que hubiera muchos cambios desde entonces. — En ese sentido — le aseguró Will —, se equivoca. Si las modas no cambiaran por completo todos los años, no habría motivos para comprar cosas nuevas antes de que las viejas se gastaran. No entiende los principios fundamentales del consumidorismo moderno. — Abrió el catálogo al azar. — «Zapatos de Hormas Anchas con Plataformas Mullidas.» — Abrió en otro lugar y encontró la descripción y la imagen de un Corpiño color Rosa Susurro, de Dacrón y Algodón de Pima. Volvió la página, y allí, memento morí, estaba lo que la compradora de corpiños usaría veinte años más tarde: Pechera con Tirantes, Ahuecada para Sostener el Vientre Caído. — En realidad no resulta interesante — dijo Murugan — hasta cerca del final del libro. Tiene mil trescientas cincuenta y ocho páginas — agregó entre paréntesis —. ¡Imagínese! ¡Mil trescientas cincuenta y ocho! Will se salteó las setecientas cincuenta siguientes. — Ah, esto está mejor — exclame —. «Nuestros Famosos Revólveres y Automáticas calibre 22.» — Y allí mismo, un poco más adelante, estaban los Botes de Fibra de Vidrio, los Motores de Alta Potencia, un Fuera de Borda de 12 HP por sólo 234,95 dólares… con Tanque de Combustible incluido. — ¡Esto es extraordinariamente generoso! Pero resultaba evidente que Murugan no era un marino. Tomando el libro, lo hojeó, impaciente, pasando unas veinte páginas más. — ¡Vea esta Motoneta de Tipo Italiano! — Y mientras Will la contemplaba, Murugan leyó en voz alta —: «Esta aerodinámica motoneta da hasta cuarenta y cinco kilómetros por litro de combustible.» ¿Se da cuenta? — Su rostro normalmente hosco estaba radiante de entusiasmo. — Y se puede llegar a cincuenta kilómetros por litro incluso con esta motocicleta de 14,5 HP. ¡Y está garantizada para hacer ciento veinte kilómetros por hora… garantizada! — ¡Notable! — prorrumpió Will. Y luego, con curiosidad —. ¿Este glorioso libro, se lo envió alguien de Norteamérica? — preguntó. Murugan sacudió negativamente la cabeza. — Me lo dio el coronel Dipa. — ¿El coronel Dipa? — ¡Qué extraño regalo de Adriano a Antinoo! Volvió a mirar el grabado de la motocicleta, y luego contempló de nuevo el rostro encendido de Murugan. Se hizo la luz en su cerebro; se reveló el propósito del coronel. La serpiente me tentó y comí. El árbol del centro del jardín se llamaba Árbol de los Bienes de Consumo, y para los habitantes de todos los edenes subdesarrollados, el más leve regusto de su fruta, y aun la visión de sus mil trescientas cincuenta y ocho páginas, tenía el poder de hacerles reconocer avergonzados, que, hablando en términos industriales, se encontraban completamente desnudos. El futuro raja de Pala estaba siendo obligado a entender que era el gobernante descamisado de una tribu de salvajes. — Debería — dijo en voz alta — importar un millón de estos catálogos y distribuirlos, a título gratuito, por supuesto, como los anticonceptivos, a todos sus súbditos. — ¿Para qué? — Para aguzarles el apetito de poseer cosas. Entonces empezarán a pedir Progreso á gritos: pozos petrolíferos, armamentos, Joe Aldehyde, técnicos soviéticos. Murugan frunció el entrecejo y meneó la cabeza. — No serviría. — ¿Quiere decir que no se dejarían tentar? ¿Ni siquiera por Motonetas Aerodinámicas y Corpiños color Rosa Susurro? ¡Pero eso es increíble! — Podrá ser increíble — replicó Murugan con amargura —, pero es un hecho. No les interesa nada de eso. — ¿Ni siquiera a los jóvenes? — Yo diría que especialmente a los jóvenes. Will Farnaby aguzó los oídos. Esa falta de interés le resultaba en alto grado interesante. — ¿Y puede adivinar por qué? — preguntó. — No adivino — respondió el joven —. Lo sé. — Y como si de repente hubiese decidido representar una parodia de su madre, comenzó a hablar en tono de justiciera indignación, absurdamente ajeno a su edad y aspecto. — Por empezar, están muy ocupados en… — Vaciló, y la odiada palabra fue musitada con énfasis de repugnancia. — En cosas del sexo. — Pero todos se dedican al sexo. Cosa que no les impide ansiar los coches veloces. — Aquí el sexo es distinto — insistió Murugan. — ¿Debido al yoga del amor? — preguntó Will, recordando el rostro embelesado de la pequeña enfermera. — Tienen algo que les hace creer que son perfectamente dichosos, y no quieren ninguna otra cosa — asintió el joven. — ¡Qué estado de bienaventuranza! — ¡No hay nada de bienaventurado en eso! — replicó Murugan con sequedad —. Es estúpido y desagradable. Nada de progreso; sólo sexo, sexo, sexo. Y, por supuesto, esa asquerosa droga que les dan. — ¿Droga? — repitió Will con cierto asombro. ¿Droga en un lugar en que Susila había dicho que no existían adictos? — ¿Qué tipo de droga? — Está hecha de hongos. ¡Hongos! — Pronunció la palabra en una cómica caricatura del más vibrante tono de ultrajada espiritualidad de la rani. — ¿Esos encantadores hongos rojos en los cuales solían sentarse los gnomos? — No, estos son amarillos. La gente iba a recogerlos antes en las montañas. Ahora los hacen crecer en viveros especiales de la Estación Experimental de Altura. Drogas científicamente cultivadas. Benito, ¿verdad? Se oyó un portazo y un sonido de voces, de pasos que se acercaban por un corredor. De pronto desapareció el espíritu indignado de la rani y Murugan fue otra vez el contrito colegial que trata de ocultar furtivamente sus delincuencias. En un santiamén la «Ecología elemental» ocupó el lugar de Sears Roebuck y la cartera sospechosa, abultada, quedó oculta bajo la mesa. Un momento más tarde, desnudo hasta la cintura y reluciente como un bronce viejo, con el sudor del trabajo al sol del mediodía, entró Vijaya en la habitación. Detrás de él apareció el doctor Robert. Con el aire de un estudiante modelo, Murugan levantó la vista de su libro. Divertido, Will se ubicó de lleno en el papel que se le había asignado. — Fui yo quien llegó muy temprano — dijo en respuesta a las disculpas de Vijaya por haber llegado tan tarde —. Con el resultado de que nuestro amigo no ha podido continuar con sus lecciones. Hemos hablado hasta quedar roncos. — ¿De qué? — preguntó el doctor Robert. — De todo. De coles y reyes, de motonetas, de vientres caídos. Y cuando usted entró estábamos en el tema de los hongos. Murugan me hablaba de los hongos que se usan aquí como fuente de una droga. — ¿Qué indica un nombre? — respondió el doctor Robert con una carcajada —. Respuesta: prácticamente cualquier cosa. Como ha tenido la desgracia de educarse en Europa, Murugan lo denomina droga y siente al decirlo toda la desaprobación que una palabra obscena provoca por reflejo condicionado. Nosotros, por el contrario, le damos a la medicina buenos nombres: la medicina moksha, la reveladora de la realidad, la píldora de la verdad y la belleza. Y sabemos, por experiencia directa, que los buenos nombres son merecidos. En tanto que nuestro joven amigo no tiene conocimiento alguno de primera mano sobre esa medicina, y no es posible convencerlo de que por lo menos la pruebe. Para él es una droga, y una droga es algo que, por definición, ninguna persona decente prueba jamás. — ¿Qué dice a eso Su Alteza? — inquirió Will. Murugan meneó la cabeza. — Lo único que hace es darle a uno una cantidad de ilusiones — masculló —. ¿Por qué habría de esforzarme por hacer el tonto? — Es cierto, ¿por qué? — dijo Vijaya con bonachona ironía —. ¿Viendo que, en su estado normal, usted es el único miembro de la raza humana que jamás hace el tonto y nunca tiene ilusiones sobre ninguna cosa? — Nunca he dicho tal cosa — protestó Murugan —. Sólo quiero decir que no quiero tener nada que ver con el falso samadhi de ustedes. — ¿Cómo sabe que es falso? — interrogó el doctor Robert. — Porque el verdadero sólo le llega a la gente después de años y años de meditación y tapas y… bueno, ya sabe… no andar, con mujeres. — Murugan — explicó Vijaya a Will — es uno de los puritanos. Le ofende el hecho de que, con cuatrocientos miligramos de la medicina moksha en la sangre, incluso los principiantes, sí, y hasta los jóvenes y las muchachas que se hacen el amor, puedan percibir una visión del mundo tal como lo ve el que ha sido liberado de su esclavitud respecto del ego. — Pero no es verdadera — insistió Murugan. — ¡No es verdadera! — repitió el doctor Robert —. Lo mismo podría decir que la experiencia del bienestar no es verdadera. — Esa es una petición de principio — objetó Will —. Una experiencia puede ser verdadera en relación con algo que sucede dentro del cráneo de uno, pero completamente ajena a todo lo exterior. — Es claro — convino el doctor Robert. — ¿Saben ustedes qué sucede dentro de sus respectivos cráneos, cuando han tomado una dosis del hongo? — Sabemos un poco. — Y continuamente tratamos de averiguar más — agregó Vijaya. — Por ejemplo — continuó el doctor Robert —: hemos descubierto que las personas cuyo electroencefalograma no muestra actividad del ritmo alfa cuando se encuentran en reposo no responden significativamente a la medicina moksha. Eso quiere decir que para el quince por ciento, más o menos, de la población, tenemos que encontrar otras formas de acercarse a la liberación. — Y otra cosa que apenas comenzamos a entender — dijo Vijaya — es la correlación neurológica de estas experiencias. ¿Qué sucede en el cerebro cuando uno tiene una visión? ¿Y qué sucede cuando se pasa de un estado mental premístico a uno auténticamente místico? — ¿Lo saben ustedes? — preguntó Will. — «Saber» es una palabra grande. Digamos que estamos en condiciones de hacer algunas conjeturas plausibles. Los ángeles y las Nuevas Jerusalén y las Madonnas y los Futuros Budas están todos relacionados con cierto tipo de estimulación poco corriente de las zonas cerebrales de proyección primaria, la corteza visual, por ejemplo. Todavía no hemos descubierto cómo produce la medicina moksha esos estímulos extraordinarios. Lo importante es que, de una u otra manera, los produce. Y de una u otra manera, también hace algo extraordinario con las zonas silenciosas del cerebro, las zonas que no están vinculadas en forma específica con la percepción, el movimiento o el sentimiento. — ¿Y cómo reaccionan las zonas silenciosas? — Empecemos con las reacciones que no tienen. No reaccionan con visiones o audiciones; no responden con telepatía o clarividencia o cualquier otra cosa de ejecución parapsicológica. Nada de esas divertidas cosas premísticas. Su reacción es la total experiencia mística. Ya sabe: Uno en Todo y Todo en Uno. La experiencia fundamental con sus corolarios: ilimitada compasión, insondable misterio y significación. — Para no mencionar la alegría — dijo el doctor Robert —, una alegría indecible. — Y todo eso está dentro del cráneo de uno — dijo Will —. Es estrictamente privado. No tiene referencia a hecho exterior alguno, aparte del hongo. — No es real — intervino Murugan —. Eso es exactamente lo que yo quería decir. — Usted da por supuesto — replicó el doctor Robert — que el cerebro produce la conciencia. Yo supongo que la trasmite. Y mí explicación no es más descabellada que la suya. ¿Cómo es posible que una serie de acontecimientos pertenecientes a un orden sean experimentados como una serie de sucesos pertenecientes a otro orden distinto y en todo sentido inconmensurable? Nadie tiene la menor idea. Lo único que se puede hacer es aceptar los hechos y elaborar hipótesis. Y una hipótesis, hablando en términos filosóficos, es tan buena como otra. Usted dice que la medicina moksha influye sobre las zonas silenciosas del cerebro, obligándolas a producir una serie de acontecimientos a los que la gente ha asignado el nombre de «experiencia mística». Yo digo que la medicina moksha opera sobre las zonas silenciosas del cerebro, abriendo algún tipo de compuerta neurológica, lo que permite que un mayor volumen de Mente con M mayúscula entre en su mente con m minúscula. Usted no puede demostrar la verdad de su hipótesis y yo no puedo demostrar la verdad de la mía. Y aunque usted pudiera demostrar que estoy equivocado, ¿qué sentido práctico tendría eso? — En mi opinión, tendría todo el sentido práctico del mundo — replicó Will. — ¿Le gusta la música? — preguntó el doctor. — Más que muchas otras cosas. — Si me permite la pregunta, ¿a qué se refiere el quinteto de Mozart en sol menor? ¿Se refiere a Alá? ¿O a Tao? ¿O a la segunda persona de la Trinidad? ¿O al Atmán-Brahmán? Will rió. — Esperemos que no. — Pero eso no hace que la experiencia del quinteto en sol menor resulte menos satisfactoria. Bien, pues lo mismo sucede con el tipo de experiencia que se obtiene con la medicina moksha, o por medio de la oración, el ayuno y los ejercicios espirituales. Aunque no se refiera a nada exterior a sí mismo, sigue siendo la cosa más importante que haya pedido sucederle a uno. Lo mismo que la música, sólo que en proporción incomparablemente mayor. Y si uno le concede una oportunidad a la experiencia, si está dispuesto a seguirla, los resultados son incomparablemente más terapéuticos y trasformadores. Es posible que todo eso suceda dentro del cerebro de uno. Es posible que sea privado y que no exista conocimiento unitivo de nada que no sea la fisiología de uno mismo. ¿A quién le importa? Sigue en pie el hecho de que la experiencia puede abrirle los ojos, convertirlo en una persona bienaventurada y trasformarle toda la vida. — Hubo un prolongado silencio. — Permítame que le diga una cosa — continuó, dirigiéndose a Murugan —. Algo que no pensaba decirle a nadie. Pero ahora siento que quizá tengo una obligación, un deber para con el trono, un deber para con Pala y su pueblo: una obligación de hablarle acerca de esta experiencia tan privada. Quizá si lo hago pueda ayudarlo a ser un poco más comprensivo acerca de su país y de las costumbres de su país. — Guardó silencio durante un momento; luego continuó, en tono tranquilo y práctico. — Supongo que conoce a mi esposa. Con el rostro vuelto hacia el otro lado, Murugan asintió. — Lamenté mucho — dije — enterarme de que estaba tan enferma. — Le quedan unos pocos días — dijo el doctor Robert —. Cuatro o cinco, cuando mucho. Pero sigue perfectamente lúcida, perfectamente consciente de lo que sucede. Ayer me preguntó si no podíamos tomar la medicina moksha juntos. La habíamos bebido juntos — agregó entre paréntesis — una o dos veces por año, durante los últimos treinta y siete…. desde que decidimos casarnos. Y ahora, una vez más, por última vez; por la última, última vez. Podía ser peligroso, por el daño que eso podía causarle al hígado. Pero decidimos que era peligro que valía la pena correr. Y resultó que teníamos razón. La medicina moksha — la droga, como usted prefiere llamarla — apenas le provocó algún trastorno. Lo único que le ocurrió fue la trasformación mental. Se calló, y Will tuvo conciencia de pronto de los chillidos y correteos de las ratas enjauladas y, a través de la ventana abierta, de la babel de la vida tropical y del llamado de un mynah distante: «Aquí y ahora, muchachos; aquí y ahora…» — Usted es como el mynah — dijo el doctor Robert al cabo —. Se lo ha adiestrado para repetir palabras que no entiende o cuya razón desconoce: «No es real. No es real.» Pero si hubiese experimentado lo que ayer experimentamos Lakshmi y yo, sabría que se equivoca. Sabría que es mucho más real que lo que usted llama realidad. Más real que lo que siente y piensa en este momento. Más real que el mundo que tiene ante los ojos. Pero se le ha enseñado a decir no real. No real, no real. — El doctor Robert posó afectuosamente una mano sobre el hombro del joven — Se le ha dicho que somos un puñado de corrompidos adictos a las drogas, que chapaleamos en ilusiones y falsos samadhis. Escuche, Murugan; olvídese de todas las malas palabras que le han metido adentro. Tome cuatrocientos miligramos de la medicina moksha y descubra su efecto usted mismo, todo lo que puede decirle sobre su propia naturaleza, sobre este extraño mundo en que tiene que vivir, sufrir y finalmente morir. Sí, aun usted tendrá que morir algún día…. quizá dentro de cincuenta años, quizá mañana. ¿Quién sabe? Pero sucederá, y el que no se prepara para ello es un tonto. — Se volvió hacia Will. — ¿Le gustaría acompañarnos mientras tomamos nuestra ducha y nos ponemos alguna ropa? Sin esperar respuesta, atravesó la puerta que comunicaba con el corredor central del largo edificio. Will tomó su bastón de bambú y, acompañado por Vijaya, lo siguió fuera de la habitación. — ¿Le parece que eso le hizo alguna impresión a Murugan? — preguntó a Vijaya cuando la puerta se cerró tras ellos. Vijaya se encogió de hombros. — Lo dudo. — Entre su madre — dijo Will — y su pasión por los motores de combustión interna, probablemente es impermeable a cualquier cosa que ustedes puedan decirle. ¡Habría tenido que escucharlo hablar de motonetas! — Lo hemos oído — contestó el doctor Robert, que se había detenido ante una puerta azul y los esperaba —. Con frecuencia. Cuando llegue a su mayoría de edad, las motonetas se convertirán en un problema político de primera importancia. Vijaya rió. — Andar o no andar en motoneta, ese es el problema. — Y no sólo en Pala — agregó el doctor Robert —. Es el problema que todos los países subdesarrollados tienen que solucionar de una u otra manera. — Y la solución — dijo Will — es siempre la misma. En todos los lugares en que estuve, y he estado casi en todas partes, habían optado de todo corazón por la motoneta. Todos. — Sin excepciones — convino Vijaya —. La motoneta por la motoneta misma, y al demonio con todas las consideraciones de realización, conocimiento de sí mismo, liberación. Y no hablemos de la salud o la dicha vulgares y silvestres. — En tanto que nosotros — dijo el doctor — hemos preferido siempre adaptar nuestra economía y tecnología a los seres humanos, no nuestros seres humanos a la economía y tecnología de otros. Importamos lo que no podemos fabricar; pero fabricamos e importarnos sólo lo que podemos permitirnos. Y lo que podemos permitirnos está limitado, no sólo por las libras, marcos y dólares que poseemos, sino también, y principalmente… principalmente — insistió — por nuestro deseo de ser felices, nuestra ambición de ser plenamente humanos. Después de estudiar el asunto con cuidado decidimos que las motonetas se cuentan entre las cosas — las numerosísimas cosas — que simplemente no podemos permitirnos. Y esto es algo que el pobre y pequeño Murugan tendrá que aprender por el camino difícil… ya que no lo ha aprendido, ni quiere aprenderlo, por el camino fácil. — ¿Cuál es el camino fácil? — interrogó Will. — La educación y los reveladores de la realidad. Murugan no conoció ninguna de las dos cosas. O más bien es lo contrario de ambas. Ha tenido una mala educación en Europa: gobernantas suizas, maestros ingleses, películas norteamericanas, anuncios de todo el mundo. Y la espiritualidad de su madre le ha eclipsado la realidad. De modo que no es extraño que se muera por las motonetas. — Pero según entiendo, no sucede lo mismo con sus súbditos. — ¿Por qué habría de suceder? Desde la infancia se les enseñó a tener plena conciencia del mundo, y a gozar de esa conciencia. Y, por añadidura, se les ha mostrado el mundo, y a ellos mismos, y a otras personas, tales como son iluminados y trasfigurados por los reveladores de la realidad. Cesa que, por supuesto, los ayuda a tener una conciencia más intensa y un goce más comprensivo, de modo que las cosas más corrientes, los sucesos más triviales, son vistos como joyas y milagros. Joyas y milagros — repitió con énfasis —. Y entonces, ¿por qué habríamos de recurrir a las motonetas, el whisky, la televisión, Billy Graham o cualquier otra de las distracciones y compensaciones de ustedes? — «No sirve ninguna otra cosa que no sea el todo» — citó Will —. Ahora entiendo a qué se refería el Viejo Raja. No se puede ser un buen economista si no se es también un buen psicólogo, O un buen ingeniero sin conocer la metafísica adecuada. — Y no se olvide de las otras ciencias — dijo el doctor —. Farmacología, sociología, fisiología, para no mencionar la autología, la neuroteología, la metaquímica, el micomisticismo puros y aplicados, y la ciencia final — agregó, apartando la mirada para estar más a solas con sus pensamientos sobre Lakshmi, que se encontraba en el hospital —, la ciencia en la que tarde o temprano todos tendremos que ser examinados: la tanatología. — Guardó un momento de silencio; luego dijo, en otro tono —: Bien, vamos a lavarnos — y, abriendo la puerta azul, entró en el largo vestuario, que en un extremo tenía una fila de duchas y lavabos, y en la pared opuesta hileras de armarios y un gran guardarropa. Will se sentó y, mientras sus compañeros se enjabonaban en los lavabos, continuó con la conversación. — ¿Estaría permitido — preguntó — que un extranjero mal educado probase una píldora de la verdad y la belleza? La respuesta fue otra pregunta. — ¿Tiene el hígado en buen estado? — inquirió el doctor Robert. — Excelente. — Y parece ser muy levemente esquizofrénico. De modo que no existe contraindicación alguna. — ¿Entonces puedo hacer el experimento? — Cuando le parezca. Pasó a la ducha más próxima y abrió el grifo. Vijaya lo siguió. — ¿No se supone que ustedes son intelectuales? — preguntó cuando les dos hombres reaparecieron y comenzaron a secarse. — Hacemos labores intelectuales — respondió Vijaya. — Y entonces, ¿por qué ese horrible y honrado trajín? — Por una razón muy sencilla: esta mañana tenía un poco de tiempo libre. — Lo mismo que yo — dijo el doctor Robert. — De modo que se fueron al campo y representaron una escena de Tolstoi. Vijaya rió. — Parece creer que lo hacemos por motivos éticos. — ¿No es así? — Por cierto que no. Hago trabajos musculares porque tengo músculos; y si no los uso me convertiré en un malhumorado aficionado a la silla. — Sin nada entre la corteza y las nalgas — agregó el doctor —. O más bien con todo… pero en condiciones de total inconsciencia y estancamiento tóxico. Los intelectuales de Occidente son todos aficionados a la silla. Por eso la mayoría de ustedes son tan repulsivamente malsanos. En el pasado hasta un duque tenía que caminar mucho; hasta un usurero, hasta un metafísico. Y cuando no usaban las piernas se sacudían sobre el caballo. En tanto que ahora, desde el magnate hasta su mecanógrafa, desde el positivista lógico hasta el pensador positivo, se pasan las nueve décimas partes del tiempo envueltos en espuma de goma. Asientos esponjosos para traseros esponjosos… en casa, en la oficina, en los automóviles y en los bares, en los aviones, los trenes y los ómnibus. Nada de mover las piernas, nada de luchar contra la distancia y la gravedad… Nada más que ascensores y aviones y automóviles, nada más que espuma de goma y una eternidad de estar sentados. La fuerza vital que solía encontrar su salida a través de los músculos desnudos se vuelve contra las vísceras y el sistema nervioso, y los destruye lentamente. — ¿De modo que ustedes se dedican a cavar y remover la tierra como una forma de terapéutica? — Como una prevención…. para que la terapéutica resulte innecesaria. En Pala incluso los profesores, incluso los funcionarios del gobierno se dedican durante dos horas diarias a cavar y remover la tierra. — ¿Como parte de sus obligaciones? — Y como parte de su placer. Will hizo una mueca. — No sería parte de mi placer. — Eso es porque no se le enseñó a usar su cuerpo mental en la forma adecuada — explicó Vijaya —. Si le hubiesen mostrado cómo hacer las cosas con el mínimo de esfuerzo y el máximo de conciencia, gozaría incluso con el trajín honrado. — Entiendo que todos los niños reciben aquí ese tipo de adiestramiento. — Desde el momento en que pueden arreglárselas por sí mismos. Por ejemplo, ¿cuál es la mejor forma de moverse cuando se abotona la ropa? — Y uniendo la acción a las palabras, Vijaya se abotonó la camisa que acababa de ponerse. — Respondemos a la pregunta colocándoles la cabeza y el cuerpo en la mejor posición, hablando en términos fisiológicos. Y al mismo tiempo los estimulamos a que adviertan qué se siente cuando se adopta la mejor posición fisiológica, a tener conciencia de qué está compuesto el proceso de abotonamiento, en términos de contactos, presiones y sensaciones musculares. Para cuando tienen catorce años ya han aprendido al máximo y de la mejor manera — objetiva y subjetivamente — cualquier actividad que emprendan. Y entonces los ponemos a trabajar. Noventa minutos diarios en algún tipo de trabajo manual. — ¡De vuelta al bueno y viejo trabajo infantil! — O más bien — replicó el doctor Robert — hacia adelante, alejándonos de la mala y nueva ociosidad infantil. Ustedes no permiten que sus jovencitos trabajen; entonces se ven obligados a soltar presión por medio de la delincuencia, o a acumular presión hasta que están en condiciones de convertirse en aficionados a la silla. Y ahora — agregó — es hora de irnos. Yo indicaré el camino. En el laboratorio, cuando entraron, Murugan cerraba su cartera para protegerla de los fisgones. — Estoy listo — dijo, y metiéndose bajo el brazo las mil trescientas cincuenta y ocho páginas del Novísimo Testamento, los siguió afuera, al sol. Unos minutos más tarde, apiñados en un viejo jeep, los cuatro bajaban por la carretera que, pasando ante el prado del toro blanco, ante el estanque de los lotos y el gigantesco Buda de piedra, salía por los portones de la Estación y se unía a la carretera central. — Lamento que no podamos proporcionarle un medio de trasporte más cómodo — dijo Vijaya mientras traqueteaban y se sacudían. Will palmeó la rodilla de Murugan. — Este es el hombre ante el cual debería disculparse — dijo —. El que ansia los Jaguar y los Pájaro de Trueno. — Ansia, me temo — dijo el doctor Robert desde el asiento trasero —, que tendrá que quedar insatisfecha. Murugan no hizo comentario alguno, pero esbozó la sonrisa secreta y desdeñosa del que sabe que las cosas no son como se afirma. — No podemos importar juguetes — continuó el doctor —. Sólo lo esencial. — ¿Por ejemplo? — En seguida lo verá. — Tomaron una curva y, allí, debajo de ellos, estaban los techos de paja y los umbríos jardines de una considerable aldea. Vijaya se detuvo al costado del camino y apagó el motor. — Aquí tiene usted Nueva Rothamsted — dijo —. Alias Madalia. Arroz, hortalizas, aves de corral, frutas. Para no mencionar dos alfarerías y una fábrica de muebles. De ahí eses cables. — Agitó la mano en dirección de la larga hilera de pilotes que trepaban por las laderas escalonadas de detrás de la aldea, desaparecían en la cumbre y reaparecían, más lejos, subiendo por el lecho del valle siguiente, en dirección al verde cinturón de selva de montaña y de los picos coronados de nubes, más allá y más arriba. — Esa es una de las importaciones indispensables: equipos eléctricos. Y cuando los saltos de agua han sido dominados y se han tendido líneas de trasmisión, he aquí otra cosa que tiene primera prioridad. — Señaló con un dedo un bloque de cemento sin ventanas que se erguía, incongruente, entre las casas de madera, cerca de la entrada superior de la aldea. — ¿Qué es? — preguntó Will —. ¿Algún tipo de horno eléctrico? — No, los hornos se encuentran al otro lado de la aldea. Esta es la congeladora comunal. — En los antiguos tiempos — explicó el doctor Robert — solíamos perder la mitad de los artículos perecederos que producíamos. Ahora no perdemos prácticamente nada. Lo que cosechamos es para nosotros, no para las bacterias que nos rodean. — De modo que ahora tienen suficientes alimentos. — Más que suficientes. Comemos mejor que cualquier otro país de Asia, y hay excedentes para la exportación. Lenin solía decir que la electricidad más el socialismo es igual al comunismo. Nuestras ecuaciones son distintas. Electricidad menos industria pesada más control de la natalidad es igual a democracia y abundancia. Electricidad más industria pesada menos control de la natalidad es igual a miseria, totalitarismo y guerra. — De paso — preguntó Will —, ¿quién es dueño de todo esto? ¿Hay aquí capitalismo o socialismo de Estado? — Ni una cosa ni la otra. En general hay cooperativismo. La agricultura palanesa ha sido siempre un asunto de terraplenado e irrrigación. Pero el terraplenado y la irrigación exigieron esfuerzos conjuntos y los acuerdos amistosos. La competencia agresiva no es compatible con el cultivo del arroz en un país montañoso. A nuestro pueblo le resultó muy sencillo pasar de la ayuda mutua en una comunidad de aldea a las más modernas técnicas cooperativas de compra, venta, distribución de las ganancias y financiación. — ¿También financiación cooperativa? El doctor Robert asintió. — Nada de esos usureros chupasangres que se pueden encontrar en toda la campiña india. Y nada de bancos comerciales por el estilo de los de ustedes. Nuestro sistema de préstamos fue establecido según el modelo de las uniones de crédito que Wilhelm Raiffeisen fundó en Alemania hace más de un siglo. Él doctor Andrew convenció al raja que invitase a uno de los jóvenes colaboradores de Raiffeisen a venir aquí y organizar un sistema bancario cooperativo. Y todavía sigue funcionando. — ¿Y qué usan como dinero? — inquirió Will. El doctor Robert metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo un puñado de plata, oro y cobre. — En forma modesta — explicó —, Pala es un país productor de oro. Extraemos lo suficiente para dar a nuestro papel un sólido respaldo metálico. Y el oro complementa nuestras exportaciones. Podemos pagar en efectivo por equipos costosos como las líneas de trasmisión y los generadores instalados en el otro extremo. — Parecen haber resuelto con bastante éxito sus problemas económicos. — Solucionarlos no fue difícil. Por empezar, jamás nos permitimos producir más hijos de los que podíamos alimentar, vestir, alojar y educar para convertirlos en algo que tuviera relación con la plena humanidad. Como no estamos sobrepoblados, tenemos abundancia. Pero aunque tenemos abundancia, hemos conseguido resistir a la tentación a que sucumbió Occidente: la tentación del sobreconsumo. No nos enfermamos de la coronaria tragando seis veces más grasas saturadas de las que necesitamos. No nos hipnotizamos hasta el punto de creer que dos receptores de televisión nos harán dos veces más dichosos que uno solo. Y por último no gastamos una cuarta parte de la producción nacional bruta para prepararnos para la tercera guerra mundial, ni para la hermanita de la guerra mundial, la guerra local número tres mil doscientos treinta y tres. Armamentos, deuda universal y obsolescencia planificada: esos son los tres pilares de la prosperidad de Occidente. Si se suprimiese la guerra, la miseria y los usureros, ustedes se derrumbarían. Y mientras ustedes consumen en exceso, el resto del mundo se hunde cada vez más profundamente en el desastre crónico. Ignorancia, militarismo y procreación… y el mayor mal de los tres es la procreación. No hay esperanzas, ni la menor posibilidad de solucionar el problema económico hasta que eso haya sido dominado. A medida que crece la población, desciende la prosperidad. — Trazó la curva descendente con un dedo extendido. — Y a medida que desciende la prosperidad comienzan a crecer el descontento y la rebelión — el índice volvió a subir —, el salvajismo político y el régimen unipartidista, el nacionalismo y la belicosidad. Otros diez o quince años de procreación desenfrenada, y todo el mundo, desde China hasta Perú, pasando por el África y el Medio Oriente, estará atestado de Grandes Líderes, todos dedicados a la represión de la libertad, todos armados hasta los dientes por Rusia o Norteamérica, o, mejor aun, por ambos a la vez, y todos agitando banderas y pidiendo a gritos el lebensraum. — ¿Y qué hay de Pala? — inquirió Will —. Dentro de diez anos, ¿tendrán ustedes también la bendición de un Gran Líder? — Si podemos evitarlo, no — contestó el doctor Robert —. Siempre hemos hecho lo posible para evitar que surgiese un Gran Líder. Con el rabo del ojo, Will vio que Murugan tenía una expresión de indignado y despectivo disgusto. Era evidente que en su imaginación Antinoo se veía como un héroe de Carlyle. Will se volvió hacia el doctor Robert. — Dígame cómo lo hacen. — Bien, por empezar no libramos guerras ni nos preparamos para ellas. Por consiguiente no tenemos necesidad de conscripción, ni de jerarquías militares, ni de un comando unificado. Luego está nuestro sistema económico: no permite que nadie se vuelva más de cuatro o cinco veces más rico que el común de la gente. Eso significa que no tenemos capitanes de industria ni omnipotentes financieros. Más aun, no tenemos omnipotentes políticos o burócratas. Pala es una federación de unidades autónomas, de unidades geográficas, de unidades profesionales, de unidades económicas… de modo que hay espacio de sobra para la iniciativa en pequeña escala y para los dirigentes democráticos, pero no lo hay para dictador alguno al frente de un gobierno centralizado. Otra cosa: no tenemos iglesia establecida, y nuestra religión pone el acento en la experiencia inmediata y deplora la creencia en los dogmas inverificables y en las emociones que esa creencia inspira. De modo que estamos protegidos de las plagas del papismo por un lado y del reavivamiento fundamentalista por el otro. Y junto con la experiencia trascendental cultivamos sistemáticamente el escepticismo. Impedir que los niños se tomen las palabras demasiado en serio, enseñarles a analizar todo lo que oyen o leen: esto forma parte integral del programa escolar. Resultado: el demagogo elocuente, como Hitler o nuestro vecino del otro lado del estrecho, el coronel Dipa, no tienen posibilidad alguna en Pala. Eso fue demasiado para Murugan. Incapaz de contenerse, estalló: — ¡Pero mire la energía que el coronel Dipa infunde a su pueblo! ¡Mire la devoción y la abnegación! Aquí no tenemos nada de eso. — Gracias a Dios — dijo el doctor Robert con unción. — Gracias a Dios — repitió Vijaya. — Pero esas cosas son buenas — protestó el joven —. Yo las admiro. — Yo también — declaró el doctor —. Las admiro de la misma manera que admiro un tifón. Por desgracia, ese tipo de energía, devoción y abnegación resulta ser incompatible con la libertad, y no hablemos ya de la razón y la decencia humana. Pero la decencia, la razón y la libertad son las cosas por las cuales ha venido trabajando Pala desde la época de su homónimo, Murugan el Reformador. De abajo de su asiento Vijaya tomó una caja de hojalata y, levantando la tapa, distribuyó una primera rueda de emparedados de queso y aguacate. — Tendremos que comer mientras viajamos. — Puso en marcha el motor y con una mano, ya que la otra la tenía ocupada con el emparedado, llevó el pequeño automóvil al camino. — Mañana — le dijo a Will — le mostraré la aldea y la visión, más notable aun, de mi familia almorzando. Hoy tenemos una cita en las montañas. Cerca de la entrada de la aldea internó el jeep por un camino lateral que subía serpenteando, empinado, por entre los arrozales y campos de hortalizas escalonados, salpicados de huertos y, aquí y allá, plantaciones de arbolitos destinados, según explicó el doctor Robert, a proporcionar materia prima a las fábricas de pulpa de papel de Shivapuram. — ¿Cuántos periódicos mantiene Pala? — inquirió Will, y se sorprendió al enterarse de que había uno solo —. ¿Quién tiene el monopolio? ¿El gobierno? ¿El partido que se encuentra en el poder? ¿El Joe Aldehyde local? — Nadie tiene el monopolio — le aseguró el doctor Robert —. Hay un cuerpo de directores que representan a media docena de partidos e intereses distintos. Cada uno de ellos recibe una porción de espacio para comentarios y críticas. El lector se encuentra entonces en condiciones de comparar los argumentos de todos ellos y tomar una decisión por su cuenta. Recuerdo cuánto me escandalicé la primera vez que leí uno de los periódicos de gran circulación de ustedes. Lo prejuiciado de los titulares, la sistemática unilateralidad de los informes y los comentarios, los lemas y frases hechas en lugar de argumentos… Nada de hacer un serio llamado a la razón. Por el contrario, un esfuerzo sistemático por implantar reflejos condicionados en la mente de los votantes… y, en lo que se refiere a todo lo demás, crímenes, divorcios, anécdotas, paparruchas, cualquier cosa que los distraiga, cualquier cosa que les impida pensar. El coche continuaba trepando y ahora se encontraba en una cima, entre dos pendientes pronunciadas; abajo, en el fondo de un barranco, a la izquierda, había un lago bordeado de árboles, y a la derecha un valle más amplio donde, entre dos aldeas sombreadas de árboles, como un trozo incongruente de geometría pura, se extendía una enorme fábrica. — ¿Cemento? — preguntó Will. El doctor Robert asintió. — Una de las industrias indispensables. Producimos todo el que necesitamos, y un excedente para la exportación. — ¿Y esas aldeas proporcionan la mano de obra? — En los intervalos de los trabajos agrícolas y de las labores en los bosques y aserraderos. — ¿Y funciona bien ese sistema de trabajos alternados? — Depende de lo que usted quiera decir con bien. Pero en Pala la máxima eficiencia no es el imperativo categórico que representa para ustedes. Ustedes piensan primero en obtener la producción más grande posible en el menor tiempo posible. Nosotros pensamos primero en los seres humanos y en sus satisfacciones. El cambio de trabajos no es lo mejor para obtener una gran producción en pocos días. Pero a la mayoría de la gente le gusta más que hacer un solo trabajo toda la vida. Si se trata de elegir entre la eficiencia mecánica y la satisfacción humana, elegimos la satisfacción. — Cuando yo tenía veinte años — intervino Vijaya — trabajé cuatro meses en esa fábrica de cemento… y después diez semanas en la producción de superfosfatos y seis meses en la selva, como maderero. — ¡Ese espantoso trabajo honrado! — Hace veinte años — dijo el doctor Robert — trabajé un tiempo en la fundición de cobre. Después de lo cual probé el sabor del mar en un barco pesquero. Conocer todo tipo de trabajo: eso forma parte de la educación de todos nosotros. De esa manera se aprenden muchísimas cosas… sobre los trabajos, las organizaciones, sobre todo tipo de personas y de su manera de pensar. Will meneó la cabeza. — Yo prefiero sacarlo de un libro. — Pero lo que se saca de un libro no es nunca eso. En el fondo — agregó el doctor Robert — todos ustedes siguen siendo platónicos. ¡Adoran la palabra y odian la materia! — Eso dígaselo a los sacerdotes — replicó Will —. Continuamente nos reprochan que somos unos groseros materialistas. — Groseros — convino el doctor —, pero groseros precisamente porque son unos materialistas tan inadecuados. Un materialismo abstracto: eso es lo que profesan. En tanto que nosotros nos preocupamos de ser materialistas concretos: materialistas en el plano sin palabras de la visión, el tacto y el olfato, de los músculos en tensión y las manos sucias. El materialismo abstracto es tan malo como el idealismo abstracto; torna casi imposible la experiencia espiritual inmediata. Probar distintos tipos de trabajo como materialistas concretos es el primer paso, el indispensable en nuestra educación para la espiritualidad concreta. — Pero aun el materialismo más concreto — especificó Vijaya — no lo llevará muy lejos si no tiene plena conciencia de lo que está haciendo y experimentando. Tiene que tener plena conciencia de los trozos de materia que maneja, de las habilidades manuales que practica, de la gente con la cual trabaja. — Muy cierto — dijo el doctor —. Tendría que haber aclarado que el materialismo concreto no es más que la materia prima para una vida plenamente humana. Por medio de la conciencia, y de la conciencia constante, las trasformamos en espiritualidad concreta. Tenga plena conciencia de lo que hace y el trabajo se convierte en el yoga del trabajo, el juego se convierte en el yoga del juego, la vida cotidiana se trasforma en el yoga de la vida cotidiana. Will pensó en Ranga y en la pequeña enfermera. — ¿Y qué me dice del amor? El doctor Robert asintió. — También eso. La conciencia lo trasfigura, convierte el amor en el yoga del amor. Murugan hizo una imitación de su madre cuando se escandalizaba. — Medios psicofísicos para un fin trascendental —«Vijaya, levantando la voz para cubrir el chirrido de primera velocidad a que había pasado —: eso son en lugar todos estos yogas. Pero son algo más: son para hacer frente a los problemas del poder. — Pasó a una velocidad más silenciosa y bajó la voz a su tono menor. Los problemas del poder — repitió —. Y uno se encuentra a ellos en todos los planos de la organización… los planos, desde los gobiernos nacionales hasta los de los niños y las parejas en luna de miel. Porque trata simplemente de hacer que las cosas resulten difíciles para los Grandes Líderes. Hay, además, millones de perseguidores en pequeña escala, están todos los ingloriosos Hitler, todos los Napoleones de Aldea, los Calvinos y Torquemadas de la familia. Para no hablar todos los bandidos y bravucones lo bastante estúpidos para conseguir que los condenen como criminales. ¿Cómo se puede canalizar el enorme poder que engendra esa gente, para hacerlo funcionar en forma útil… o por lo menos para impedir que haga daño? — Eso es lo que quiero que me diga — respondió Will —. ¿Por dónde empiezan? — Empezamos por todas partes a la vez — dijo Vijaya —. Pero como no se puede decir más de una cosa por vez, comencemos hablando de la anatomía y fisiología del poder. Háblele de su enfoque bioquímico del tema, doctor Robert. — Todo ello — dijo éste — empezó hace casi cuarenta años, cuando yo estudiaba en Londres. Comenzó con las visitas a las cárceles los fines de semana y la lectura de libros de historia cada vez que tenía una noche libre. Historia y cárceles — repitió —. Descubrí que tenían una estrecha vinculación. El registro de los delitos, las locuras y las desdichas de la humanidad (eso es Gibbon, ¿verdad?) y el lugar en que los crímenes y las locuras que no han tenido éxito son castigados por un tipo especial de desdicha. Mientras leía mis libros y conversaba con mis presidiarios, me sorprendí formulando preguntas. ¿Qué tipo de personas se convertían en delincuentes peligrosos: los grandes delincuentes de los libros de historia, los pequeños de Pentonville? ¿Qué tipos de personas son movidas por el apetito de poder, la pasión de la bravuconería, la dominación? Y los implacables, los hombres, los que saben lo que quieren y no tienen escrúpulos en matar a fin de obtenerlo, los monstruos que hieren, no por ganancia alguna, sino gratuitamente, porque herir y matar son cosas tan divertidas… ¿quiénes son? Hay que discutir estos problemas con los expertos: médicos, expertos en ciencias sociales, maestros. Dalton había pasado de moda, y la mayoría de mis muertos me aseguraban que las únicas respuestas válidas a esos interrogantes eran respuestas en términos de cultura, de condicionamiento precoz y de ambientes traumatizantes. Yo sólo me sentí convencido a medias. La madre, el adiestramiento en las costumbres del cuarto de baño, toda esa tontería del ambiente: resultaba evidente que se trataba de cosas importantes. ¿Pero eran absolutamente importantes? Durante mis visitas a las cárceles había comenzado a ver pruebas de cierto tipo de esquema integrado… o más bien de dos tipos de esquemas integrados, porque los delincuentes peligrosos y los enredadores amantes del poder no pertenecen a una sola especie. La mayoría de ellos, como iba advirtiendo ya entonces, pertenecen a una de dos especies distintas y disímiles: Los Musculosos y los Peter Pan. Yo me he especializado en el tratamiento de los Peter Pan. — ¿Los chicos que nunca llegan a crecer? — interrogó Will. — «Nunca» es una palabra errónea. En la vida real los Peter Pan siempre terminan creciendo. Lo único que sucede es que crecen demasiado tarde… crecen, en términos fisiológicos, más lentamente de lo que crecen en términos de cumpleaños. — ¿Y qué sucede con los Peter Pan femeninos? — Son muy raras. Pero los jóvenes son tan comunes como el pasto. La norma es de un Peter Pan por cada cinco p seis chicos de sexo masculino. Y entre los niños problema, entre los chicos que no saben leer, no congenian con uno y por último se lanzan hacia las formas más violentas de la delincuencia, siete de cada diez, si se les saca una radiografía de los huesos de la muñeca, resultan ser otros tantos Peter Pan. Los demás son en su mayoría Hombres Musculosos de uno u otro tipo. — Estoy tratando de recordar — dijo Will — un buen ejemplo histórico de un Peter Pan delincuente. — No necesita ir muy lejos. El más reciente, así como el mejor y el más grande, fue Adolf Hitler. — ¿Hitler? — El tono de Murugan era de escandalizado asombro. Resultaba evidente que Hitler era uno de sus héroes. — Lea la biografía del Führer — dijo el doctor Robert —. Un Peter Pan, si es que alguna vez hubo uno. Un caso irremediable en la escuela. Incapaz de competir o de colaborar. Envidiaba a todos los chicos normalmente exitosos… y, como los envidiaba, los odiaba, y para sentirse mejor, los despreciaba porque eran seres inferiores. Y luego llegó la época de la pubertad. Pero Adolf era sexualmente atrasado. Otros jóvenes hacían insinuaciones a las chicas, y éstas les respondían. Pero Adolf era demasiado tímido, demasiado inseguro de su virilidad. Y al mismo tiempo era incapaz de un trabajo continuado, y sólo se encontraba a sus anchas en el compensatorio Otro Mundo de su imaginación. Allí por lo menos era Miguel Ángel. Aquí, por desgracia, no podía dibujar. Sus únicos dones eran el odio, una baja astucia, un juego de infatigables cuerdas vocales y un talento para hablar interminablemente, a voz en cuello, desde las profundidades de su paranoia peterpánica. Treinta o cuarenta millones de muertos y Dios sabe cuántos miles de millones de dólares: ese es el precio que el mundo tuvo que pagar por la maduración retardada del pequeño Adolf. Por fortuna la mayoría de los chicos que crecen con demasiada lentitud nunca consiguen una oportunidad de convertirse en algo más que en delincuentes de poca monta. Pero aun los delincuentes menores, si existen en suficiente cantidad, pueden cobrar un precio bastante considerable. Por eso tratamos de cortarlos en capullo… o más bien, ya que estamos hablando de los Peter Pan, por eso tratamos de hacer que sus capullos congelados se abran y crezcan. — ¿Y lo consiguen? El doctor Robert asintió. — No es difícil. En especial si se empieza desde muy temprano. Entre los cuatro años y medio y los cinco todos nuestros niños son objeto de un minucioso examen. Análisis de sangre, pruebas psicológicas, estomatotipia; luego les sacamos radiografías de las muñecas y les hacemos un electroencefalograma. Todos los bonitos y pequeños Peter Pan son descubiertos de modo inevitable, y en seguida se comienza el tratamiento adecuado. Al cabo de un año prácticamente todos son normales. Una cosecha de fracasados y criminales en potencia, de tiránicos y sádicos en potencia, de misántropos y revolucionarios por el placer de la revolución, también en potencia, es trasformada en una cosecha de ciudadanos útiles que pueden ser gobernados adandena asatthena: sin castigos y sin una espada. En la parte del mundo en que viven ustedes la delincuencia sigue siendo confiada a los sacerdotes, los trabajadores sociales y la policía. Sermones interminables y terapéutica de apoyo; sentencias carcelarias a carradas. ¿Y con qué resultados? La tasa de delincuencia sigue en constante aumento. Y no es extraño. Las palabras sobre la rivalidad entre los hermanos menores y el infierno y la personalidad de Jesús no son sustitutos de la bioquímica. Un año en la cárcel no cura a un Peter Pan de su desequilibrio endocrino, ni ayuda a un ex Peter Pan a librarse de las consecuencias psicológicas de dicho desequilibrio. Para la delincuencia peterpánica lo que hace falta es el diagnóstico precoz y tres cápsulas rosadas, todos los días, antes de las comidas. Dado un ambiente tolerable, el resultado será una dulce razonabilidad y una buena proporción de las virtudes cardinales, en el término de dieciocho meses. Y no hablemos de una probabilidad equitativa, donde antes no había posibilidad alguna, de la eventual prajnaparamrta y karuna, de eventual sabiduría y compasión. Y ahora haga que Vijaya le hable sobre los Musculosos. Como quizás haya observado, él es uno de ellos. — Inclinándose hacia adelante, el doctor Robert dio un golpecito en la ancha espalda del gigante. — ¡Carne sólida! — Y agregó —: ¡Qué suerte tenemos nosotros, pobres camarones, de que el animal no sea salvaje! Vijaya retiró una mano del volante, se golpeó el pecho y lanzó un ruidoso y feroz rugido. — No molesten al gorila — dijo, y rió bonachonamente. Y a continuación dijo a Will —: Piense en el otro gran dictador; piense en José Visariónovich Stalin. Hitler es el ejemplo supremo del Peter Pan delincuente. Stalin es el ejemplo supremo del Musculoso delincuente. Predestinado por su contextura, a ser un extravertido. No uno de esos, rotundos y parlanchines extravertidos que se dan por el gregarismo indiscriminado. No… el extravertido que todo lo pisotea, que empuja a todo el mundo; se siente obligado a Hacer Algo y jamás siente inhibición de las dudas o los remordimientos de conciencia, de la simpatía o la sensibilidad. En su testamento, Lenin aconsejaba a sus sucesores que se libraran de Stalin: el hombre tenía demasiada apetencia de poder, demasiada propensión a abusar de él. Pero el consejo llegó demasiado tarde. Stalin se encontraba ya tan firmemente atrincherado, que no era posible expulsarlo. Trotski había sido apartado; todos sus amigos, eliminados. Y ahora, como un Dios entre los ángeles del coro, se encontraba solo, en un cielo pequeño y cómodo, poblado sólo por adulones y hombres que a todo decían que sí. Y durante todo el tiempo se encontraba implacablemente atareado, liquidando a los kulaks, organizando granjas colectivas, construyendo una industria armamentista, desplazando a hostiles millones de personas de las granjas a las fábricas. Trabajando con una tenacidad, una lúcida eficiencia de la cual el Peter Pan alemán, con sus fantasías apocalípticas y sus talantes fluctuantes era absolutamente incapaz. Y en la última fase de la guerra, compare la estrategia de Stalin con la de Hitler. Un frío cálculo frente a los ensueños compensatorios, un realismo práctico frente a la tontería retórica en la que Hitler finalmente había llegado a convencerse de que debía creer. Dos monstruos, iguales en delincuencia, pero profundamente distintos en temperamento, en motivación inconsciente y, por último, en eficiencia. Los Peter Pan son maravillosamente competentes para iniciar guerras y revoluciones; pero hacen falta los Musculosos para llevarlas hasta su exitosa conclusión. He aquí la selva — agregó Vijaya en otro tono, agitando la mano en dirección de un gran risco de árboles que parecía impedirles todo ascenso posterior. Un momento más tarde habían abandonado el resplandor de la ladera desnuda para hundirse en un estrecho túnel verde que zigzagueaba entre muros de follaje frondoso, las trepadoras pendían de las arqueadas ramas y entre roncos de árboles gigantescos crecían helechos y rodoendros de hojas obscuras, con una densa profusión de arbustos y matas que a Will, mientras miraba en torno, le resultaron desconocidos y carentes de nombre. El aire estaba asfixiantemente húmedo, y había un olor caliente, acre, de lujuriosa vegetación y de ese otro tipo de vida que es la decadencia. Ahogado por el espeso follaje, Will escuchó el distante tintineo de hachas, el rítmico chirrido de una sierra. El camino viró una vez más y de pronto la verde obscuridad del túnel dejó su lugar a la luz del sol. Habían entrado en un claro del bosque. Altos y de anchos hombros, media docena de leñadores casi desnudos estaban dedicados a cortar las ramas de un árbol recién derribado. A la luz del sol, cientos de mariposas azules y color amatista revoloteaban, persiguiéndose unas a las otras, elevándose en una interminable danza casual. Ante una fogata, al otro lado del claro, un anciano revolvía lentamente el contenido de un caldero de hierro. Cerca de él, un cervatillo domesticado, de delicados miembros y elegante piel moteada, pastaba con tranquilidad. — Viejos amigos — dijo Vijaya, y gritó algo en palanés. Los leñadores le respondieron, también a gritos, y agitaron la mano. Luego el camino volvió a virar bruscamente y se encontraron trepando de nuevo por el verde túnel, entre los árboles. — Hablando de los Musculosos — dijo Will cuando se alejaron del claro —. Esos eran ejemplares realmente espléndidos. — Ese tipo de físico — dijo Vijaya — es una permanente tentación. Y sin embargo entre todos esos hombres — y he trabajado con veintenas de ellos — no encontré nunca un solo bravucón, un solo amante del poder, peligroso en potencia. — Lo que es otra forma de decir — interrumpió Murugan, despectivo — que nadie aquí tiene ambición alguna. — ¿Cuál es la explicación? — pregunto Will. — Muy sencilla, por lo que respecta a los Peter Pan. Jamás se les concede una oportunidad de que se les despierte el apetito de poder. Los curamos de su delincuencia antes de que haya tenido tiempo de desarrollarse. Pero los Musculosos son distintos. Aquí son tan musculares, son arrolladoramente extravertidos como entre ustedes. ¿Y por qué no se convierten en Stalin o Dipa, o por lo menos en tiranos domésticos? En primer lugar, nuestro orden social les ofrece muy pocas oportunidades de amedrentar a los miembros de sus familias, y nuestro orden político hace que les resulte prácticamente imposible dominar a nadie en gran escala. En segundo término, adiestramos a nuestros Musculosos para que sean hombres conscientes y sensibles, les enseñamos a gozar con las cosas vulgares de la existencia cotidiana. Esto significa que siempre tienen una alternativa — innumerables alternativas — en cuanto al placer de ser el amo. Y por último trabajamos en forma directa con el amor al poder y al dominio que siempre acompaña a ese tipo de físico en casi todas sus variaciones. Canalizamos ese amor al poder y lo desviamos… lo apartamos de la gente y lo dirigimos hacia las cosas. Les hacemos ejecutar toda clase de tareas difíciles… tareas esforzadas y violentas, que les ejercitan los músculos y satisfacen sus ansias de dominación… pero que las satisfacen a expensas de nadie, y en formas que son inofensivas o positivamente útiles. — De modo que esas espléndidas criaturas derriban árboles en lugar de derribar personas; ¿es eso? — En efecto. Y cuando se cansan del bosque, pueden ir al mar, o dedicarse a la minería, o tomar las cosas con calma, hablando en términos relativos, en los arrozales. Will Farnaby lanzó una repentina carcajada. — ¿Dónde está el chiste? — Estaba pensando en mi padre. Un poco de trabajo de leñador habría podido salvarlo… aparte de que hubiera sido la salvación de su desdichada familia. Por desgracia era un caballero inglés. La tala de árboles estaba fuera de cuestión. — ¿No tenía ninguna válvula de escape física para sus energías? Will negó con la cabeza. — Además de ser un caballero — explicó —, mi padre creía ser un intelectual. Pero un intelectual no caza ni juega al golf; no hace más que pensar y beber. Aparte del coñac, las únicas diversiones de mi padre consistían en amedrentar a los demás, en jugar al bridge contrato y en dedicarse a la teoría de la política. Se consideraba una versión del siglo XX de lord Acton… el último y solitario filósofo del liberalismo. ¡Tendría que haberlo oído hablar sobre las iniquidades del Estado moderno omnipotente! «El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente. Absolutamente.» Después de lo cual trasegaba otro coñac y volvía, con renovado placer, a su pasatiempo favorito: pisotear a su esposa e hijos. — Y si el propio Acton no se comportó de esa manera — dijo el doctor Robert — fue simplemente porque era un hombre virtuoso e inteligente. No había en sus teorías nada que pudiese impedir que un Musculoso delincuente o un Peter Pan no curado pisoteasen a cualquiera que se pusiese al alcance de sus pies. Esa fue la debilidad fatal de Acton. Como teórico político fue, en general, admirable. Como psicólogo práctico, fue casi una nulidad. Parece haber creído que el problema del poder podía ser solucionado por medio de buenas medidas sociales, complementadas, por supuesto, con una sólida moral y un poco de religión revelada. Pero el problema del poder tiene sus raíces en la anatomía, en la bioquímica y en el temperamento. El poder tiene que ser frenado en los planos legal y político, eso es evidente. Pero también es evidente que tiene que existir prevención en el plano individual. En el plano del instinto y la emoción, en el plano de las glándulas y las vísceras, los músculos y la sangre. Si alguna vez encuentro el tiempo necesario, me gustaría escribir un librito sobre la fisiología humana en relación con la ética, la religión, la política y la legislación. — La legislación — repitió Will —. Estaba a punto de preguntarle sobre ella. ¿No tienen ustedes ningún castigo, ninguna espada? ¿O todavía necesitan jueces y policías? — Aún los necesitamos — respondió el doctor —. Pero no necesitamos tantos como ustedes. En primer lugar, gracias a la medicina preventiva y la educación preventiva, no cometemos muchos crímenes. Y en segundo término, la mayoría de los pocos delitos que se cometen son tratados por el CAM del criminal. La terapia de grupo, dentro de una comunidad que ha asumido la responsabilidad del grupo en lo referente al delincuente. Y en los casos difíciles la terapia de grupo se complementa con el tratamiento médico y con un curso de experiencias con la medicina moksha, dirigida por alguien que posea un grado excepcional de discernimiento. — ¿Y dónde aparecen los jueces? — El juez escucha las pruebas, decide si el acusado es culpable o inocente, y en este último caso lo envía a su CAM y, cuando ello resulta aconsejable, al grupo local de expertos en medicina y en micomística. A determinados intervalos, los expertos y el CAM se presentan al juez para informar. Cuando los informes son satisfactorios, el caso se archiva. — ¿Y si no son nunca satisfactorios? — A la larga siempre lo son — replicó el doctor Robert. Hubo un silencio. — ¿Alguna vez trepó a una montaña? — preguntó Vijaya de pronto. Will rió. — ¿Cómo le parece que me fracturé la pierna? — Esa fue una ascensión forzada. ¿Trepó alguna vez por diversión? — Bastantes — respondió Will — para convencerme de que no era muy competente. Vijaya miró a Murugan. — ¿Y usted, cuando estuvo en Suiza? El joven se ruborizó intensamente y meneó la cabeza. — No se puede hacer ninguna de esas cosas — masculló —, si se tiene tendencia a la tuberculosis. — ¡Qué lástima! — exclamó Vijaya —. Habría sido tan bueno para usted… — ¿La gente trepa mucho en estas montañas? — preguntó Will. — La ascensión es parte integral del programa escolar. — ¿Para todos? — Un poco para todos. Con trabajos más avanzados de ascensión para los Musculosos absolutos… es decir, uno de cada doce jóvenes y una de cada veintisiete muchachas, pronto veremos a algunos jovencitos en su primera ascensión poselemental. El verde túnel se ensanchó, se tornó más luminoso, y de pronto se encontraron fuera del chorreante bosque, en un amplio reborde de terreno casi llano, cercado por tres lados por rocas rojizas que se erguían seiscientos y más metros hacia arriba, en una sucesión de crestas dentadas y pináculos aislados. Había frescura en el aire, y cuando pasaron del sol a la sombra de una isla flotante de cúmulos, casi sintieron frío. El doctor Robert se inclinó hacia adelante y señaló, a través del parabrisas, un grupo de blancos edificios situados en un pequeño otero, cerca del centro de la meseta. — Esa es la Estación de Altura — dijo —; a dos mil cien metros sobre el nivel del mar, con más de dos mil hectáreas de buena tierra llana, en la que podemos plantar prácticamente todo lo que crece en Europa oriental. Trigo y cebada, arvejas y coles, lechuga y tomates; grosellas blancas y frambuesas, avellanas, ciruelas verdales, duraznos, damascos. Más todas las valiosas plantas nativas de las altas montañas en estas latitudes… incluso los hongos que nuestro amigo desaprueba con tanta violencia. — ¿Ese es el lugar a que nos dirigimos? — inquirió Will. — No, vamos más arriba. El doctor Robert señaló el último puesto avanzado de la cordillera, una montaña de roca color rojo obscuro desde la cual la tierra caía sobre un costado de la selva y, por el otro, trepaba vertiginosamente hacia la cumbre invisible, perdida entre las nubes. — Hasta el viejo templo de Siva al que los peregrinos solían ir todos los equinoccios de primavera y otoño. Es uno de mis lugares favoritos en toda la isla. Cuando los niños eran pequeños, solíamos subir. Lakshmi y yo, casi todas las semanas. ¡Cuántos años hace de eso! — En su voz había aparecido una nota de tristeza. Suspiró y, recostándose contra el respaldo del asiento, cerró los ojos. Se apartaron del camino que iba hacia la Estación de Altura y siguieron ascendiendo. — Entramos en el último tramo, el peor — dijo Vijaya —. Siete recodos cerrados y medio kilómetro de túnel sin ventilación. Pasó a primera velocidad y la conversación se hizo imposible. Diez minutos más tarde habían llegado. X Moviendo con cautela su pierna inmovilizada, Will salió del coche y miró en torno. Entre los rojos picachos y los insondables descensos en todas las direcciones, la cresta de la montaña había sido nivelada, y en el centro de la larga y estrecha terraza se encontraba el templo: una gran torre roja de la misma sustancia que las montañas, maciza, cuadrilátera, con acanaladuras verticales. Una cosa simétrica, en contraste con las rocas, pero regular no como lo son las abstracciones euclideanas; regular con la geometría pragmática de una cosa viva. Sí, de una cosa viva, porque todas las superficies de rica textura del templo, todos sus contornos perfilados contra el cielo se curvaban orgánicamente hacia adentro, estrechándose a medida que ascendían hacia un anillo de mármol, por encima del cual la piedra roja volvía a hincharse, como la cápsula germinal de una planta en florecimiento, convirtiéndose en una cúpula achatada, de múltiples nervaduras, que coronaba el conjunto. — Construido unos cincuenta años antes de la conquista normanda — dijo el doctor Robert. — Y parece — comentó Will — como si no hubiese sido construido por nadie… como si hubiera crecido de la roca, surgido como el capullo de un agave, en la punta de un ascenso por un tallo de tres metros y un estallido de flores. Vijaya le tocó el brazo. — Mire — dijo —. Está descendiendo un grupo de Elementales. Will se volvió hacia la montaña y vio a un joven de botas claveteadas y ropas de alpinista que descendía por una grieta, al borde del precipicio. En un lugar en que la grieta ofrecía un lugar conveniente de descanso, se detuvo y, echando la cabeza hacia atrás, lanzó un enérgico grito alpino en falsete. Quince metros por encima de él apareció un joven por detrás de un baluarte de roca, descendió del reborde en que se encontraba y comenzó a bajar por la grieta. — ¿No lo tienta? — preguntó Vijaya volviéndose hacia Murugan. Murugan se encogió de hombros, sobreactuando en exceso el papel del adulto sofisticado y aburrido que tiene ocupaciones más importantes que contemplar el juego de unos cuantos niños. — En lo más mínimo. — Se apartó y se sentó en una antiquísima talla de un león; sacó del bolsillo una revista norteamericana con carátula de vivos colores y comenzó a leer. — ¿Qué es eso? — inquirió Vijaya. — Ficción científica. — En la voz de Murugan había un matiz de desafío. El doctor Robert rió. — Cualquier cosa, con tal de eludir los Hechos. Murugan fingió no haberlo escuchado; volvió una página y continuó leyendo. — Es muy competente — dijo Vijaya, que había estado contemplando los movimientos del joven escalador —. En cada extremo de la cuerda tienen un hombre de experiencia — agregó —. Al principal no se lo puede ver. Está detrás de esa roca, en una grieta paralela, a diez o quince metros más arriba. Allí hay permanentemente un jalón de hierro, al que se puede amarrar la cuerda. Todo el grupo podría caerse y no pasaría nada. Esparrancado entre puntos de apoyo de ambas paredes de la estrecha grieta, el jefe del grupo gritaba continuamente órdenes y voces de estímulo. Luego, cuando el joven se acercó, le dejó su lugar, trepó otros diez metros y, deteniéndose, volvió a lanzar el grito alpino. Ataviada con botas y pantalones, una joven de elevada estatura, con el cabello peinado en trenzas, apareció por detrás de la roca y se introdujo en la grieta. — ¡Excelente! — exclamó Vijaya, con tono aprobatorio, cuando la vio. Entretanto, de un bajo edificio situado al pie del risco — versión tropical, evidentemente, de una choza alpina —, un grupo de jóvenes había salido para ver qué ocurría. Pertenecían, se le dijo a Will, a otros tres grupos de escaladores que habían pasado por su prueba poselemental ese mismo día, más temprano. — ¿El mejor equipo gana un premio? — preguntó Will. — Nadie gana nada — respondió Vijaya —. Esto no es una competencia. Más bien es una prueba. — Una prueba — explicó el doctor Robert — que constituye la primera etapa de su iniciación en la adolescencia, el abandono de la infancia. Una prueba que los ayuda a entender el mundo en que tendrán que vivir, los ayuda a comprender la omnipresencia de la muerte, la precariedad esencial de toda la existencia. Pero después de la prueba viene la revelación. Dentro de unos minutos estos jóvenes y muchachas recibirán su primera experiencia de la medicina moksha. La tomarán todos juntos y habrá una ceremonia religiosa en el templo. — ¿Algo así como un servicio de confirmación? — Sólo que esto es algo más que una jerigonza teológica. Gracias a la medicina moksba, incluye una verdadera experiencia de la cosa real. — ¿La cosa real? — Will meneó la cabeza. — ¿Existe eso? Ojalá pudiese creerlo. — No se le pide que lo crea — dijo el doctor Robert —. La cosa real no es una proposición; es un estado del ser. No enseñamos credos a nuestros chicos ni los excitamos por medio de símbolos con carga emocional. Cuando les llega el momento de aprender las verdades más profundas de la religión los hacemos subir por un precipicio y luego les administramos cuatrocientos miligramos de revelación. Dos experiencias de primera mano en materia de realidad, de las cuales cualquier muchacha o joven razonablemente inteligente puede extraer una buena idea sobre qué es qué. — Y no olvide el viejo y querido problema del poder — dijo Vijaya —. El escalamiento de roca es una rama de la ética aplicada; es otro sustituto preventivo de la bravuconería. — De modo que mi padre habría tenido que ser un escalador, además de leñador. — Puede reírse — dijo Vijaya, riendo él mismo —. Pero sigue en pie el hecho de que eso funciona bien. Funciona. Antes que nada, tuve que trepar para salir de veintenas, literalmente veintenas de las más feas tentaciones de hacer sentir mi fuerza… Y como mi fuerza es considerable — agregó —, las tentaciones eran correspondientemente considerables. — En apariencia hay un solo defecto — dijo Will —. Mientras uno trepa para salir de las tentaciones, puede caer y… — Se interrumpió, al recordar, de pronto, lo que le había sucedido a Dugald MacPhail. Fue el doctor quien terminó la frase. — Puede caer — dijo con lentitud — y matarse. Dugald trepaba solo — continuó luego de una pequeña pausa —. Nadie sabe qué ocurrió. Lo encontraron al día siguiente. — Hubo un prolongado silencio. — ¿Y sigue creyendo que eso es una buena idea? — interrogó Will, señalando con su bastón de bambú las figuritas que trepaban tan laboriosamente por la vertiginosa desnudez de la roca. — Sigo creyendo que es una buena idea. — Pero la pobre Susila… — Sí, la pobre Susila — repitió el doctor —. Y los pobres chicos, la pobre Lakshmi, el pobre yo. Pero si Dugald no se hubiese hecho la costumbre de arriesgar la vida, habría sido pobre de todos por otros motivos. Es mejor cortejar el peligro de matarse que cortejar el de matar a otros, o por lo menos de hacerlos desdichados. De herirlos porque uno es naturalmente agresivo y demasiado prudente, o demasiado ignorante como para desgastar la agresión en un precipicio. Y ahora — continuó en otro tono — quiero mostrarle el paisaje. — Y yo iré a conversar con esos jóvenes. — Vijaya se alejó hacia el grupo que se encontraba al pie de las rocas rojas. Dejando a Murugan con su revista de ficción científica, Will siguió al doctor Robert a través de una puerta flanqueada por columnas y cruzó la ancha plataforma de piedra que rodeaba al templo. En un extremo de dicha plataforma había un pequeño pabellón coronado por una cúpula. Entraron y, cruzando hacia el ancho ventanal sin vidrios, miraron hacia fuera. El mar se elevaba hasta la línea del horizonte, como un muro compacto de jade y lapizlázuli. Debajo de ellos, al pie de una caída vertical de trescientos metros, se encontraba el verde de la selva. Más allá de ésta, plegadas verticalmente en contrafuertes y afloramientos, escalonadas horizontalmente en una gigantesca escalinata, construida por el hombre, de innumerables campos, las laderas inferiores descendían, empinadas, hasta una amplia llanura, en cuyo límite más lejano, entre los huertos y la playa bordeada de palmeras, se extendía una considerable ciudad. Vista desde ese elevadísimo mirador, en su brillante integridad, parecía el minúsculo, y meticuloso cuadro de una ciudad en un libro medieval de oraciones. — Ahí está Shivapuram — dijo el doctor —. Y ese complejo de edificios, en la colina que se encuentra al otro lado del río… es el gran templo budista. Un poco más antiguo que Borobudur, y la escultura es tan hermosa como cualquiera que pueda encontrarse en la India antigua. — Hubo un silencio. — Ahí, en esa casita de verano, solíamos comer nuestras meriendas cuando llovía — continuó —. Jamás olvidaré el día en que Dugald (debe de haber tenido unos diez años) se divirtió trepando al alféizar de la ventana y quedándose allí parado sobre un pie, en la actitud de Siva danzante. La pobre Lakshmi casi se volvió loca del susto. Pero Dugald era un escalador nato. Lo que hace que el accidente resulte más incomprensible aun. — Meneó la cabeza; luego, después de otro silencio, dijo —: La última vez que vinimos aquí fue hace ocho o nueve meses. Dugald todavía estaba vivo y Lakshmi no se encontraba aún demasiado débil para salir con sus nietos. Él volvió a hacer esa pirueta de Siva en homenaje de Tom Krishna y Sarojini. Sobre una pierna; y movió los brazos con tanta velocidad, que cualquiera habría jurado que tenía cuatro. — El doctor se interrumpió. Tomó del suelo un trocito de argamasa y lo arrojó por la ventana. — Abajo, abajo, abajo… El espacio vacío. Pascal avait son gouffre. ¡Cuan extraño que ese sea a la vez el más poderoso símbolo de la muerte y el más poderoso símbolo de la vida más plena e intensa! — De pronto se le iluminó el rostro. — ¿Ve ese halcón? — ¿Un halcón? El doctor señaló hacia donde, a mitad de camino entre la elevación en que se encontraban y el obscuro techo del bosque, una pequeña encarnación parda de la velocidad y la rapiña giraba perezosamente, con las alas inmóviles. — Me recuerda un poema que el Viejo Raja escribió una vez sobre este lugar. — El doctor guardó un instante de silencio, y luego comenzó a recitar. Aquí arriba, me preguntas, aquí, donde Siva baila sobre el mundo, ¿qué demonios estoy haciendo? No hay respuesta, amigo… a no ser ese halcón que gira allá abajo, esas negras y sagitales velocidades que arrastran largos hilos de plata por el aire… los chillidos de sus gritos. ¡Cuan lejos, dices, están los calurosos llanos; cuan lejos — con tono de reproche — de toda mi gente! ¡Y sin embargo cuan cerca! Pues aquí, entre el nublado cielo y el mar de abajo, repentinamente visible, leo su luminoso secreto y el mío. — Y el secreto, si no entiendo mal, es este espacio vacío. — O más bien aquello de lo cual este espacio vacío es el símbolo: la Naturaleza de Buda en nuestro perpetuo perecer. Cosa que me recuerda…. — Miró su reloj. — ¿Qué sigue ahora, en el programa? — preguntó Will cuando salieron al resplandor del sol. — El servicio en el templo — respondió el doctor Robert —. Los jóvenes escaladores ofrecerán su hazaña a Siva… En otras palabras, a su propia Talidad vista como Dios. Después de lo cual pasarán a la segunda parte de su iniciación: la experiencia de liberarse de sí. — ¿Por medio de la medicina mokshal? El doctor asintió. — Sus jefes se la administran antes de que salgan de la choza de la Asociación de Escalamiento. La medicina comienza a producir su efecto durante los servicios. De paso — agregó —, los servicios religiosos se realizan en sánscrito, de modo que usted no entenderá ni una palabra. Vijaya hará su alocución en inglés… hablará en su condición de presidente de la Asociación de Escalamiento. También yo hablaré en inglés. Y, por supuesto, la mayoría de los jóvenes también, usarán ese idioma. Dentro del templo había una fresca y cavernosa obscuridad, sólo atemperada por la débil luz del sol que se filtraba por un par de pequeñas ventanas con celosías y por las siete lámparas que pendían, como un halo de amarillas y temblorosas estrellas, sobre la cabeza de una imagen ubicada en el altar. Era una estatua de cobre, no mayor que un niño, de Siva. Rodeado por una gloria orlada de llamas, con los cuatro brazos detenidos en un ademán, el cabello trenzado salvajemente agitado, el pie derecho pisando una figura enana de la más repugnante malignidad, el izquierdo graciosamente en alto, el dios estaba congelado en medio de su éxtasis. Ya sin sus trajes de escalar, sino con sandalias, el pecho desnudo y con pantaloncitos o faldas de vivos colores, una veintena de muchachas y jóvenes, junto con los seis que habían hecho de dirigentes e instructores, se encontraban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas. Sobre ellos, en el último de los escalones del altar, un anciano sacerdote, afeitado y con vestiduras amarillas, entonaba algo sonoro e incomprensible. Dejando a Will instalado en un asiento conveniente, el doctor Robert se dirigió en puntillas hacia donde se encontraban sentados Vijaya y Murugan, y se acuclilló junto a ellos. El espléndido retumbo del sánscrito cedió lugar a un agudo cántico nasal, y a su debido tiempo el cántico fue sustituido por una letanía, en la que las frases sacerdotales alternaban con la respuesta de la congregación.. Luego quemaron incienso en un turiferario de bronce. El anciano sacerdote levantó las dos manos pidiendo silencio, y durante un largo momento preñado del más perfecto silencio el hilo gris del humo de incienso se elevó, recto y firme, ante el dios; luego, cuando se encontró con la brisa de las ventanas, se quebró y se perdió de vista en una nube invisible que llenaba todo el penumbroso espacio con la misteriosa, fragancia de otro mundo. Will abrió los ojos y vio que Murugan, el único de toda la congregación, se agitaba, inquieto. Y no sólo se agitaba; hacía muecas de impaciente desaprobación. Él nunca había ascendido a la montaña; por lo tanto la ascensión era una simple tontería. Se había negado a probar la medicina moksha; por lo tanto los que la usaban eran seres increíbles. Su madre creía en los Maestros Elevados y parloteaba regularmente con Koot Hoomi; por lo tanto la imagen de Siva era un vulgar ídolo. Qué elocuente pantomima, pensó Will mientras observaba al joven. Pero por desgracia para el pobre Murugan, nadie prestaba la menor atención a sus contorsiones. — Shivanayama — dijo el anciano sacerdote quebrando el prolongado silencio, y, una vez más —, Shivanayama. — Hizo un gesto de llamado. Levantándose de su lugar, la joven alta que Will había visto descender por el precipicio, subió los escalones del altar. En puntas de pie, el cuerpo aceitado y brillante como una segunda estatua de cobre a la luz de las lámparas, colgó una guirnalda de flores color amarillo pálido en el más alto de los dos brazos izquierdos de Siva. Luego, uniendo las palmas de las manos, contempló el rostro serenamente sonriente del dios y, con voz que al principio temblaba pero que luego se hizo cada vez más firme, comenzó a hablar: Oh tú, creador; tú, destructor; tú, que sostienes y pones fin; que a la luz del sol bailas entre los pájaros y los niños que juegan, que a la medianoche danzas entre los cadáveres, junto a las piras; tú, Siva, negro y terrible Bhairava; tú, Talidad e Ilusión, el Vacío y Todas las Cosas, eres el señor de la vida, y por eso te he traído flores; eres el señor de la muerte y por eso te he traído mi corazón… Ese corazón es ahora tu pira. En ella la ignorancia y el yo serán consumidos por el fuego. Para que puedas bailar, Bhairava, entre las cenizas. Para que puedas bailar, señor Siva, en un lugar de flores, y yo bailar contigo. La joven levantó los dos brazos e hizo un ademán que insinuaba la extática devoción de cien generaciones de adoradores danzantes; luego se volvió y se alejó hacia la media luz. «Shivanayama», gritó alguien. Murugan lanzó un bufido despectivo cuando el estribillo fue recogido por otras voces jóvenes. «Shivanayama, Shivanayama…» El anciano sacerdote entonó otro pasaje de las escrituras. En la mitad de su recitado un pajarillo gris de cabeza carmesí entró volando por una de las ventanas de celosías, aleteó alocadamente en torno a las lámparas del altar y luego, gorjeando en estrepitoso e indignado terror, volvió a precipitarse hacia afuera. El cántico continuó, ascendiendo a su culminación, y terminó en una susurrada oración de paz: Shanti, shanti, shanti. El sacerdote se volvió hacia el altar, cogió un largo cirio y, tomando la llama de una de» las lámparas de sobre la cabeza de Siva, encendió otras siete lámparas que pendían dentro de un profundo nicho, debajo de la losa en que se encontraba el danzarín. Reflejada en la pulida convexidad del metal, la luz reveló otra estatua: esta vez de Siva y Parvati, del archiyoga sentado, que mientras dos de sus cuatro manos mantenían en alto el tambor y el fuego simbólicos, acariciaba con el segundo par a la amorosa deidad, por la cual era cabalgado en ese eterno abrazo de bronce. El sacerdote agitó la mano. Esta vez se adelantó a la luz un joven de piel morena y poderosos músculos. Inclinándose, colgó la guirnalda que llevaba del cuello de Parvati; luego, retorciendo la larga cadena de flores, dejó caer un segundo lazo de blancas orquídeas sobre la cabeza de Siva. — Cada uno es ambos — dijo. — Cada uno es ambos — repitió el coro de jóvenes voces. Murugan sacudió la cabeza con violencia. — Oh tú que te has ido — dijo el joven moreno —, que te has ido, que te has ido a la otra orilla, que has desembarcado en la otra orilla; oh tú, ilustración, y tú, la otra ilustración, liberación unida a la liberación, compasión en brazos de la compasión infinita. — Shivanayama. Regresó a su lugar. Se produjo un largo silencio. Luego Vijaya se puso de pie y comenzó a hablar. — Peligro — dijo, y una vez más —, peligro. Peligro deliberada pero ligeramente aceptado. Peligro compartido con un amigo, con un grupo de amigos. Compartido eh forma consciente, compartido hasta los límites de la conciencia, de modo que el compartirlo y el peligro se convierten en, un yoga. Dos amigos unidos por una cuerda en una roca. A veces tres o cuatro amigos. Cada uno de ellos totalmente consciente de sus músculos en tensión, de su habilidad, de su temor y de su espíritu que trasciende al temor. Y cada uno, por supuesto, consciente al mismo tiempo de todos los demás, preocupado por ellos, haciendo lo correcto para que los demás estén a salvo. La vida en su diapasón más elevado de tensión física y mental, la vida más abundante, más inestimablemente preciosa a causa de la omnipresente amenaza de la muerte. Pero después del yoga del peligro está el yoga de la cumbre, el yoga del descanso y el aflojamiento, el yoga de la completa y total receptividad, el yoga que consiste en aceptar en forma consciente lo que se da tal como se da, sin censura por parte de la inquieta mentalidad moralista, sin adiciones del acopio personal de ideas de segunda mano, del acopio aun más abundante de fantasías voluntarias. Uno se queda sentado, con los músculos flojos y el espíritu abierto al sol y a las nubes, abierto a la distancia y el horizonte, abierto, a la postre, a ese informe No Pensamiento sin palabras que el silencio de la cumbre permite adivinar, profundo y perdurable, dentro del agitado flujo de los pensamientos cotidianos. «Y ahora ha llegado el momento del descenso, el momento del segundo tramo del yoga del peligro, el momento de renovación dé la tensión y de conciencia de la vida en su resplandeciente plenitud, cuando uno pende precariamente sobre el abismo de la destrucción. Y entonces, al pie del precipicio, uno se quita la cuerda, baja a zancadas, por el rocoso sendero, hacia los primeros árboles. Y de pronto se encuentra en el bosque, y surge otro tipo de yoga: el yoga de la selva, que consiste en tener conciencia total de la vida en el punto próximo, de la vida selvática en toda su exuberancia y putrefacción, en toda su suciedad reptante, en toda su dramática ambivalencia de orquídeas y ciempiés, de sanguijuelas y colibríes, de bebedores de néctar y bebedores de sangre. La vida que produce el orden de entre el caos y la fealdad, que ejecuta sus milagros de nacimiento y crecimiento, pero que los ejecuta, al parecer, nada más que para destruirse. Belleza y horror, belleza — repitió — y horror. Y luego, de repente, cuando uno desciende de una de sus expediciones a la montaña, de repente sabe que existe una reconciliación. Y no sólo una reconciliación. Una fusión, una identidad. Belleza fundida al horror del yoga de la selva. Vida reconciliada con la perpetua inminencia de la muerte en el yoga del peligro. Vacío identificado con la yoidad en el yoga sabático de la cumbre. Se produjo un silencio. Murugan bostezó con ostentación. El anciano sacerdote encendió otra barrita de incienso y, mascullando, la agitó ante el bailarín; la volvió a agitar ante los amores cósmicos de Siva y la diosa. — Uno inspira profundamente — dijo Vijaya —, y cuando inspira presta atención a este aroma del incienso. Préstenle toda vuestra atención; sepan qué es: un hecho inefable que está más allá de las palabras, más allá de la razón y la explicación. Sépanlo al desnudo. Conózcanlo como un misterio. Perfume, mujeres y oración: estas fueron las tres cosas que Mahoma amó por sobre todas las demás. Los datos inexplicables del incienso aspirado, de la piel acariciada, del amor sentido y, más allá de ellos, el misterio de los misterios, el Uno en la pluralidad, el Vacío que lo es todo, la Talidad totalmente presente en todas las apariencias, en todos los puntos e instantes. Respiren, entonces — repitió —, inspiren — y en un susurro final, mientras se sentaba —, inspiren. — Shivanayama — murmuró en éxtasis el anciano sacerdote. El doctor Robert se puso de pie y se dirigió hacia al altar; luego se detuvo, se volvió y llamó a Will Farnaby. — Venga y siéntese a mi lado — musitó, cuando Will llegó junto a él —. Quiero que les vea la cara. — ¿No molestaré? El doctor negó con la cabeza y avanzaron juntos, ascendieron y, a tres cuartos de camino por la escalera del altar, se sentaron, uno al lado del otro, en la penumbra, entre la obscuridad y la luz de las lámparas. En voz muy baja, el doctor Robert comenzó a hablar sobre Siva-Nataraja, el Señor de la Danza. — Vean esta imagen — dijo —. Mírenla con los nuevos ojos que les ha dado la medicina moksha. Vean cómo respira y palpita, cómo surge de la luminosidad hacia luminosidades más intensas. Cómo danza a través del tiempo y fuera del tiempo, cómo danza eternamente y en el eterno ahora. Cómo danza y danza en todos los mundos al mismo tiempo. Mírenlo. Will escudriñó los rostros levantados y advirtió, ora en uno, ora en otro, las nacientes iluminaciones del placer, del reconocimiento, de la comprensión, los signos de la adoración asombrada que temblaba al borde del éxtasis o el terror. — Miren con atención — insistió el doctor Robert —. Miren con más atención aun. — Luego, al cabo de un largo minuto de silencio —: Baila en todos los mundos a la vez — repitió —. En todos los mundos. Y antes que nada en el mundo de la materia. Miren el gran halo redondo, orlado de los símbolos del fuego, dentro del cual danza el dios. Representa a la naturaleza, el mundo de la masa y la energía. Dentro de él Siva-Nataraja baila la danza del interminable nacimiento y desaparición. Es su lila, su juego cósmico. Juega por el juego mismo, como un niño. Pero este niño es el Orden de las Cosas. Sus juguetes son las galaxias, su campo de juegos es el espacio infinito, y entre dedo y dedo cada intervalo es de mil millones de años luz. Mírenlo, ahí, en el altar. La imagen ha sido hecha por el hombre, es un pequeño artefacto de cobre, de un metro veinte de alto. Pero Siva-Nataraja llena el universo, es el universo. Cierren los ojos y véanlo erguirse en la noche, sigan la ilimitada extensión de esos brazos y del revuelto cabello infinitamente agitado. Nataraja juega entre las estrellas y en los átomos. Pero además — agregó —, además juega dentro de cada cosa viviente, de cada criatura sensible, de todos los niños, hombres y mujeres. Juega por el placer del juego. Pero ahora el campo de juego es consciente, el piso del salón de baile es capaz de sufrimientos. A nosotros este juego sin objeto nos parece una especie de insulto. En realidad nos agradaría un Dios que no destruyese lo que ha creado. O si tiene que existir dolor y muerte, que sean distribuidos por un Dios de rectitud, que castigue a los malvados y recompense a los buenos con la eterna dicha. Pero en realidad los buenos son heridos, los inocentes sufren. Entonces que haya un Dios que simpatice y traiga consuelo. Pero Nataraja no hace más que danzar. Su juego es un juego imparcial de muerte y vida, de todos los males y todos los bienes. En su mano derecha superior sostiene el tambor que llama al ser desde adentro del no ser. Rataplán… el tamborileo de la creación, la diana cósmica. Pero ahora miren la mano izquierda superior. Blande el fuego con el cual todo lo que ha sido creado es destruido. Danza de esta manera… ¡y qué dicha! Danza de esta Otra… y, ¡oh, qué dolor, qué espantoso miedo, qué desolación! Y brinca, salta y hace una cabriola. Brinca hacia la perfecta salud. Salta hacia el cáncer y la senilidad. Hace una cabriola para salir de la plenitud de la vida y caer en la nada, y para salir de la nada y caer de nuevo en la vida. Para Nataraja todo es juego, y el juego es un fin en sí mismo, eternamente carente de sentido. Danza porque danza, y la danza es su maha-suja, su infinita y eterna bienaventuranza. Eterna Bienaventuranza — repitió el doctor, y una vez más, pero con tono de interrogación —: ¿Eterna Bienaventuranza? — Meneó la cabeza, — Para nosotros no hay bienaventuranza; sólo la oscilación entre la dicha y el terror, y una sensación de ofensa ante el pensamiento de que nuestros dolores son tan parte integral de la danza de Nataraja como nuestros placeres, nuestra muerte como nuestra vida. Pensemos en eso, en silencio, durante un rato. Pasaban los segundos, el silencio se hacía más profundo. De pronto, sorprendentemente, una de las muchachas rompió a sollozar. Vijaya abandonó su lugar y, arrodillándose junto a ella, le posó una mano en el hombro. Los sollozos se apagaron. — Sufrimientos y enfermedad — continuó el doctor al cabo —, vejez, decrepitud, muerte. Os muestro la pena. Pero eso no fue lo único que nos mostró Buda. También nos mostró el final de la pena. — Shivanayama — exclamó el anciano sacerdote con tono triunfal. — Abran los ojos y miren a Nataraja, allí arriba, en el altar. Miren con atención. En la mano derecha superior, como ya han visto, tiene el tambor que llama al mundo a la existencia, y en la mano superior izquierda lleva el fuego destructor. Vida y muerte, orden y desintegración, imparcialmente. Pero ahora miren las otras dos manos de Siva. La inferior derecha está levantada, con la palma vuelta hacia afuera. ¿Qué significa ese ademán? Significa «No temas; Todo está bien». ¿Pero cómo es posible que nadie que tenga un poco de sensatez deje de tener miedo? ¿Cómo es posible fingir que el mal y el sufrimiento están bien, cuando resulta tan evidente que están mal? Nataraja tiene la respuesta. Miren ahora su mano inferior izquierda. La usa para señalar a sus pies. ¿Y qué hacen sus pies? Miren con atención y verán que el pie derecho está plantado de lleno sobre una horrible y pequeña criatura subhumana: el demonio, Muyalaka. Muyalaka, un enano, pero inmensamente poderoso en su malignidad, es la encarnación de la ignorancia, la manifestación de la ávida y posesiva bondad. ¡Písenlo, quiébrenle el espinazo! Y eso precisamente hace Nataraja. Pisotea al pequeño monstruo con su pie derecho. Pero adviertan que lo que señala con el dedo no es ese pie derecho, sino el izquierdo, el pie que, mientras danza, ha elevado del suelo. ¿Y por qué lo señala? ¿Por qué? Ese pie en alto, ese desafío danzante de la fuerza de gravedad… es el símbolo de la liberación, de la moksha. Nataraja baila en todos los mundos al mismo tiempo… en el mundo de la física y la química, en el mundo de la experiencia común, demasiado humana, y por último en el mundo de la Talidad, del Espíritu, de la Clara Luz. Y ahora — continuó el doctor luego de un momento de silencio — quiero que miren la otra estatua, la imagen de Siva y la diosa. Mírenlos, allí, en su cuevita de luz. Y ahora cierren los ojos y vuelvan a verlos… brillantes, vivos, glorificados. ¡Cuan hermosos! Y en su ternura, ¡qué profundidades de significación! ¡Qué sabiduría, más allá de todas las sabidurías habladas, en la experiencia, sensual de la fusión espiritual y la expiación! La eternidad en amor con el tiempo. Lo Uno unido en matrimonio a lo mucho, lo relativo convertido en absoluto por su unión con lo Uno. El Nirvana identificado con samsara, la manifestación en el tiempo y en la carne y en la sensación del Buda naturaleza. — Shivanayama. — El anciano sacerdote encendió otra barrita de incienso y con suavidad, en una sucesión de prolongados melismas, comenzó a canturrear algo en sánscrito. En los jóvenes rostros que tenía ante sí, Will pudo leer las señales de una serenidad que escuchaba, la sonrisa apenas perceptible, extática, que saluda una repentina percepción interior, una revelación de verdad o belleza. Entretanto, en el fondo, Murugan estaba pesadamente recostado contra una columna, escarbándose la nariz exquisitamente griega. — Liberación —.recomenzó el doctor Robert —, el final de la pena, dejar de ser lo que ignorantemente piensan que son, para convertirse en lo que son en realidad. Durante un rato, gracias a la medicina moksha, sabrán qué es ser lo que en realidad, lo que en rigor siempre han sido. ¡Qué dicha intemporal! Pero, como todo lo demás, esta intemporalidad es transitoria. Como todo lo demás, pasará. Y cuando haya pasado ¿qué harán ustedes con esa experiencia? ¿Qué harán con todas las otras experiencias similares que la medicina moksha les hará reconocer en los años por venir? ¿Las gozarán simplemente, como se gozaría de una velada en una pantomima de títeres, para volver luego a sus ocupaciones de costumbre, para volver a comportarse como los tontos delincuentes que creen ser? ¿O después de haber entrevisto dedicarán sus vidas a la ocupación en modo alguno habitual, de ser lo que son en realidad? Lo único que nosotros, los mayores, podemos hacer con nuestras enseñanzas; lo único que Pala puede hacer por ustedes con su orden social, es proporcionarles las técnicas y las oportunidades. Y lo único que la medicina moksha puede hacer es proporcionarles una sucesión de visiones beatíficas, una hora o dos, de vez en cuando, de esclarecimiento y gracia liberadora. A ustedes les toca decidir si colaborarán con la gracia y aprovecharán esas oportunidades. Pero eso queda para el futuro. Aquí y ahora, lo único que tienen que hacer es seguir el consejo del mynah: ¡Atención! Presten atención y verán que, gradual o repentinamente, adquieren conciencia de los grandes hechos primordiales representados por esos símbolos del altar. — ¡Shivanayama! — El sacerdote agitó su barrita de incienso. Al pie de los escalones del altar, los jóvenes estaban inmóviles como estatuas. Una puerta chirrió, hubo un ruido de pisadas. Will volvió la cabeza y vio a un hombre de baja estatura, robusto, que se abría paso por entre los jóvenes contemplativos. Subió los escalones e inclinándose murmuró «algo al oído del doctor Robert; luego giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta. El doctor Robert posó una mano sobre la rodilla de Will. — Es una orden real — susurró, con una sonrisa y un encogimiento de hombros —. Ese es el hombre encargado de la choza alpina. La rani acaba de telefonear para decir que necesita ver a Murugan lo antes posible. Es urgente. — Riendo en silencio, se puso de pie y ayudó a Will a hacer lo propio. XI Will Farnaby había desayunado a solas y cuando el doctor Robert regresó de la visita de la mañana al hospital, bebía su segunda taza de té palanés y comía tostadas con mermelada de pomelo. — No tuvo muchos dolores por la noche — fue la respuesta del doctor Robert a su pregunta —. Lakshmi tuvo cuatro o cinto horas de sueño profundo, y esta mañana pudo beber un poco de caldo. Podían esperar, continuó, otro día de tregua. Y así, como a la paciente la fatigaba tenerlo allí todo el tiempo, y como, en fin de cuentas, la vida debía seguir y ser aprovechada al máximo, había decidido subir a la Estación de Altura y dedicar unas horas al equipo de investigación del laboratorio farmacéutico. — ¿Trabajos con la medicina moksha? El doctor Robert sacudió negativamente la cabeza. — Con eso no hay más que repetir una operación normal… es una ocupación para técnicos, no para investigadores. Ellos están ocupados con algo nuevo. Y comenzó a hablar sobre los índoles recientemente aislados de las semillas de ololiuqui que habían sido traídas de México el año anterior y que ahora se cultivaban en el jardín botánico de la estación. Por lo menos tres Índoles distintos, uno de los cuales parecía ser sumamente poderoso. Los experimentos con animales indicaban que afectaba al sistema reticular…. Ya a solas, Will se sentó bajo el ventilador del cielo raso y continuó con su lectura de las Notas sobre qué el qué. No podemos salir de nuestra irracionalidad fundamental por medio del razonamiento. Lo único que podemos hacer es aprender el arte de ser irracional en forma racional. En Pala, después de tres generaciones de Reforma, no existen feligresías sumisas ni Buenos Pastores eclesiásticos que las esquilen y las castren; no existen rebaños bovinos o porcinos, ni pastores autorizados, monárquicos o militares, capitalistas o revolucionarios, que las marquen, encierren y maten. Hay sólo asociaciones voluntarias de hombres y mujeres que recorren el camino hacia la plena humanidad. ¿Melodías o guijarros, procesos de cosas sustanciales? «Melodías», responden el budismo y la ciencia moderna. «Guijarros», dicen los filósofos clásicos de Occidente. El budismo y la ciencia piensan en el mundo en términos de música. La imagen que surge a la mente cuando sé lee a los filósofos de Occidente es una figura de un mosaico bizantino, rígida, simétrica, compuesta de millones de cuadraditos de algún material pétreo, firmemente unidas a las paredes de una basílica carente de ventanas. La gracia de la bailarina y, cincuenta años después, su artritis: ambas cosas son funciones del esqueleto. Gracias a una estructura inflexible de huesos, la joven puede hacer sus piruetas; gracias a los mismos huesos, un tanto enmohecidos, la abuela está condenada a un sillón de ruedas. Del mismo modo, el firme apoyo de la cultura es la condición primordial de toda originalidad y creatividad individuales; y es también su principal enemigo. La cosa con cuya ausencia no podemos convertirnos en seres humanos completos es, con suma frecuencia, lo que nos impide crecer. Un siglo de investigaciones en torno de la medicina moksha ha demostrado con claridad que personas sumamente comunes son muy capaces de tener experiencias visionarias y aun en todo sentido liberadoras. En este sentido los hombres y mujeres que producen y gozan la cultura elevada no están mejor que los ignorantes. Una elevada experiencia es perfectamente compatible con una baja expresión simbólica. Los símbolos expresivos creados por los artistas palaneses no son mejores que los creados por los artistas de otras partes. Como son el producto de la felicidad y de un sentimiento de plenitud, son quizá menos conmovedores, quizá menos satisfactorios en el plano estético que los símbolos trágicos o compensatorios creados por las víctimas de la frustración o la ignorancia, de la tiranía, la guerra y las supersticiones engendradoras de sentimientos de culpabilidad e incitadoras del delito. La superioridad palanesa no reside en la expresión simbólica, sino en un arte que, si bien más elevado y mucho más valioso que todos los demás, puede ser practicado por todos: el arte de experimentar en forma adecuada, el arte de conocer de modo más íntimo todos los mundos que, como seres humanos, estamos habitando. La cultura palanesa no debe ser juzgada como (por falta de mejores criterios) juzgamos a otras culturas. No tiene que ser juzgada por los logros de unos pocos y talentosos manipuladores de símbolos artísticos o filosóficos. No, es preciso juzgarla por lo que todos los miembros de la comunidad, los comunes tanto como los extraordinarios, pueden experimentar y experimentan en todas las contingencias y en cada intersección sucesiva del tiempo con la eternidad. Sonó el timbre del teléfono. ¿Debía dejarlo sonar, o seria mejor contestar e informar al que llamaba que el doctor Robert no regresaría? Will se decidió por lo segundo. — El bungalow del doctor MacPhail — dijo, en una parodia de secretario eficiente —. Pero el doctor ha salido y no volverá. — Tant m'teux — dijo la rica voz real del otro extremo —. ¿Cómo está usted, mon cher Farnaby? Sorprendido, Will balbuceó su agradecimiento por la graciosa averiguación de Su Alteza. — De modo que ayer por la tarde — dijo la rani — lo llevaron a ver una de esas cosas que llaman iniciaciones… Will se había recobrado de la sorpresa lo suficiente para responder con una palabra neutral y en el tono menos comprometedor posible. — Fue algo notable — dijo. — Notable — repitió la rani, deteniéndose con énfasis en los equivalentes verbales de las mayúsculas peyorativas y laudatorias —, pero sólo como la Caricatura Blasfema de la VERDADERA Iniciación. No han aprendido a establecer la distinción elemental entre el Orden Natural y el Sobrenatural. — Muy cierto — murmuró Will —, muy cierto… — ¿Cómo dijo? — preguntó la voz del extremo del hilo. — Muy cierto — repitió Will en voz más alta. — Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. Pero no lo he llamado — continuó la rani — para discutir sobre la diferencia entre lo Natural y lo Sobrenatural… por Supremamente Importante que sea la diferencia. No, lo llamé por un asunto más urgente. — ¿El petróleo? — El petróleo — confirmó ella —. Acabo de recibir una comunicación sumamente inquietante de mi Representante Personal en Rendang. Ubicado en Esferas Muy Elevadas — agregó entre paréntesis — e invariablemente Bien Informado. Will se preguntó cuál de los oleosos y enmedallados invitados al cóctel del ministerio de Relaciones Exteriores había traicionado a sus traicioneros colegas… incluido él mismo, por supuesto. — En los últimos días — prosiguió la rani —, representantes de no menos de tres Grandes Compañías Petroleras han llegado por avión a Rendang-Lobo. Compañías europeas y norteamericanas. Mi informante me dice que ya están trabajando con las cuatro o cinco Figuras Clave de la administración que en alguna fecha futura podrían influir en lo referente a quién recibirá la concesión de Pala. Will chasqueó la lengua en señal de desaprobación. Considerables sumas, insinuó ella, habían sido, si no directamente ofrecidas, por lo menos mencionadas y tentadoramente sugeridas. — Nefario — comentó Will. Nefario, convino la rani, era la palabra justa. Y por eso Había que Hacer Algo al Respecto, e Inmediatamente. Por Bahu se había enterado de que Will ya había escrito a lord Aldehyde, y de quien sin duda recibiría una respuesta en el término de pocos días. Pero unos pocos días eran demasiado tiempo. El tiempo era esencial… no sólo por lo que tramaban las compañías rivales, sino, además (y la rani bajó la voz misteriosamente) por Otros Motivos. «¡Ahora, ahora! — la exhortaba su Vocecita —. ¡Ahora, sin más de moras!» Era preciso informar a lord Aldehyde, por cable, de lo que estaba sucediendo (el fiel Bahu, agregó entre paréntesis, se había ofrecido a trasmitir el mensaje en código por intermedio de la legación de Rendang en Londres), y junto con la información debía haber un urgente pedido de que diese poderes a su Corresponsal Especial para tomar las medidas — en esa etapa las medidas adecuadas serían de carácter predominantemente financiero — necesarias para asegurar el triunfo de la Causa Común. — De manera que, con su permiso — concluyó la voz —, le diré a Bahu que envíe el cable en el acto. En nombre de los dos, Mr. Farnaby, en el suyo y el Mío. Tengo la esperanza.. mon cher de que usted esté de acuerdo. No estaba de acuerdo del todo, pero en apariencia no existía excusa alguna, puesto que ya había escrito la carta a Joe Aldehyde para tratar de ganar tiempo. — Sí, por supuesto — exclamó entonces, con una exhibición de entusiasmo desmentida por su prolongada pausa de duda, antes de pronunciar las palabras, en busca de una respuesta alternativa —. Es casi seguro que mañana recibiremos alguna respuesta — agregó. — La recibiremos esta noche — le aseguró la rani. — ¿Es posible? — Con dios, con espressione, todas las cosas son posibles. — Muy cierto — dijo él —, muy cierto. Pero aun así… — Yo hago lo que me dice mi Vocecita. «Esta noche», me dice. Y «le dará carie blanche a Mr. Farnaby». Corté blanche — repitió con placer —. «Y Farnaby tendrá un éxito total.» — Quién sabe — replicó él, dubitativo. — Es preciso que tenga éxito. — ¿Es preciso? — Es preciso — insistió ella. — ¿Por qué? — Porque Dios fue quien me inspiró a lanzar la Cruzada del Espíritu. — No entiendo la relación. — Quizá no debería decírselo — respondió ella. Luego, al cabo de un momento de silencio —: Pero en fin de cuentas, ¿por qué no? Si triunfa nuestra causa, lord Aldehyde ha prometido respaldar la Cruzada con todos sus recursos. Y como Dios quiere que la Cruzada triunfe, nuestra Causa no puede dejar de triunfar. — «Que es lo Que Queríamos Demostrar», quiso gritar él, pero se contuvo. No sería cortés. Y, sea como fuere, ese no era asunto de broma. — Bien, tengo que llamar a Bahu — dijo la rani —. A bientót, mi querido Farnaby. — Y cortó. Encogiéndose de hombros, Will volvió a las Notas sobre qué es qué. ¿Qué otra cosa podía hacer? El dualismo… Sin él difícilmente podría existir una buena literatura. Con él es indudable que no puede existir una buena vida. «Yo» afirma una sustancia individual separada y permanente; «soy» niega el hecho de que toda la existencia es relación y cambio. «Yo soy.» Dos palabras diminutas; ¡pero qué enorme falsedad! El dualista de mentalidad religiosa saca de la vasta profundidad a espíritus de fabricación casera; el no dualista lleva a su propio espíritu la vasta profundidad, o, para ser más exactos, encuentra que la vasta profundidad ya está ahí. Se oyó un ruido de un coche que se acercaba, luego un silencio, cuando se apagó el motor, luego un portazo y el sonido de pasos en la granza, en los escalones de la galería exterior. — ¿Está listo? — llamó la profunda voz de Vijaya. Will dejó sus Notas sobre qué es qué, tomó el bastón de bambú y, poniéndose trabajosamente de pie, se dirigió a la puerta del frente. — Listo y ansioso — dijo cuando salió a la galería. — Pues andando. — Vijaya lo tomó del brazo. — Cuidado con los escalones — recomendó. Vestida de rosa y con corales en torno del cuello y en las orejas, una mujer regordeta, de rostro redondo, de cuarenta y tantos años, se hallaba de pie junto al jeep. — Esta es Léela Rao — dijo Vijaya —. Nuestra bibliotecaria, secretaria, tesorera y, en general, la que cuida que todo esté en orden. Sin ella estaríamos perdidos. Mientras le estrechaba la mano Will pensó que parecía una versión más morena de las suaves pero inagotablemente enérgicas damas inglesas que, cuando sus hijos han crecido, se dedican a las buenas obras o a la cultura organizada. No son demasiado inteligentes, las pobrecitas, ¡pero cuan abnegadas, cuan dedicadas, cuan auténticamente buenas! ¡Y, ay, cuan aburridas! — He oído hablar de usted — declaró Mrs. Rao cuando pasaban ante el estanque de los lotos y salían a la carretera — a mis jóvenes amigos Radha y Ranga. — Espero — dijo Will — que me hayan aprobado tan cordialmente como yo los apruebo a ellos. El rostro de Mrs. Rao resplandeció de placer. — ¡Me alegro muchísimo de que le gusten! — Ranga es excepcionalmente inteligente — intervino Vijaya. — Y tan delicadamente equilibrado — agregó Mrs. Rao —, entre la introversión y el mundo exterior. Siempre tentado, ¡y con cuánta energía! a escapar al Nirvana de Arhat o al minúsculo y hermosamente pulcro paraíso científico de la pura abstracción. Siempre tentado, pero resistiendo a menudo la tentación, porque Ranga, el hombre de ciencia arhat, era otro tipo de Ranga, un Ranga capaz de compasión, dispuesto — si se sabía cómo recurrir a él en forma correcta — a abrirse a las realidades concretas de la vida, a mostrarse consciente, preocupado y activamente útil. ¡Cuánta suerte tenían, él y todos los demás, de haber encontrado una muchacha tan inteligentemente sencilla, tan llena de buen humor y ternura, tan ricamente dotada para el amor y la dicha como era Radha! Radha y Ranga, dijo Mrs. Rao en tono confidencial, habían sido sus alumnos favoritos. Alumnos, supuso Will protectoramente, en algún tipo de escuela dominical budista. Pero en realidad, como se sintió anonadado al enterarse, esa abnegada Trabajadora Social había estado intruyendo a los jóvenes, durante seis años y en los intervalos que le dejaba libre su tarea de bibliotecaria, en el yoga del amor. Con los métodos, supuso Will, que Murugan había rehuido y que la rani, en su posesividad casi incestuosa, había encontrado tan ofensivos. Abrió la boca para interrogarla. Pero sus reflejos habían sido condicionados en latitudes más altas y por Trabajadoras Sociales de otras especies. Las preguntas se negaron a pasar por sus labios. Y ahora ya era demasiado tarde para formularlas. Mrs. Rao había comenzado a hablar de su otra vocación. — ¡Si usted supiera — decía — los problemas que tenemos con los libros en este clima! El papel se pudre, la cola se licúa, las encuadernaciones se desintegran, los insectos devoran. La literatura y los trópicos son realmente incompatibles. — Y si hay que creer a su Viejo Raja — dijo Will —, la literatura es incompatible con muchas otras características locales, aparte del clima: incompatible con la integridad humana, incompatible con la verdad filosófica, incompatible con la cordura individual y con un sistema social decente, incompatible con todo lo que no sea dualismo, demencia criminal, aspiración imposible y culpabilidad innecesaria. Pero no importa. — Sonrió con ferocidad. — El coronel Dipa lo arreglará todo. Después de que Pala haya sido invadida y quede asegurada para la guerra, el petróleo y la industria pesada, tendrán ustedes, sin duda alguna, una Edad de Oro de la literatura y la teología. — Me gustaría reírme — dijo Vijaya —. Lo malo es que probablemente tenga razón. Tengo la incómoda sensación de que mis hijos crecerán para ver cómo se cumple su profecía. Abandonaron el jeep, estacionado entre un carro tirado por bueyes y un flamante camión japonés, en la entrada de la aldea, y siguieron a pie. Entre casas de techo de paja, rodeadas de jardines sombreados por palmeras y papayas y árboles del pan, la estrecha calleja conducía a un mercado central. Will se detuvo y, apoyándose en su bastón, miró en derredor. A un lado de la plaza había un encantador edificio de estilo rococó oriental, con fachada de estuco rosa y miradores en las cuatro esquinas; era evidente que se trataba del ayuntamiento. Frente a él, al otro lado de la plaza, se erguía un templete de piedra rojiza, con una torre central en la que, hilera sobre hilera, una multitud de figuras esculpidas relataban las leyendas de los avances de Buda, desde su infancia de niño mimado, hasta convertirse en Tathagata. Entre los dos monumentos, más de la mitad del espacio abierto estaba cubierto por un gigantesco baniano. Entre sus serpenteantes y umbríos corredores se alineaban los puestos de una veintena de mercaderes y vendedoras. Las largas lanzas del sol caían al sesgo entre las hendiduras de la verde cúpula e iluminaban aquí una fila de jarros para agua, negros y amarillos; allí un brazalete de plata, un juguete de madera pintada, un rollo de tela de algodón; aquí una pila de frutas y un corpiño alegremente floreado de muchacha; allí el relampagueo de dientes y ojos rientes, el oro rojizo de un torso desnudo. — Todos parecen tan saludables — comentó Will mientras se abrían paso por entre los puestos, debajo del gran árbol. — Parecen saludables porque son saludables — replicó Mrs. Rao. — Y felices… — Pensaba en los rostros que había visto en Calcuta, en Manila, en Rendang-Lobo; los rostros, en definitiva, que se veían todos los días en la calle Fleet y en el Strand. — Incluso las mujeres — advirtió, contemplando las caras —, incluso las mujeres parecen dichosas. — No tienen diez hijos — explicó Mrs. Rao. — En mi país tampoco tienen diez hijos — dijo Will —. A pesar de lo cual… «Señales de debilidad, señales de sufrimiento» — Se detuvo un instante para contemplar a una vendedora de edad mediana que pesaba tajadas del fruto del árbol del pan secadas al sol, para entregarlas a una joven madre que trasportaba su hijito a la espalda. — Tienen cierta irradiación — concluyó. — Gracias a maithuna — respondió Mrs. Rao, triunfal —. Gracias al yoga del amor. — El rostro le resplandecía con una mezcla de fervor religioso y de orgullo profesional. Salieron de debajo de la sombra del baniano, cruzaron un tramo de feroz luz de sol, subieron unos desgastados escalones y entraron en la penumbra del templo. Un Bodhisattva dorado se erguía, gigantesco, en la obscuridad. Había olor de incienso y en algún lugar, detrás de la estatua, la voz de un adorador invisible mascullaba una inacabable letanía. Silenciosa, descalza, una chiquilla llegó corriendo desde una puerta lateral. Sin prestar atención a los mayores, trepó al altar con la agilidad de un gato y depositó un manojo de orquídeas blancas en la palma de la mano de la estatua. Luego, mirando el enorme rostro dorado, murmuró unas palabras, cerró los ojos, volvió a murmurar, y canturreando suavemente para sí, salió por la puerta por la que había entrado. — Encantadora — dijo Will mientras la miraba irse —. No podría ser más hermosa. ¿Pero qué hace una niña como esa? ¿Qué tipo de religión se supone que practica? — Practica — explicó Vijaya — el tipo local de budismo mahayana, quizá con una pequeña mezcla de sivaísmo. — ¿Y ustedes, los más cultos, alientan este tipo de cosas? — Ni las alentamos ni las desalentamos. Las aceptamos. Las aceptamos como aceptamos ese tela de araña de la cornisa. Dada la naturaleza de las arañas, sus telas son inevitables. Y dada la naturaleza de los seres humanos, lo mismo sucede con las religiones. Las arañas no pueden dejar de construir trampas de hilos, y los hombres no pueden dejar de fabricar símbolos. Para eso está el cerebro humano: para convertir el caos de la experiencia dada en una serie de símbolos manejables. A veces los símbolos corresponden con cierta exactitud a algunos de los aspectos de la realidad exterior que informa nuestra experiencia; y entonces nacen la ciencia y el buen sentido. A veces, por el contrario, los símbolos no tienen casi vinculación con la realidad exterior, y entonces hay paranoia y delirio. Más a menudo son una mezcla, en parte realista y en parte fantástica: eso es la religión. Buena religión c mala religión: eso depende de la mezcla del cóctel. Por ejemplo, en el tipo de calvinismo en que fue educado el doctor Andrew se le da a uno una minúscula porción de realismo para todo un jarro de fantasía maligna. En otros casos la mezcla es más saludable. Cincuenta y cincuenta, o aun sesenta y cuarenta, o incluso setenta y treinta en favor de la verdad y la decencia. Nuestro cóctel local contiene una porción notablemente pequeña de veneno. Will asintió. — Las ofrendas de orquídeas blancas a una imagen de compasión y esclarecimiento… por cierto que parecen bastante inofensivas. Y después de lo que vi ayer, estoy dispuesto a hablar bien de las danzas cósmicas y las copulaciones divinas. — Y recuerde — dijo Vijaya — que este tipo de cosas no son obligatorias. A todos se les ofrece una posibilidad de ir más adelante. Usted preguntó qué creía la niña que estaba haciendo. Se lo diré. Con una parte de su cerebro, cree que está hablando con una persona… una persona enorme, divina, a la que puede adularse con orquídeas para que le dé lo que ella quiere. Pero ya tiene edad suficiente para que se le haya hablado sobre los símbolos más profundos que representa la estatua de Amitabha y sobre las experiencias que dan nacimiento a esos símbolos más profundos. Por consiguiente, con otra parte de su cerebro sabe muy bien que Amitabha no es una persona. Incluso sabe, porque le ha sido explicado, que si las oraciones son a veces contestadas es porqué, en este extraño mundo psicofísico, si uno concentra los pensamientos en ellas, las ideas tienen tendencia a realizarse. Sabe, además, que este templo no es lo que aún le agrada pensar que es: la casa de Buda. Sabe que no es más que un diagrama de su propia mente inconsciente: una casita obscura, con lagartos que se pasean por el cielo raso y cucarachas en todas las grietas. Pero en el corazón de esa obscuridad llena de sabandijas está el Esclarecimiento. Y esa es otra de las cosas que hace la niña: aprende inconscientemente una lección sobre sí misma, se le dice que si deja sugerirse a sí misma lo contrario, podría llegar a descubrir que su pequeña mente atareada es también una Mente con M mayúscula. — ¿Y cuándo aprenderá esa lección? ¿Cuándo dejará de ofrecerse a sí misma esas sugestiones? — Puede que no la aprenda nunca. Muchas personas no la aprenden. Por otro lado, muchas sí la aprenden. Tomó a Will del brazo y lo condujo hacia la obscuridad más intensa que había detrás de la imagen del Esclarecimiento. El cántico se tornó más claro y allí, apenas visible entre las sombras, se encontraba el cantor, un hombre muy viejo, desnudo hasta la cintura y, salvo los labios que se movían, tan rígidamente inmóvil como la estatua dorada de Amitabha. — ¿Qué canta? — preguntó Will. — Algo en sánscrito. Siete sílabas incomprensibles, una y otra vez. — ¿La buena y vieja repetición vana? — No necesariamente vana — replicó Mrs. Rao —. A veces lo lleva a uno a alguna parte. — Y lo lleva — agregó Vijaya —, no por lo que las palabras significan o sugieren, sino simplemente porque se las repite. Se puede repetir Hey Diddle Diddle y obtener los mismos resultados que con Om o Kyrie Eleison o La Ha illa 'liah. Y da resultados porque cuando uno está ocupado con Ja repetición de Hey Diddle Diddle o del nombre de Dios no puede preocuparse consigo mismo. Lo malo es que con la repetición de Hey Diddle Diddle puede llevarse tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, al no pensamiento de la idiotez, o hacia arriba, al no pensamiento de la pura conciencia. — De modo que, si no entiendo mal, usted no recomendaría eso — dijo Will — a nuestra amiguita de las orquídeas. — No, a menos que fuese extraordinariamente nerviosa o ansiosa. Cosa que no es. La conozco muy bien; juega con mis hijos. — Y entonces, ¿qué haría usted en el caso de ella? — Entre otras cosas — repuso Vijaya —, la llevaría, dentro de uno o dos años, al lugar a que vamos ahora. — ¿Qué lugar? — La sala de meditaciones. Will lo siguió a través de una arcada y por un breve corredor. Pesados cortinados fueron separados y entraron en una gran habitación encalada, con un largo ventanal, a la izquierda, que daba sobre un jardinillo plantado con plátanos y árboles de pan. No había muebles; apenas pequeños cojines cuadrados sembrados por el suelo. En la pared opuesta a la ventana había un gran cuadro al óleo, Will le lanzó una mirada y luego se acercó para observarlo con más atención. — ¡Caramba! — exclamó al cabo —. ¿De quién es? — De Gobind Singh. — ¿Y quién es Gobind Singh? — El mejor paisajista que jamás haya producido Pala. Murió en el cuarenta y ocho. — ¿Por qué no hemos visto nunca ningún cuadro de él? — Porque nos gustan demasiado como para exportarlos. — Muy bien — dijo Will —. Pero muy mal para nosotros. — Volvió a mirar el cuadro. — ¿Este hombre estuvo alguna vez en China? — No, pero estudió con un pintor cantones que vivía en Pala. Y, por supuesto, ha visto muchas reproducciones de paisajes Sung. — Un maestro Sung — dijo Will — que prefirió pintar al óleo y que se interesó por el clarobscuro. — Sólo después de que fue a París. Eso fue en 1910. Hizo amistad con Vuillard. Will asintió. — Habría podido adivinarlo por la extraordinaria riqueza de la textura. — Continuó contemplando el cuadro en silencio. — ¿Por qué lo tienen colgado en la sala de meditación? — inquirió al cabo. — ¿Por qué le parece? — preguntó Vijaya a su vez. — ¿Será porque esto es lo que ustedes llaman un diagrama mental? — El templo era un diagrama. Esto es algo mejor. Es una manifestación real. Una manifestación de Mente con M mayúscula en una mente individual, en relación con un paisaje, con un lienzo y con la experiencia de pintar. De paso, es un cuadro del próximo valle, hacia el oeste. Pintado desde el lugar en que los cables de energía desaparecen sobre la cima. — ¡Qué nubes! — exclamó Will —. ¡Y la luz! — La luz — aclaró Vijaya — de la última hora antes del ocaso. Ha acabado de llover y el sol vuelve a salir, más luminoso que nunca. Luminoso con la luz preternatural que cae al sesgo bajo un techo de nubes; la última, condenada, luz de la tarde, que motea todas las superficies que toca y profundiza todas las sombras. — Profundiza todas las sombras — repitió Will para sí, mientras contemplaba el cuadro. La sombra, de ese gigantesco, alto continente de nubes, que obscurecía cordilleras enteras hasta convertirlas casi en una masa negra; y en la distancia media las sombras de islas de nubes. Y entre obscuridad y obscuridad una llamarada de arroz joven, o el calor rojo de tierra arada, la incandescencia de la piedra caliza al desnudo, Las obscuridades suntuosas y el brillo diamantino del follaje verde perenne. Y allí, en el centro del valle, había un grupo de casas con techos de paja, remotas y diminutas, ¡pero cuan claramente visibles, cuan perfectas y coherentes, cuan profundamente significantes! Sí, significantes. Pero cuando uno se preguntaba «¿De qué?» no encontraba respuesta. Will formuló la pregunta en palabras. — ¿Qué significan? — repitió Vijaya —. Significan precisamente lo que son. Lo mismo que las montañas, que las nubes, que las luces y las sombras. Y por eso es una imagen auténticamente religiosa. Los cuadros seudorreligiosos siempre se refieren a alguna otra cosa, a algo que está más allá de las cosas que representan; a alguna tontería metafísica, algún absurdo dogma de la teología local. Una imagen auténticamente religiosa es siempre intrínsecamente significativa. Por eso colgamos este tipo de cuadros en nuestra sala de meditación. — ¿Siempre paisajes? — Casi siempre. Los paisajes pueden realmente recordar a las personas quiénes son. — ¿Mejor que las escenas de la vida de un santo o Salvador? Vijaya asintió. — Es la diferencia, por empezar, entre lo objetivo y lo subjetivo. Una imagen de Cristo o de Buda no es otra cosa que el registro de algo observado por un behaviorista e interpretado por un teólogo. Pero cuando uno se ve ante un paisaje como este, le resulta psicológicamente imposible contemplarlo con los ojos de un J. B. Watson o la mentalidad de un Tomás de Aquino. Se ve casi obligado a someterse a su experiencia inmediata; se encuentra prácticamente forzado a ejecutar un acto de autoconocimiento. — ¿Autoconocimiento? — Autoconocimiento — insistió Vijaya —. Esta visión del valle cercano es una visión, a la vez, de su propia mentalidad y de la mentalidad de todos, tal como existe por encima y por debajo del nivel de la historia personal. Misterios de obscuridad; pero la obscuridad hierve de vida. Apocalipsis de luz; y la luz brilla tan intensamente desde las frágiles casitas como desde los árboles, la hierba, los espacios azules de entre las nubes. Hacemos todo lo posible para refutar el hecho, pero sigue siendo un hecho; el hombre es tan divino como la naturaleza, tan infinito como el Vacío. Pero con eso nos acercamos peligrosamente a la teología, y nadie fue salvado jamás por una idea. Aténgase a los datos, aténgase a los hechos concretos. — Señaló el cuadro con un dedo. — El hecho de media aldea bañada por el sol y la otra mitad sumida en la sombra y el misterio. El hecho de esas montañas color añil y de las montañas de vapor, más fantásticas, que hay sobre ellas. El hecho de los lagos azules del cielo, de los lagos color verde pálido y siena en la tierra iluminada por el sol. El hecho de esas hierbas en primer plano, de esa mata de bambúes a unos metros ladera abajo, y el hecho, al mismo tiempo, de los picachos lejanos y de las absurdas casitas seiscientos metros más abajo, en el valle. La distancia — agregó entre paréntesis —, la capacidad para expresar el hecho de la distancia… ese es otro motivo de que los paisajes son los más auténticos cuadros religiosos. — ¿Porque la distancia concede encanto a la visión? — No, porque le otorga realidad. La distancia nos recuerda que en el universo hay muchas cosas más que gente, que incluso la gente es mucho más que gente. Nos recuerda que existen espacios mentales dentro de nuestro cráneo, tan enormes como los espacios que hay fuera de él. La experiencia de la distancia, de la interior y la exterior, de la distancia en el tiempo y en el espacio es la experiencia religiosa primera y fundamental. «Oh Muerte en vida, los días que ya han pasado»…;y Oh los lugares, la infinita cantidad de lugares que no son este lugar! Placeres pasados, desdichas y percepciones anteriores… todo tan intensamente vivo en nuestro recuerdo y sin embargo todo muerto, muerto sin esperanza de resurrección. Y la aldea allá abajo, en el valle, vista con tanta claridad en la sombra, tan real e indubitable, y sin embargo tan desesperanzadamente fuera del alcance de la mano, incomunicada. Un cuadro como ese es la prueba de la capacidad del hombre para aceptar todas las muertes en vida, todas las ausencias que rodean cada una de las presencias. En mi opinión — agregó Vijaya —, el peor aspecto del arte no representativo de ustedes es su sistemática bidimensionalidad, su negativa a tener en cuenta la experiencia universal de la distancia. Como objeto coloreado, un cuadro de expresionismo abstracto puede ser muy hermoso. También puede servir como un tipo de manchón de tinta Rohrshach glorificado. Todos pueden encontrar en él una expresión simbólica de sus propios temores, apetitos, odios y ensueños diurnos. ¿Pero se puede encontrar alguna vez en él esos hechos más que humanos (o quizás haya que decir esos otros que no son tan demasiado humanos) que uno descubre en sí mismo cuando la mente se ve ante las distancias exteriores de la naturaleza, o ante las distancias simultáneamente interiores y exteriores de un paisaje pintado como este que estamos contemplando? Lo único que sé es que en las abstracciones de ustedes no encuentro las realidades que se revelan aquí por sí mismas, y dudo de que nadie pueda encontrarlas. Y es por eso que ese expresionismo no objetivo, abstracto, de ustedes, tan de moda, resulta ser tan fundamentalmente irreligioso… y también, si me permite agregar, por eso las mejores expresiones del mismo son tan profundamente aburridas, tan insondablemente triviales. — ¿Viene usted aquí a menudo? — preguntó Will luego de un silencio. — Cada vez que siento deseos de meditar en un grupo, y no a solas. — ¿Con cuánta frecuencia le sucede eso? — Una vez por semana, más o menos. Pero, por supuesto, a algunas personas les agrada hacerlo más a menudo… ya otras muy de vez en cuando o nunca. Depende del temperamento de uno. Ahí tiene a nuestra amiga Susila, por ejemplo… Necesita grandes dosis de soledad, de modo que muy pocas veces viene a la sala de meditación. En tanto que Shanta (mi esposa) gusta de venir casi todos los días. — Lo mismo que yo — dijo Mrs. Rao —. Pero es lógico — agregó con una carcajada —. A las personas obesas les gusta la compañía… incluso cuando meditan. — ¿Y meditan ustedes acerca de este cuadro? — No acerca de él. Desde él, si entiende lo que quiero decirle. O más bien paralelamente a él. Lo miro, y lo miran otras personas, y nos recuerda quiénes somos y qué no somos, y de qué manera lo que no somos podría convertirse en lo que somos. — ¿Existe alguna vinculación — interrogó Will — entre lo que ha estado diciendo y lo que vi en el templo de Siva? — Por supuesto — admitió ella —. La medicina moksha lo lleva a uno al mismo sitio al que se llega por la meditación. — Y entonces, ¿para qué molestarse en meditar? — Lo mismo daría preguntar: «¿Para qué molestarse en cenar?» — Pero según ustedes la medicina moksha es la cena. — Es un banquete — replicó Mrs. Rao con énfasis —. Y precisamente por eso hace falta la meditación. No se pueden hacer banquetes todos los días. Son demasiado suculentos y duran demasiado. Aparte de que los banquetes son proporcionados por un proveedor; uno no participa para nada en su preparación. Para la dieta cotidiana, en cambio, tiene que cocinar uno mismo. La medicina moksha es un festín ocasional. — En términos teológicos — dijo Vijaya —, la medicina moksha lo prepara a uno para la recepción de las gracias gratuitas: las visiones premísticas o las plenas experiencias místicas. La meditación es una de las formas en que uno colabora con esas gracias gratuitas. — ¿En qué forma? — Cultivando el estado mental que permite que las deslumbradoras percepciones extáticas se conviertan en iluminaciones permanentes y habituales. Conociéndose a uno mismo hasta el punto en que ya no se ve obligado por el inconsciente a hacer todas las cosas desagradables, absurdas, embrutecedoras que con tanta frecuencia se sorprende uno haciendo. — ¿Quiere decir que lo ayuda a uno a ser más inteligente? — No más inteligente en relación con la ciencia o el argumento lógico; más inteligente en el plano más profundo de experiencias concretas y relaciones personales. — Más inteligente en ese plano — dijo Mrs. Rao — aunque pueda uno ser muy estúpido más arriba. — Se palmeó la coronilla de la cabeza. — Yo soy demasiado tonta para tener alguna competencia en las cosas en que la tienen el doctor Robert y Vijaya: genética, bioquímica, filosofía y todo lo demás. Y no sirvo para la poesía, la pintura o el teatro. No tengo talento ni inteligencia. De modo que tendría que sentirme horriblemente inferior y deprimida. Pero en realidad no sucede así… gracias a la medicina moksha y la meditación. Nada de talento ni inteligencia. Pero cuando se trata de vivir, cuando se trata de entender a la gente y de ayudarla, siento que me vuelvo más y más sensible y hábil. Y cuando se trata de lo que Vijaya llama gracias gratuitas… — Se interrumpió. — Uno puede ser el más grande genio del mundo y no tener más que lo que me ha sido concedido a mí. ¿No es así, Vijaya? — Muy cierto. Mrs. Rao se volvió hacia Will. — De modo que ya ve, Mr. Farnaby, Pala es el lugar ideal para la gente estúpida. La máxima felicidad para el mayor número… y los estúpidos somos el mayor número. Personas como el doctor Robert, Vijaya y mi querido Ranga… reconocemos su superioridad, sabemos muy bien que su tipo de inteligencia es enormemente importante. Pero también sabemos que nuestro tipo de inteligencia tiene asimismo su importancia. Y no los envidiamos, porque se nos ha dado tanto como a ellos. A veces aun más. — A veces — convino Vijaya — aun más. Por el sencillo motivo de que un talento para la manipulación de símbolos tienta a sus poseedores a convertirse en manipuladores habituales de símbolos, y esto constituye un obstáculo para la experimentación concreta y la recepción de gracias gratuitas. — Ya ve, pues — dijo Mrs. Rao —; no tiene que tenernos mucha lástima. — Miró su reloj. — Cielos, si no me doy prisa llegaré tarde para la cena de Dillip. Se dirigió vivazmente hacia la puerta. — El tiempo, el tiempo, el tiempo — se burló Will —. El tiempo, incluso en este lugar de meditación intemporal. El tiempo para la cena, que interrumpe incorregiblemente la inmortalidad. — Rió. No aceptes nunca un sí por respuesta. La naturaleza de las cosas es siempre un no. Mrs. Rao se detuvo un instante y lo miró. — Pero a veces — replicó con una sonrisa — es la eternidad la que milagrosamente interrumpe el tiempo… incluso el tiempo de la cena. Adiós. — Agitó la mano y se fue. — ¿Qué es mejor — se preguntó Will en voz alta mientras seguía a Vijaya a través del templo en penumbras, hacia la luz del mediodía —, qué es mejor: nacer estúpido en» una sociedad inteligente, o inteligente en una insana? XII — Henos aquí — dijo Vijaya cuando llegaron al extremo de la breve calle que llevaba colina abajo desde el mercado. Abrió un portillo e hizo pasar a su invitado a un pequeño jardín en el extremo más lejano del cual, sobre pilotes, se erguía una casita de techo de paja. De atrás de la choza un perro mestizo amarillo salió corriendo y los saludó con un frenesí de extáticos ladridos y saltos y meneos de cola. Un momento después un gran loro verde, de cara blanca y pico de pulido azabache, descendió de cualquier parte y aterrizó con un chillido y un ruidoso aleteo en el hombro de Vijaya. — Loros para usted — dijo Will —, mynahs para la pequeña Mary Saroniji. Parecen estar ustedes en muy buenos términos con la fauna local. Vijaya asintió. — Pala es probablemente el único país en que un adepto de la teología animal no tendría motivos para creer en los demonios. En cualquier otra parte, para los animales, es muy evidente que Satán es el Homo sapiens. Subieron los escalones hasta la galería, atravesaron la puerta delantera abierta y se encontraron en la sala principal de la choza. Sentada en una silla baja, cerca de la ventana, una joven de azul amamantaba a su hijito. Levantó un rostro de forma de corazón, que se estrechaba desde una amplia frente hasta una barbilla delicadamente afinada, y les lanzó una sonrisa de bienvenida. — He traído a Will Farnaby — dijo Vijaya mientras se inclinaba para besarla. Shanta tendió al desconocido su mano libre. — Espero que a Mr. Farnaby no le moleste la naturaleza al desnudo — dijo. Como para dar sentido a sus palabras, el chiquillo retiró la boca del moreno pezón y eructó. Una blanca burbuja sedosa apareció entre sus labios, se hinchó y estalló. Volvió a eructar y luego continuó chupando —. Aun a los ocho meses — agregó ella —, los modales de Rama a la mesa siguen siendo un tanto primitivos. — Magnífico ejemplar — dijo Will con cortesía. No le interesaban mucho los niños pequeños y siempre se había sentido agradecido por los repetidos abortos que frustraron las esperanzas y las ansias que Molly abrigaba de tener un hijo —. ¿A quién se parecerá: a usted o a Vijaya? Shanta rió, y Vijaya la acompañó en una carcajada una octava más baja. — Por cierto que no se parecerá a Vijaya — respondió ella. — ¿Por qué no? — Por el motivo, más que suficiente — dijo Vijaya —, de que no soy genéticamente responsable. — En otras palabras, el niño no es hijo de Vijaya. Will miró a uno y otro rostro rientes, y se encogió de hombros. — Me rindo. — Hace cuatro años — explicó Shanta — produjimos un par de mellizos que son la viva imagen de Vijaya. Esta vez pensamos que sería divertido cambiar por completo. Decidimos enriquecer la familia con un físico y temperamento enteramente nuevos. ¿Oyó hablar alguna vez de Gobind Singh? — Vijaya acaba de mostrarme su cuadro en la sala de meditaciones. — Bueno, ese es el hombre que elegimos para padre de Rama. — Pero yo tenía entendido que él había muerto… Shanta asintió. — Pero su alma sigue su marcha. — ¿Qué quiere decir? — CP e IA. — ¿CP e IA? — Congelación Profunda e Inseminación Artificial. — Ah, ya entiendo. — En realidad — explicó Vijaya — desarrollamos las técnicas de la IA unos veinte años antes que ustedes. Pero es claro que no podíamos hacer mucho con ellas hasta que no tuviésemos energía eléctrica y congeladoras dignas de confianza. Las obtuvimos a fines de la década, del 20. Y desde entonces venimos usando la IA en gran escala. — De modo que ya ve — intervino Shanta —, puede que cuando mi niño crezca sea un pintor… Es decir, si ese tipo de talento es hereditario. Y aunque no llegue a serlo, será mucho más endomórfico y viscerotónico que sus hermanos o sus padres. Cosa que resultará muy interesante y educativa para todos los vinculados con el problema. — ¿Muchas personas hacen estas cosas? — inquirió Will. — Cada vez más. En rigor diría que prácticamente todas las parejas que deciden tener un tercer hijo recurren ahora a la IA. Lo mismo que muchos de los que tienen la intención de detenerse en el segundo. Ahí tiene mi familia, por ejemplo. Entre los familiares de mi padre hubo algunos diabéticos, por lo cual les pareció conveniente, a él y a mi madre, tener los dos hijos por medio de la IA. Mi hermano desciende de tres generaciones de bailarines y, en términos genéticos, yo soy la hija del primer primo del doctor Robert, Malcolm Chakravarti-MacPhail, que fue el secretario privado del Viejo Raja. — Y el autor — agregó Vijaya — de la mejor historia de Pala. Chakravarti-MacPhail fue uno de los hombres más capaces de su generación. Will miró a Shanta y luego volvió a contemplar a Vijaya. — ¿Y la capacidad ha sido heredada? — preguntó. — A tal punto — repuso Vijaya —, que me resulta muy difícil mantener mi posición de superioridad masculina. Shanta tiene más inteligencia que yo, pero por fortuna no puede competir con mi fuerza. — Fuerza — repitió Shanta con tono sarcástico —, fuerza…. Me parece que me acuerdo de la historia de una joven llamada Dalila. — De paso — continuó Vijaya —, Shanta tiene treinta y dos hermanastros y veintinueve hermanastras. Y más de la tercera parte de ellos son excepcionalmente inteligentes. — De manera que están mejorando la raza. — Decididamente. Dentro de un siglo nuestro Cociente de Inteligencia será de ciento quince. — En tanto que el nuestro, al ritmo actual de progreso, descenderá a ochenta y cinco. Mejor medicina… más deficiencias congénitas conservadas y trasmitidas. Eso facilitará mucho las cosas a los futuros dictadores. — Al pensar en la broma cósmica lanzó una carcajada. Luego, después de un silencio, preguntó —: ¿Y qué hay de los aspectos éticos y religiosos de la IA? — En los primeros tiempos — contestó Vijaya — había muchos opositores por motivos de conciencia. Pero ahora las ventajas de la IA han quedado demostradas con tanta claridad, que la mayoría de las parejas de casados consideran que es más moral tratar de tener un hijo de superior calidad que correr el riesgo de reproducir servilmente las taras y defectos que puedan existir en la familia del esposo. Entretanto los teólogos pusieron manos a la obra. La IA fue justificada en términos de la rencarnación y de la teoría del karma. Los padres piadosos se sienten ahora felices al pensar que conceden a los hijos de su esposa una posibilidad de crearse un mejor destino para sí y para su posteridad. — ¿Un mejor destino? — Porque llevan en sí el plasma germinal de un mejor linaje. Y el linaje es mejor porque es la manifestación de un karma mejor. Tenemos un banco central de linajes superiores. Linajes superiores de todas las variedades de físico y temperamento. En el ambiente de ustedes la herencia de la mayoría de las personas jamás obtiene una buena posibilidad de ser trasmitida En la nuestra, sí. Y, de paso, tenemos los mejores registros genealógicos y antropométricos, que se remontan hasta la séptima década del siglo XVIII. Ya ve, entonces, que no trabajamos totalmente a ciegas. Por ejemplo, sabemos que la abuela materna de Gobind Singh era una médium de grandes dotes y que vivió hasta los noventa y seis años. — Por lo tanto — dijo Shanta —, puede que en la familia tengamos un clarividente centenario. — El chiquillo volvió a eructar. Ella rió. — El oráculo ha hablado… y, como de costumbre, en tono muy enigmático. — Volviéndose a Vijaya, agregó —: Si quieres que el almuerzo esté a tiempo, será mejor que vayas a ocuparte de él. Rama me tendrá aquí otros diez minutos más. Vijaya se puso de pie, posó una mano en el hombro de su esposa y con la otra frotó con suavidad la espalda morena del niño. Shanta se inclinó y pasó la mejilla por la peluda cabeza del chiquillo. — Es papá — susurró —. Buen papá, bueno, bueno… Vijaya le administró una palmadita final y luego se incorporó. — Se preguntaba usted — dijo a Will — cómo nos entendemos tan bien con la fauna local. Se lo mostraré. — Levantó la mano. — Polly. Polly. — Cautelosa, la enorme ave pasó del hombro al índice extendido. — Polly es un buen pájaro — canturreó Vijaya —. Polly es un pájaro muy bueno. — Bajó la mano hasta que se estableció un contacto entre el cuerpo del loto y el del niño, y luego la movió con lentitud, pasando las plumas por el cuerpecito moreno, una y otra vez, una y otra vez. — Polly es un buen pájaro — repitió —, un buen pájaro. El loro emitió una serie de risitas bajas; luego se inclinó desde el dedo de Vijaya en que estaba posado y picoteó con suma delicadeza la minúscula orejita del niño. — Un pájaro tan bueno — musitó Shanta recogiendo el estribillo —. Un pájaro tan bueno. — El doctor Andrew descubrió la idea — dijo Vijaya — cuando trabajaba como naturalista en el Melampus. De una tribu de Nueva Guinea del norte. Un pueblo neolítico; pero, como ustedes, los cristianos, y como nosotros, los budistas, creían en el amor. Y. a diferencia de nosotros y ustedes, habían inventado algunas formas muy prácticas de llevar su creencia a la realidad. Esta técnica fue uno de sus descubrimientos más felices. Acaricie al niño mientras lo amamanta: eso duplica el placer que experimenta. Luego, mientras es amamantado y alimentado, preséntelo al animal o persona a quien quiere que ame. Frótele el cuerpo contra el de ellos; que haya un cálido contacto físico entre el niño y el objeto de amor. Al mismo tiempo, repita alguna palabra como «bueno». Al principio sólo entenderá el sonido de su voz. Más tarde, cuando aprenda a hablar, entenderá todo el significado. Alimento más caricia más contacto más «bueno» equivale a amor. Y amor es igual a placer, amor es igual a satisfacción. — ¡Pávlov puro! — Pero Pávlov para un buen fin. Pávlov para amistad, confianza y compasión. En tanto que ustedes prefieren usar a Pávlov para el lavado de cerebros, para vender cigarrillos y vodka y patriotismo. Pávlov para beneficio de los dictadores, los generales y los magnates. Negándose a seguir excluido, el mestizo amarillo se había incorporado al grupo y lamía imparcialmente todas las porciones de materia sensible que encontraba a su alcance: el brazo de Shanta, la mano de Vijaya, las patas del loro, la espalda del chiquillo. Shanta atrajo al perro hacia sí y frotó al niño contra el peludo flanco del animal. — Y este es un buen buen buen perro — dijo —. El perro Toby, el buen buen buen perro Toby. Will rió. — ¿No tendría yo que participar en la escena? — Estaba por sugerirlo — dijo Vijaya —, pero tengo que ir a ocuparme del almuerzo. Llevando todavía el loro, salió por la puerta que comunicaba con la cocina. Will acercó su silla e inclinándose comenzó a acariciar el cuerpecito del niño. — Este es otro hombre — susurró Shanta —. Un buen hombre, hijito. Un buen hombre. — ¡Ojalá fuese cierto! — exclamó Will con una sonrisa triste. — Aquí y ahora es cierto. — Y volviendo a inclinarse sobre el niño, Shanta repitió —: Un buen, buen hombre. Él miró su rostro feliz, secretamente sonriente; sintió la suavidad y tibieza del minúsculo cuerpo del niño en las yemas de los dedos. Bueno, bueno, bueno… También él habría podido conocer esa bondad… pero sólo si su vida hubiese sido completamente distinta de lo que era en realidad, de lo que era en verdad insensata y desagradable. De modo que jamás había que aceptar un sí por respuesta, ni siquiera cuando, como en ese momento, el sí es evidente por sí mismo. Volvió a mirar con ojos deliberadamente sintonizados en otra longitud de onda de valores y vio la caricatura de un altar de Memling. «Madonna con Niño, Perro, Pávlov y Conocido Casual.» Y de pronto casi pudo entender, desde adentro, por qué Mr. Bahu odiaba tanto a esa gente. Por qué estaba tan decidido — en nombre (como de costumbre, ni falta hacía decirlo) de Dios — a destruirlos. — Bueno — murmuraba todavía Shanta a su hijito —, bueno, bueno, bueno. Demasiado buenos: ese era el delito de ellos. Sencillamente, no se podía permitir. Y sin embargo, ¡cuan precioso era! ¡Y cuan apasionadamente deseaba él poder participar en eso! ¡Sentimentalismo puro! se dijo. Y en voz alta repitió con ironía: — Bueno, bueno, bueno. ¿Pero qué sucede cuando el niño se hace un poco más grande y descubre que muchas cosas y personas son en todo sentido malas, malas, malas? — La amistad provoca amistad — respondió ella. — De los amigos… sí. Pero no de los codiciosos, no de los amantes del poder, no de los frustrados y amargados. Para éstos la amistad no es más que debilidad, una invitación a explotar, amedrentar, a tomarse venganza con impunidad. — Pero es preciso correr el riesgo, alguien tiene que empezar. Y por fortuna nadie es inmortal. Las personas que han sido condicionadas a la estafa, la bravuconería y la amargura estarán todas muertas dentro de unos años. Muertas y remplazadas por los hombres y mujeres educados de la nueva manera. Entre nosotros ha sucedido así; puede suceder también entre ustedes. — Puede suceder — admitió él —. Pero en el contexto de las bombas H y el nacionalismo y cincuenta millones de personas más todos los años, es casi seguro que no sucederá. — No pueden saberlo hasta que no lo intenten. — Y no lo intentaremos mientras el mundo se encuentre en su estado actual. Y, por supuesto, seguirá en su estado actual hasta que lo intentemos. Hasta que lo intentemos y, lo que es más, hasta que tengamos por lo menos tanto éxito como tuvieron ustedes. Cosa que me lleva otra vez a mi primitiva pregunta. ¿Qué sucede cuando bueno, bueno, bueno descubre que, incluso en Pala, existe mucho malo, malo, malo? ¿No reciben los niños algunos golpes bastante desagradables? — Tratamos de inocularlos contra esos golpes. — ¿Cómo? ¿Haciendo que las cosas les resulten desagradables mientras son jóvenes? — No desagradables. Digamos reales. Les enseñamos amor y confianza, pero los exponemos a la realidad, a la realidad en todos sus aspectos. Y luego les damos responsabilidades. Se les hace entender que Pala no es el Edén. Es un hermoso lugar, por cierto. Pero sólo seguirá siéndolo si todos trabajan y se comportan con decencia. Y entretanto los hechos de la vida son los hechos de la vida. Aun aquí. — ¿Y qué me dice de hechos de la vida como esas aterradoras serpientes que yo encontré en mitad del precipicio? Puede decir «bueno, bueno, bueno» todo lo que quiera pero las serpientes muerden. — Quiere decir que aún pueden morder. ¿Pero usarán en realidad su capacidad? — ¿Por qué no habrían de hacerlo? — Mire — replicó Shanta. Él volvió la cabeza y vio que lo que la joven señalaba era un nicho en la pared que tenía a su espalda. Dentro del nicho había un Buda de piedra, de tamaño mitad del normal, sentado sobre un pedestal cilíndrico de curiosas acanaladuras y coronado por una especie de cúpula que detrás de él se convertía en una ancha columna —. Es una pequeña réplica — continuó ella — del Buda que hay en el patio de la estación… ¿sabe? la enorme figura de junto al estanque de los lotos. — Que es una magnífica escultura — dijo él —. Y la sonrisa le da a uno una idea de lo que debe de ser la Visión Beatífica. ¿Pero qué tiene eso que ver con las serpientes? — Vuelva a mirar. Will miró. — No veo nada especialmente significativo. — Mire con más atención. Pasaron varios segundos. Luego, con una conmoción de sorpresa, advirtió algo extraño e inquietante. Lo que había confundido con un pedestal cilíndrico extrañamente ornamentado se reveló de repente como una enorme serpiente enroscada. Y el techo que se iba afilando hacia abajo y que coronaba al Buda sentado era la caperuza hinchada, con la cabeza achatada en el centro de su borde de ataque, de una cobra gigante. — ¡Cielos! — exclamó —. No me había dado cuenta. ¡Cuan poco observador puede ser uno! — ¿Es la primera vez que ve a Buda en este contexto? — La primera. ¿Hay alguna leyenda? Ella asintió. — Una de mis leyendas favoritas. ¿Conoce, por supuesto, lo del árbol Bodhi? — Sí, lo conozco. — Bueno, ese no fue el único árbol bajo el cual el Gautama se sentó en el período de su esclarecimiento. Después del árbol Bodhi estuvo sentado durante siete días bajo un baniano, llamado el Árbol del Cuidador de Cabras. Y después pasó al Árbol de Muchalinda. — ¿Quién era Muchalinda? — El Rey de las Serpientes, y, como era un dios, sabía lo que estaba sucediendo. De modo que cuando Buda se sentó bajo un árbol, el Rey de las Serpientes salió de su agujero, sacó fuera del hoyo metros y metros de su cuerpo, para rendir tributo de la Naturaleza a la Sabiduría. Y entonces llegó una gran tormenta del oeste. La divina cobra enroscó sus divinos anillos en torno del cuerpo del hombre más que divino, extendió su capucha Sobre la cabeza de él, y, durante los siete días que duró la contemplación de Buda, protegió a Tathagata del viento y la lluvia. Y ahí sigue sentado hasta hoy, con la cobra sobre él y la cobra debajo de él, consciente simultáneamente de la cobra y de la Clara Luz, y de la identidad definitiva de ambas. — ¡Cuan diferente — exclamó Will — de nuestra forma de ver a las serpientes! — Y se supone que la visión que ustedes tienen de las serpientes es la visión de Dios… Recuerde el Génesis. — «Crearé la enemistad entre tú y la mujer — citó él —, y entre la simiente de ella y la tuya.» — Pero la Sabiduría nunca crea enemistad en ninguna parte. ¡Esas insensatas y huecas disputas entre el Hombre y la Naturaleza, entre la Naturaleza y Dios, entre la Carne y el Espíritu! La Sabiduría no hace esas tontas separaciones. — Tampoco la ciencia. — La sabiduría da la ciencia por entendida y va un paso más allá. — ¿Y qué me dice del totemismo? — continuó Will —. ¿Y de los cultos de la fertilidad? Tampoco ellos establecen separaciones. ¿Eran ellos la Sabiduría? — Por supuesto… Sabiduría primitiva, Sabiduría en el plano neolítico. Pero al cabo de un tiempo la gente comenzó a tener conciencia de sí y los antiguos Dioses Obscuros empezaron a parecer poco prestigiosos. Entonces cambió el escenario. Aparecieron los Dioses de la Luz, los profetas, Pitágoras y Zoroastro, los jainos y los primeros budistas. Entre todos ellos inauguraron la Era de la Riña Cósmica: Ormuz contra Arimán, Jehová contra Satán y los Baal, el Nirvana en oposición al Samsara, la apariencia contra la Realidad Ideal de Platón. Y salvo en el espíritu de unos pocos tankristas y mahayanistas y taoístas y cristianos herejes, la pendencia continuó durante casi dos mil años. — ¿Después de lo cual? — interrogó él. — Surgen los comienzos de la biología moderna. Will rió. — «Dios dijo: Que surja Darwin», y surgió Nietzsche, el imperialismo y Adolf Hitler. — Todo eso — convino ella —. Pero también la posibilidad de un nuevo tipo de Sabiduría para todos. Darwin tomó el antiguo totemismo y lo elevó al plano de la biología. Reaparecieron los cultos de la fertilidad, en forma de genética y de Havelock Ellis. Y ahora nosotros tenemos que recorrer medio giro de la espiral. El darwinismo era la antigua Sabiduría neolítica convertida en conceptos científicos. La nueva Sabiduría consciente, el tipo de Sabiduría proféticamente entrevista en el zen y el taoísmo y el tantra, es la teoría biológica realizada en la práctica viva, es el darwinismo elevado al plano de la compasión y la penetración espiritual. De modo que ya ve — concluyó —; ¡no hay razón alguna en la tierra, y menos aun en el cielo, para que Buda, o cualquier otro, no contemple la Clara Luz tal como se manifiesta en una serpiente! — ¿Aunque la serpiente pueda matarlo? — Incluso aunque lo mate. — ¿Y aunque sea el más antiguo y universal de los símbolos fálicos? Shanta rió. — «Medita bajo el Árbol de Muchalinda»: ese es el consejo que damos a todas las parejas de enamorados. Y en los intervalos entre esas meditaciones amorosas recuerden lo que se les enseñó de niños: las serpientes son sus hermanas; las serpientes tienen derecho a su compasión y respeto; en una palabra, las serpientes son buenas, buenas, buenas. — Las serpientes también son venenosas, venenosas, venenosas. — Pero si recuerda que son tan buenas como venenosas, y actúa en consonancia con ello, no utilizarán su veneno. — ¿Quién lo afirma? — Es un hecho observable. La gente que no teme a las serpientes, la que no se acerca a ellas con la creencia fija de que la única serpiente buena es la serpiente muerta, muy pocas veces es mordida. La semana que viene pediré prestada la pitón favorita de nuestros vecinos. Durante unos días le daré a Rama su almuerzo y cena entre los anillos de la Vieja Serpiente. De fuera de la casa llegó el sonido de una risa chillona, luego una.confusión de voces infantiles que se interrumpían entre sí en inglés y palanés. Un momento más tarde, con aspecto muy maternal y estatura muy elevada en comparación con los niños que tenía a su cuidado, entró en la habitación Mary Sarojini flanqueada por una pareja de chiquillos idénticos, de cuatro años de edad, y seguida por el robusto querube que la acompañaba cuando Will abrió los ojos por primera vez en Pala. — Recogimos a Tara y Arjuna en el jardín de infantes — explicó Mary Sarojini cuando los mellizos se lanzaron sobre su madre. Con el niño de pecho en un brazo y el otro sobre los dos chiquillos, Shanta sonrió su agradecimiento. — Muy amable de tu parte. Tom Krishna fue quien respondió: — No es nada. — Se adelantó y, luego de un momento de vacilación comenzó a decir —: Estaba preguntándome… — Se interrumpió y miró, suplicante, a su hermana. Mary Sarojini meneó negativamente la cabeza. — ¿Qué te preguntabas? — inquirió Shanta. — Bueno, en realidad nos preguntábamos los dos… quiero decir, ¿podríamos venir a comer con ustedes? — Ah, ya entiendo. — Shanta miró a Tom Krishna, luego a Mary Sarojini y de vuelta a Tom. — Bueno, será mejor que vayas a preguntarle a Vijaya si hay suficiente comida, él cocina hoy. — Muy bien — dijo Tom Krishna sin entusiasmo. Con pasos lentos, desganados, cruzó la habitación y pasó por la puerta de la cocina. Shanta se volvió hacia Mary Sarojini. — ¿Qué sucedió? — Bueno, mamá le ha dicho por lo menos cincuenta veces que no quiere que lleve sus lagartos a casa. Pero esta mañana volvió a llevarlos. Entonces ella se enojó mucho. — ¿Entonces ustedes decidieron venir a comer aquí? — Si no le resulta conveniente, Shanta, podemos ir a lo de los Rao o a casa de los Rajajinnadasa. — Estoy segura de que resultará conveniente — le aseguró Shanta —. Sólo pensé que sería bueno que Tom Krishna conversase un poco con Vijaya. — Tiene mucha razón — respondió Mary Sarojini con gravedad. Luego, muy práctica, llamó —: Tara, Arjuna. Vengan conmigo al cuarto de baño, a lavarnos. Están muy sucios — le dijo a Shanta mientras se los llevaba. Will aguardó hasta que no pudieran escucharlo, y luego se volvió hacia Shanta. — Supongo que acabo de ver un Club de Adopción Mutua en acción. — Por fortuna — replicó Shanta —, en acción muy suave. Tom Krishna y Mary Sarojini se entienden notablemente bien con su madre. Allí no existen problemas personales; sólo el problema del destino, el enorme y terrible problema de la muerte de Dugald. — ¿Se casará Susila de nuevo? — preguntó él. — Así lo espero. En bien de todos. Entretanto, para los chicos es bueno pasar cierto tiempo con uno u otro de sus padres por delegación. En especial es bueno para Tom Krishna. Está llegando a la edad en que los chiquillos descubren su masculinidad. Todavía llora como un niño, pero al instante siguiente alardea y se exhibe y lleva lagartos a la casa… nada más que para demostrar que es un hombre de pelo en pecho. Por eso lo mandé a hablar con Vijaya. Vijaya es todo lo que a Tom Krishna le agrada creer que es él mismo. Tres metros de alto, dos metros de ancho, terriblemente fuerte, inmensamente competente. Cuando le dice a Tom Krishna cómo tiene que comportarse éste lo escucha… lo escucha como jamás me escucharía a mí o a su madre si le dijéramos las mismas cosas. Y Vijaya le dice las mismas cosas que le diríamos nosotros. Porque, además de ser un hombre de pelo en pecho, es en buena medida femeninamente sensible. De modo que, ya ve: Tom Krishna está siendo aleccionado desde todos los ángulos. Y ahora — concluyó, contemplando al niñito dormido que tenía en los brazos — debo acostar a este jovencito y prepararme para el almuerzo. XIII Lavados y cepillados, los mellizos se encontraban ya en sus sillas altas. Mary Sarojini rondaba en torno a ellos como una madre orgullosa pero ansiosa. Ante la cocina, Vijaya sacaba arroz y hortalizas de una cazuela de barro. Con cautela, con una expresión de concentrada atención, Tom Krishna llevaba los cuencos a la mesa a medida que eran llenados. — ¡Ya está! — exclamó Vijaya cuando llenó el último cuenco desbordante. Se secó las manos, se acercó a la mesa y se sentó —. Mejor hablale a nuestro invitado sobre la acción de gracias — le dijo a Shanta. — En Pala — explicó ella volviéndose hacia Will — no decimos las gracias antes de la comida. La decimos con la comida. O más bien no la decimos; la masticamos. — ¿La mastican? — La bendición de la mesa es el primer bocado de cada plato… mascado una y otra vez hasta que no queda nada. Y mientras se masca se presta atención al sabor de la comida, a su consistencia y temperatura, a las presiones de los dientes y las sensaciones de los músculos de la mandíbula. — Y entretanto, supongo, ¿agradecen al Iluminado, o a Siva, o a quien sea? Shanta meneó la cabeza con énfasis. — Eso le distraería la atención, y la atención es lo principal. Atención a la experiencia de algo recibido, de algo que uno no ha inventado. No al recuerdo de una fórmula verbal dirigida a alguien que sólo existe en la imaginación. — Miró a los que estaban sentados en torno de la mesa. — ¿Empezamos? — ¡Hurta! — gritaron los mellizos al unísono, y tomaron sus cucharas. Durante un largo minuto hubo silencio, interrumpido sólo por los mellizos, que no habían aprendido a comer sin hacer chasquear los labios. — ¿Podemos tragar ahora? — preguntó al cabo uno de los chiquillos. Shanta asintió. Todos tragaron. Hubo un tintineo de cucharas y un estallido de conversaciones de bocas llenas. — Bien — preguntó Shanta —, ¿qué sabor tuvo su agradecimiento de la comida? — El de una larga sucesión de cosas distintas — respondió Will —. O más bien una sucesión de variaciones del tema fundamental del arroz con cúrcuma y pimientos rojos y zucchini y algo de hoja que no reconozco. Resulta interesante: no es siempre lo mismo. En realidad no lo había advertido hasta ahora. — Y mientras prestaba atención a esas cosas ¿no se sintió momentáneamente liberado de los ensueños diurnos, de los recuerdos, las previsiones, de las ideas tontas… de todos los síntomas de usted? — ¿Acaso el saborear no es yo? Shanta miró a su esposo, sentado al otro extremo de la mesa. — ¿Qué dirías tú, Vijaya? — Diría que está entre el yo y el no yo. Saborear es el no yo que hace algo por todo el organismo. Y al mismo tiempo saborear es el yo consciente de lo que sucede. Y ese es el sentido de nuestro agradecimiento de masticación: hacer que el yo tenga más conciencia de lo que hace el no yo. — Muy bonito — comentó Will —. ¿Pero cuál es el sentido del sentido? Fue Shanta la que respondió. — El sentido del sentido — dijo — es el de que, cuando ha aprendido a prestar mayor atención al no yo en el ambiente (es decir, el alimento) y al no yo de su propio organismo (sus sensaciones gustativas), puede encontrarse de pronto prestando atención al no yo del lado más alejado de la conciencia; o quizá sea mejor decirlo al revés — continuó —. Al no yo del extremo más alejado de la conciencia le resultará más fácil hacerse conocer a un yo que ha aprendido a tener más conciencia de su no yo en el aspecto fisiológico. — Fue interrumpida por un ruido de algo que se rompe, seguido por un aullido de uno de los mellizos. — Después de lo cual — continuó, mientras limpiaba la mancha del piso — es preciso considerar el problema del yo y el no yo en relación con personas que tienen menos de un metro de estatura. Se entregará un premio de sesenta y cuatro mil decenas de millones de rupias a quien ofrezca una solución perfecta. — Enjugó los ojos del niño, le hizo sonarse la nariz, le dio un beso y fue a la cocina a buscar otro tazón de arroz. — ¿Qué ocupaciones tienen para esta tarde? — preguntó Vijaya cuando terminó el almuerzo. — Estamos en el servicio de espantapájaros — respondió Tom Krishna con aire importante. — En el campo que está un poco más abajo de la escuela — agregó Mary Sarojini. — Entonces los llevaré en el auto — dijo Vijaya. Se volvió hacia Will Farnaby y le preguntó —: ¿Quiere venir? Will asintió. — Y si se puede — dijo —, me gustaría ver la escuela, ya que estoy en eso… Concurrir, quizás, a una de las clases. Shanta los saludó desde la galería y unos minutos más tarde pudieron ver el jeep estacionado. — La escuela está al otro lado de la aldea — explicó Vijaya mientras ponía en marcha el motor —. Tendremos que tomar por el atajo. Desciende y vuelve a subir. Bajaron por los arrozales, maizales y campes de batatas escalonados, se encontraron en terreno llano, siguiendo una línea que contorneaba los campos, con un barroso y pequeño estanque de peces a la izquierda y un huerto de árboles de pan a la derecha, y por último volvieron a subir a través de más campos, algunos verdes, otros dorados… y allí estaba el edificio de la escuela, blanco y espacioso bajo sus altos árboles de sombra. — Y allí — dijo Mary Sarojini — están nuestros espantapájaros. Will miró en la dirección en que señalaba la niña. En el más cercano de los campos escalonados debajo de ellos el arroz estaba ya a punto de ser cosechado. Dos chiquillos de taparrabos rojos y una niñita de faldas azules se turbaban tirando de las cuerdas que ponían en movimiento dos marionetas de tamaño natural, unidas a estacas, en ambos extremos del angosto campo. Los muñecos eran de madera, hermosamente tallados y ataviados, no con guiñapos, sino con las telas más espléndidas. Will los contempló con asombro. — Salomón, en toda su gloria — exclamó —, no estuvo vestido como uno de esos. Pero Salomón, continuó reflexionando, no era más que un rey, en tanto que esos magníficos espantapájaros eran seres de un orden superior. Uno era un Futuro Buda, el otro una versión deliciosamente alegre, de las Indias orientales, del Dios Padre tal como se lo puede ver en la Capilla Sixtina, volando sobre el Adán recién creado. A cada tirón de la cuerda el Futuro Buda meneaba la cabeza, descruzaba las piernas, que tenía en la postura del loto, bailaba un breve fandango en el aire, volvía a cruzarlas y permanecía inmóvil un instante, hasta que un nuevo tirón de la cuerda perturbaba de nuevo sus meditaciones. Entretanto, el Dios Padre agitaba el brazo extendido, blandía el índice en portentosa advertencia, abría y cerraba la boca orlada de crin y hacía girar un par de ojos que, hechos de vidrio, despedían un fuego conminatorio hacia cualquier pájaro que osara acercarse al arroz. Mientras tanto una brisa vivaz agitaba sus vestiduras, de color amarillo vivo, con un audaz diseño — castaño, blanco y negro — de tigres y monos, en tanto que el magnífico atavío del Futuro Buda, de rayón rojo y anaranjado, se inflaba y gualdrapeaba en torno de su cuerpo con un cólico tintineo de decenas de campanitas de plata. — ¿Todos los espantapájaros de ustedes son así? — preguntó Will. — Es una idea del Viejo Raja — contestó Vijaya —. Quería que los niños entendieran que todos los dioses son de fabricación casera, y que nosotros somos quienes tiramos de sus cuerdas y les damos el poder necesario para que tiren de las nuestras. — Los hacemos danzar — dijo Tom Krishna — y agitarse. — Rió, encantado. Vijaya extendió una enorme mano y palmeó la morena cabeza rizada del niño. — ¡Ese es el espíritu! — Y volviéndose de nuevo a Will, dijo, en lo que evidentemente era una imitación de la forma de hablar del Viejo Raja —: Comillas «Dioses» cierra comillas: su único gran mérito (aparte de ahuyentar a los pájaros y comillas «a los pecadores» cierra comillas, y de vez en cuando, quizá consolar a los desdichados) consiste en lo siguiente: ser elevados en lo alto de postes, para que tengan que ser mirados desde abajo; y cuando uno mira hacia arriba, aunque sea a un dios, difícilmente puede dejar de ver el cielo. ¿Y qué es el cielo? Aire y luz dispersa; pero también un símbolo del ilimitado y (perdone la metáfora) preñado vacío del cual todo, lo vivo y lo inanimado, los fabricantes de muñecos y sus divinas marionetas, surge al universo que conocemos… o más bien que creemos conocer. Mary Sarojini, que había estado escuchando con atención, asintió. — Papá solía decir — intervino — que mirar a los pájaros en el cielo era aun mejor. Las aves no son palabras, solía decir. Las aves son reales. Tan reales como el cielo. — Vijaya detuvo el coche. — Diviértanse — dijo, cuando los niños saltaron fuera del vehículo —. Háganlos bailar y agitarse. Gritando, Tom Krishna y Mary Sarojini corrieron a unirse al grupito del campo que se extendía debajo del camino. — Y ahora veamos los aspectos más solemnes de la educación. — Vijaya llevó el jeep al sendero que terminaba en la escuela. — Dejaré el coche aquí y volveré caminando a la estación. Cuando se haya cansado, haga que alguien lo lleve a su casa. — Apagó el motor y entregó a Will la llave. En la oficina de la escuela, Mrs. Narayan, la directora, conversaba con un hombre canoso, de rostro largo, más bien melancólico, parecido al de un sabueso lleno de arrugas y pliegues, sentado frente a su escritorio. — Mr. Chandra Menon — explicó Vijaya cuando se hicieron las presentaciones — es nuestro subsecretario de Educación. — Que nos hace — dijo la directora — una de sus periódicas visitas de inspección. — Y que aprueba de cabo a rabo todo lo que ha visto — agregó el subsecretario con una cortés inclinación de cabeza en dirección de Mrs. Narayan. Vijaya se disculpó. — Tengo que volver a mi trabajo — dijo, y se dirigió hacia la puerta. — ¿Le interesa especialmente la educación? — inquirió Mr. Menon. — Soy especialmente ignorante en ella — respondió Will —. No hicieron más que criarme; jamás me educaron. Por eso quiero echar una ojeada a la verdadera educación. — Bueno, pues ha venido al lugar adecuado — le aseguró el subsecretario —. Nueva Rothamsted es una de nuestras mejores escuelas. — ¿Qué criterio emplean para decidir cuál es una buena escuela? — interrogó Will. — El éxito. — ¿En qué? ¿En la obtención de becas? ¿En la preparación para un puesto? ¿En la obediencia a los imperativos categóricos locales? — Todo eso, por supuesto — repuso Mr. Menon —. Pero sigue en pie el problema fundamental. ¿Para qué son los muchachos y las jóvenes? Will se encogió de hombros. — La respuesta depende de dónde se domicilie uno. Por ejemplo, ¿para qué son los muchachos y las jóvenes en Norteamérica? Respuesta: para el consumo en masa. Y los corolarios del consumo en masa son las comunicaciones en masa, la publicidad en masa, los opiatos en masa en forma de televisión, meprobamato, pensamiento positivo y cigarrillos. Y ahora que Europa ha irrumpido en el campo de la producción en masa, ¿para qué serán todos sus muchachos y todas sus jóvenes? Para el consumo en masa y todo lo demás… lo mismo que los de Norteamérica. En tanto que en Rusia hay una respuesta distinta. Las jóvenes y los muchachos son para el fortalecimiento del Estado nacional. De ahí todos esos ingenieros y profesores de ciencias, para no hablar de las cincuenta divisiones preparadas para el combate en cualquier momento, y equipadas con todo, desde tanques y bombas H hasta cohetes de largo alcance. Y en China es lo mismo, pero muchísimo más. ¿Para qué son allí los muchachos y las chicas? Para carne de cañón, carne de la industria, carne de la agricultura, carne de construcción de caminos. De modo que Oriente es Oriente y Occidente, Occidente… por el momento. Pero puede que los dos se encuentren en una de dos maneras. Puede que Occidente llegue a tenerle tanto miedo a Oriente, que deje de pensar que los jóvenes y las muchachas son para el consumo en masa y decida que son para carne de cañón y para fortalecer al Estado. O a la inversa, el Oriente puede encontrarse bajo tal presión de las masas hambrientas de artefactos que ansían volverse occidentales, que se vea obligado a cambiar de opinión y diga que los muchachos y las chicas son en realidad para el consumo en masa. Pero eso queda para el futuro. Entretanto, las respuestas actuales a su pregunta son mutuamente excluyentes. — Y. las dos — replicó Mr. Menon — son distintas de la nuestra. ¿Para que son los muchachos y las chicas palaneses? Ni para el consumo en masa, ni para el fortalecimiento del Estado. El Estado tiene que existir, por supuesto. Y tiene que haber suficiente para todos. Eso ni falta hace decirlo. Sólo en esas condiciones pueden los jóvenes y las chicas descubrir para qué son en realidad; sólo en esas condiciones podemos hacer algo al respecto. — ¿Y para qué son en realidad? — Para su realización, para convertirse en seres humanos plenos. Will asintió. — Notas sobre qué es qué — comentó —. Conviértete en lo que realmente eres. — Al Viejo Raja le preocupaba en lo fundamental lo que la gente es en realidad en el plano que está más allá de la individualidad. Y es claro que a nosotros eso nos interesa tanto como a él. Pero nuestra primera preocupación es la educación elemental, y la educación elemental tiene que trabajar con individuos en toda su diversidad de formas, talla, temperamento, dones y deficiencias. Los individuos en su unidad trascendente son materia de la educación superior. Comienza en la adolescencia y es impartida al mismo tiempo que la educación elemental avanzada. — Comienza, entiendo — dijo Will —, con la primera experiencia de la medicina moksha. — ¿De modo que ya ha oído hablar de ella? — La he visto en acción. — El doctor Robert — explicó la directora — lo llevó ayer a presenciar una iniciación. — Que — agregó Will — me impresionó profundamente. Cuando pienso en mi educación religiosa… — Dejó la frase elocuentemente inconclusa. — Bien, como decía — prosiguió Mr. Menon —, los adolescentes reciben ambos tipos de educación al mismo tiempo. Se los ayuda a experimentar su unidad trascendental con todos los demás seres sensibles, y al mismo tiempo aprenden, en sus clases de psicología y fisiología, que cada uno de nosotros tiene su propia singularidad constitucional, que cada uno es diferente de los demás. — Cuando yo estaba en la escuela — declaró Will — los pedagogos hacían todo lo posible por borrar esas diferencias, o por lo menos por cubrirlas con el mismo ideal de fines de la era victoriana: el ideal del caballero anglicano erudito pero buen jugador de fútbol. Pero ahora dígame qué hacen ustedes con ese hecho de que todos son distintos de todos. — Empezamos — dijo Mr. Menon — aquilatando las diferencias. ¿Quién o qué, en términos anatómicos, bioquímicos y psicológicos, es este niño? En la jerarquía orgánica, ¿qué tiene precedencia: su estómago, sus músculos o su sistema nervioso? ¿Cuan cerca se encuentra de los tres extremos polares? ¿Cuan armoniosa o inarmónica es la mezcla de sus elementos componentes, físicos y mentales? ¿Cuan grande es su deseo innato de dominar, o de ser sociable, o de retirarse dentro de su mundo interior? ¿Y cómo realiza sus operaciones de pensamiento, de percepción, de recuerdo? ¿Es un visualizador o un no visualizador? ¿Funciona su mente con imágenes o con palabras, con ambas a las vez o con ninguna? ¿Cuan cerca de la superficie se encuentran su facultad narrativa? ¿Ve el mundo como lo vieron Words-worth y Traherne cuando eran niños? Y en ese caso, ¿qué puede hacerse para impedir que la gloria y la frescura se disipen a la luz del día común? O, en términos más generales, ¿cómo podemos educar a los niños en el plano conceptual sin aniquilar su capacidad de intensa experiencia no verbal? ¿Cómo podemos reconciliar el análisis con la visión? Y hay decenas de otras preguntas que podrían ser formuladas y contestadas. Por ejemplo, ¿el niño absorbe todas las vitaminas de su alimento, o es víctima de alguna deficiencia crónica que, si no se la reconoce y trata disminuirá su vitalidad, nublará su humor, le hará ver fealdad, sentir aburrimiento y pensar tonterías o malicias? ¿Y el contenido de azúcar de su sangre? ¿Y su respiración? ¿Y su postura, y la forma en que usa su organismo cuando trabaja, juega, estudia? Y además están todas las preguntas que se refieren a los dones especiales. ¿Muestra señales de tener cierto talento para la música, para la matemáticas, para el manejo de las palabras, para observar con exactitud y pensar con lógica y en forma imaginativa sobre lo que ha observado? Y por último, ¿cuan sugestionable será cuando crezca? Todos los niños son buenos sujetos hipnóticos… Tan buenos, que cuatro de cada cinco de ellos pueden ser llevados a estados de sonambulismo. En los adultos la proporción se invierte. Cuatro de cada cinco no pueden ser llevados a un estado de sonambulismo. De cada cien niños, ¿cuáles son los veinte que crecerán y serán sugestionables hasta el sonambulismo? — ¿Pueden descubrirlos por anticipado? — preguntó Will —. Y en caso afirmativo, ¿de qué sirve descubrirlos? — Podemos descubrirlos — respondió Mr. Menon —. Y es muy importante que los descubramos. Particularmente importante en su parte del mundo. Hablando en términos políticos, el veinte por ciento que puede ser hipnotizado con facilidad y hasta el límite es el elemento más peligroso de las sociedades de ustedes. — ¿Peligroso? — Porque esas personas son las víctimas predestinadas del propagandista. En una democracia anticuada, precientífica, cualquier orador respaldado por una buena organización puede convertir a ese veinte por ciento de sonámbulos en potencia en un ejército de fanáticos dedicados a la mayor gloria y poder de su hipnotizador. Y bajo una dictadura los mismos sonámbulos en potencia pueden ser llevados a una fe implícita y movilizados como el duro núcleo del partido omnipotente. De modo que ya ve que es muy importante que toda sociedad que valore la libertad pueda descubrir a los futuros sonámbulos cuando todavía son jóvenes. Una vez descubiertos, se los puede hipnotizar y adiestrar en forma sistemática para que no sean hipnotizables por los enemigos de la libertad. Y al mismo tiempo, por supuesto, sería aconsejable que reorganizaran su orden social a fin de hacer difícil o imposible que los enemigos de la libertad surjan o tengan alguna influencia. — ¿Que según supongo es la situación que existe en Pala? — Precisamente — respondió Mr. Menon —. Y por eso nuestros sonámbulos en potencia no constituyen un peligro. — ¿Y entonces por qué se molestan en descubrirlos por anticipado? — Porque, si se lo utiliza en forma conveniente, ese don de ellos es valioso. — ¿Para el control del destino? — preguntó Will recordando los cisnes terapéuticos y todas las cosas que había dicho Susila sobre oprimir los botones de uno mismo. El subsecretario sacudió la cabeza. — El Control del Destino no exige otra cosa que un trance hipnótico ligero. En la práctica casi todos son capaces de eso. Los sonámbulos en potencia constituyen el veinte por ciento que puede caer en un trance muy profundo. Y en ese trance profundo, y sólo en él, se puede llevar a una persona a deformar el tiempo. — ¿Puede usted deformar el tiempo? — inquirió, Mr. Menon sacudió negativamente la cabeza. — Por desgracia nunca pude ir muy a fondo. Todo lo que sé tuve que aprenderlo por el camino largo y duro. Narayan tuvo más suerte. Como pertenece al veinte ciento de los privilegiados, pudo tomar por todo tipo de atajos educacionales que estaban en absoluto….. — ¿Qué tipo de atajos? — interrogó Will a la directora. — Atajos de memorización — respondió éste, los cálculos, el pensamiento y la solución, se empieza por aprender a experimentar veinte como si fuesen diez minutos, un minuto como si fuese una hora. En el trance profundo es muy fácil. Se usan sugestiones del maestro y se permanece durante mucho, mucho tiempo. Cuando la despiertan, mira el reloj. Su experiencia de horas fue comprimida en cuatro minutos exactos de reloj. — ¿Cómo? — Nadie lo sabe — respondió Mr. Menon —. Pero todas esas anécdotas acerca de que los que están por ahogarse ven desarrollarse toda su vida en unos pocos segundos son ciertas en esencia. La mente y el sistema nervioso, o más bien algunas mentes y algunos sistemas nerviosos, son capaces de esa curiosa proeza; eso es todo lo que se sabe. Descubrimos ese hecho hace unos sesenta años, y desde entonces hemos venido explotándolo. Explotándolo, entre otras cosas, para fines educacionales. — Por ejemplo — continuó Mrs. Narayan —, he aquí un tema matemático. En su estado normal usted necesita por lo menos media hora para resolverlo. Pero ahora desestima el tiempo, hasta el punto en que un minuto es equivalente subjetivo de treinta minutos. Entonces se dedica a la solución de su problema. Treinta minutos subjetivos… y está solucionado. Pero treinta minutos subjetivos no son un minuto de reloj. Sin la menor sensación de fatiga, ha estado trabajando a tanta velocidad con uno de esos jóvenes, velocísimos calculadores, que… de vez en cuando…. Futuros genios como Ampére, o futuros idiotas como Dase… Pero todos ellos, ¿quién sabe qué recurso interior de deformación del tiempo realizan?… en un par de minutos, una hora, y a veces en pocos segundos. Ya podrá imaginar lo que sucede cuando enemigos, con un Cociente de Inteligencia digno de un genio… ¡una persona capaz de deformar el tiempo! ¡Son fantásticos! — Por desgracia — dijo Mr. Menon — no son muy comunes, en las últimas dos generaciones hemos tenido exactamente dos deformadores del tiempo de verdadera genialidad, y sólo cinco o seis que se les acercaban un poco. ¡De modo que no es extraño que vigilemos atentamente la aparición de sonámbulos en potencia! — Bueno, por cierto que hacen muchas preguntas penetrantes a sus pequeños alumnos — declaró Will luego de un breve silencio —. ¿Y qué hacen cuando han encontrado las respuestas? — Iniciamos la educación de acuerdo con ellas — contestó Mr. Menon —. Por ejemplo, formulamos preguntas sobre el físico y el temperamento de cada niño. Cuando tenemos las respuestas, seleccionamos a los más tímidos, hipersensibles e introvertidos, y los reunimos en un solo grupo. Luego, poco a poco, el grupo es ampliado. Primero introducimos en él unos pocos niños con tendencia a la sociabilidad indiscriminada. Luego uno o dos pequeños musculosos y musculosas: niños con tendencia a la agresividad y amor al poder. Hemos descubierto que es el mejor método, para hacer que los niños de los tres extremos polares lleguen a entenderse y tolerarse. Después de unos meses de convivencia cuidadosamente controlada, están en condiciones de admitir que personas con un tipo distinto dé constitución hereditaria tienen tanto derecho a existir como ellos. — Y el principio — dijo Mrs. Narayan — es enseñado en forma explícita y aplicado de manera progresiva. En los grados inferiores realizamos la enseñanza en términos de analogías con animales familiares. A los gatos les agrada estar solos. A las ovejas les gusta estar juntas. Las martas son feroces y no pueden ser domesticadas. Los conejillos de Indias son amables y amistosos. ¿Eres una persona gato o una persona oveja, una persona conejillo de Indias o una persona marta? Hablamos de eso en forma de parábolas de animales, y aun los chicos más pequeños pueden entender el hecho de la diversidad humana y la necesidad de tolerancia mutua, de perdón recíproco. — Y más tarde — prosiguió Mr. Menon —, cuando llegan a leer el Gita, les hablamos del vínculo existente entre la constitución y la religión. Las personas-ovejas y las personas-conejillos de Indias adoran el ritual, las ceremonias públicas y la emoción de los reavivamientos religiosos; sus preferencias temperamentales pueden ser dirigidas por el Sendero de la Devoción. A las personas-gatos les gusta estar solas, sus cavilaciones privadas pueden convertirse en el Sendero del Conocimiento de Sí Mismo. Las personas-martas quieren tirar cosas, y el problema consiste en cómo trasformar su enérgica agresividad en el Sendero de la Acción Desinteresada. — Y el Sendero de la Acción Desinteresada fue el que vi ayer — observó Will —. El sendero que conduce a la tala de árboles y a la ascensión de montañas, ¿no es así? — La tala de árboles y el escalamiento de montañas — dijo Mr. Menon — son casos especiales. Generalicemos y digamos que el camino hacia todos los Senderos pasa a través de la reorientación de la energía. — ¿Qué es eso? — El principio es muy sencillo. Se toma la energía engendrada por el miedo, la envidia o un exceso de noradrenalina, o por alguna ansia interior que en el momento dado está fuera de lugar; se la toma y, en lugar de usarla para hacer algo desagradable para algún otro, en lugar de reprimirla, con lo cual se hace algo desagradable para uno mismo, se la dirige en forma consciente por una vía en la cual pueda hacer algo útil, o, si no útil, por lo menos inofensivo. — He aquí un caso sencillo — dijo la directora —. Un niño colérico o frustrado ha acumulado suficiente energía para un estallido de lágrimas, de lenguaje obsceno o de riña. Si la energía engendrada es suficiente para cualquiera de esas cosas, es suficiente también para correr o bailar; más que suficiente para cinco inspiraciones profundas. Más tarde le mostraré algo de esa danza. Por el momento limitémonos a las inspiraciones. Cualquier persona irritada que inspira cinco veces en forma profunda libera una gran proporción de tensión, con lo cual le resulta más fácil comportarse de modo racional. Entonces enseñamos a nuestros chicos toda clase de juegos respiratorios, que deben ser jugados cada vez que están furiosos o trastornados. Algunos de los juegos son competitivos. ¿Cuál de los dos antagonistas puede inspirar más profundamente y decir «OM» en la espiración durante más tiempo? Es un duelo que termina casi siempre con la reconciliación. Pero es claro que hay muchas ocasiones en que la respiración competitiva resulta fuera de lugar. Y entonces existe un jueguito que un niño exasperado puede jugar por sí mismo, un juego basado en las tradiciones locales. Todos los niños palaneses han sido educados en medio de leyendas budistas, y en la mayoría de esos piadosos relatos fantásticos alguien tiene una visión de un ser celestial. Un Bodhisattva, digamos, en un estallido de luces, joyas y arco iris. Y junto con la gloriosa visión hay siempre una olfacción igualmente gloriosa; los fuegos de artificio son acompañados por un perfume indeciblemente delicioso. Y bien, tomamos esas fantasías tradicionales — que se basan todas, ni falta hace decirlo, en experiencias visionarias reales del tipo provocado por el ayuno, las privaciones sensoriales o los hongos — y las ponemos a trabajar. Los sentimientos violentos, les decimos a los niños, son como los terremotos. Nos sacuden con tanta fuerza, que aparecen resquebrajaduras en la pared que separa nuestro yo personal de la naturaleza universal, compartida, de Buda. Uno se enoja, algo se resquebraja dentro de uno y a través de la grieta sale una bocanada del celestial aroma del esclarecimiento. Como la champaca, como el ilang-ilang, como las gardenias… sólo que infinitamente más maravilloso. De modo que no se pierdan esa celestialidad que han dejado en libertad por accidente. Eso sucede cada vez que se enojan. Inspiren, inhálenla, llénense los pulmones de ella. — ¿Y lo hacen? — Luego de unas semanas de aprendizaje, la mayoría de ellos lo hacen con naturalidad. Y, lo que es más, muchos de ellos perciben de veras el perfume. El antiguo «No» represivo ha sido traducido a un nuevo, expresivo y compensatorio «Sí». La energía potencialmente dañina ha sido reorientada hacia canales donde no sólo es inofensiva, sino que incluso puede llegar a ser útil. Y entretanto, por supuesto, hemos estado dándole al niño una educación, sistemática y graduada en forma cuidadosa, en lo referente a Ja percepción y al empleo adecuado del lenguaje. Se les enseña a prestar atención a lo que ven y oyen, y al mismo tiempo se les pide que adviertan en qué forma sus sentimientos y deseos afectan las experiencias que tienen del mundo exterior, y en qué forma sus costumbres de lenguaje afectan, no sólo sus sentimientos y deseos, sino incluso sus sensaciones. Lo que mis oídos y mis ojos registran es una cosa; lo que las palabras que utilizo y el talante en que me encuentro y los objetivos que persigo me permiten percibir, encontrar sentido y actuar en consonancia con ello es algo muy distinto. Ya ve, pues, que todo es unido en un solo proceso educacional. Les damos a los niños, simultáneamente, una educación para percibir e imaginar, una educación en fisiología y psicología aplicada, una educación en ética práctica y religión práctica, una educación en el empleo adecuado del idioma y una educación en materia de autoconocimiento. En una palabra, una educación de toda la mente-cuerpo en todos sus aspectos. — ¿Qué relación — preguntó Will — tiene esta complicada educación de la mente-cuerpo con la educación formal? ¿Ayuda al niño a hacer sumas, a escribir con arreglo a las normas gramaticales, a entender la física elemental? — Ayuda mucho — respondió Mr. Menon —. Una mente-cuerpo educada aprende con más rapidez que una no educada. Además, es más capaz de vincular los hechos con las ideas, y las dos cosas con su propia vida en desarrollo. — De pronto, y sorprendentemente (porque ese largo rostro melancólico le daba a uno la impresión de ser incompatible con expresión alguna de alegría más enfática que una simple sonrisa fatigada) estalló en una larga carcajada. — ¿Cuál es el chiste? — Estaba pensando en dos personas que conocí la última vez que estuve en Inglaterra. En Cambridge. Una era un físico atómico, la otra un filósofo. Ambos altamente eminentes. Pero uno tenía una edad mental, fuera del laboratorio, de unos once años, y el otro era un devorador compulsivo de alimentos, con un problema de obesidad que se negaba a encarar. Dos ejemplos extremos de lo que sucede cuando se toma a un chico inteligente, se le endilgan quince años de la educación formal más intensiva y se descuida por completo todo lo que tenga que ver con la mente-cuerpo, que es la que debe realizar las tareas de aprender y vivir. — ¿Y el sistema de ustedes, supongo, no produce ese tipo de monstruos académicos? Él subsecretario sacudió la cabeza. — Hasta que fui a Europa no había visto nada por el estilo. Son grotescamente graciosos — agregó —. Pero, ¡cielos, cuan patéticos! ¡Y, pobres, cuan curiosamente repulsivos! — Ser patética y curiosamente repulsivos: ese es el precio que pagamos por la especialización. — Por la especialización — convino Mr. Menon —, pero no en el sentido en que usan ustedes en general la palabra. La especialización en ese sentido es necesaria e inevitable. Sin especialización no hay civilización. Y si uno educa toda la mente-cuerpo junto con el intelecto utilizador de símbolos, ese tipo de especialización necesaria no produce mucho daño. Pero ustedes no educan la mente-cuerpo. La cura que tienen para el exceso de especialización científica consiste en unos cuantos cursos más de humanidades. ¡Excelente! Toda educación tendría que incluir cursos de humanidades. Pero no nos engañemos con el nombre. En sí mismas las humanidades no humanizan. No son más que otra forma de especializaron en el plano simbólico. Leer a Platón o escuchar una disertación sobre T. S. Eliot no educa a todo el ser humano; como los cursos de física o química, no hace más que educar al manipulador de símbolos y deja todo el resto de la mente-cuerpo viviente en su estado prístino de ignorancia e ineptitud. De ahí todas esas patéticas y repulsivas criaturas que tanto me asombraron en mi primer viaje al extranjero. — ¿Y qué hay de la educación formal? — interrogó Will entonces —. ¿Qué hay de la indispensable información y de las necesarias habilidades intelectuales? ¿Las enseñan ustedes como nosotros? — Las enseñamos como probablemente las enseñarán ustedes dentro de diez o quince años. Tomemos las matemáticas, por ejemplo. En el plano histórico, las matemáticas comenzaron con la elaboración de tretas útiles, se elevaron hacia la metafísica y finalmente se explicaron por sí mismas en términos de estructura y de trasformaciones lógicas. En nuestras escuelas invertimos el proceso histórico. Comenzamos con la estructura y la lógica; luego, pasando por alto la metafísica, pasamos de los principios generales a las aplicaciones particulares. — ¿Y los niños entienden? — Mucho mejor que cuando se empieza con las tareas utilitarias. Desde los cinco años en adelante casi cualquier niño inteligente puede aprender casi cualquier cosa, siempre que se la presenten en la forma adecuada. Lógica y estructura en forma de juegos y acertijos. Los niños juegan y entienden el asunto con increíble rapidez. Después de lo cual se puede pasar a las aplicaciones prácticas. Enseñado de esa manera, la mayoría de los chicos pueden aprender tres veces más, cuatro veces más a fondo, en la mitad del tiempo. O considere otro terreno en el que se pueden utilizar juegos para implantar una comprensión de principios básicos. Todo el pensamiento científico se desarrolla en términos de probabilidad. Las viejas verdades eternas no son más que un alto grado de probabilidad; las leyes inmutables de la naturaleza no son más que promedios estadísticos. ¿Cómo se pueden introducir estas nociones profundamente poco evidentes en la cabeza de los niños? Jugando a la ruleta con ellos, haciendo girar monedas y echando a suertes. Enseñándoles juegos con naipes, tableros y dados. — Serpientes y Escaleras Evolutivas: ese es el juego más popular entre los pequeños — dijo Mrs. Narayan —. Otro gran favorito es las Felices Familias Mendelianas. — Y un poco más tarde — agregó Mr. Menon — les hacemos conocer un juego más bien, complicado en el que intervienen cuatro personas con un mazo de sesenta naipes especialmente diseñados, divididos en tres series. Bridge psicológico, lo llamamos. La mano que uno recibe es cuestión de suerte, pero la forma en que la juegue depende de su habilidad, de su capacidad para mentir y de su colaboración con su socio. — Psicología, mendelismo, evolución: la educación aquí parece ser demasiado biológica — comentó Will. — Lo es — admitió Mr. Menon —. No ponemos el acento principal en la física y la química, sino en las ciencias de la vida. — ¿Por cuestión de principio? — No del todo. También por conveniencia y necesidad económica. No tenemos el dinero necesario para investigaciones en gran escala en los campos de la física y la química, y además no tenemos ninguna necesidad práctica de ese tipo de investigaciones: no nos hacen falta industrias pesadas que resulten más competitivas, ni armamentos más diabólicos, en el menor deseo de explorar la cara invisible de la luna. Sólo la modesta ambición de vivir como seres plenamente humanos, en armonía con el resto de la vida de esta isla, en esta latitud, en este planeta. Podemos tomar los resultados de las investigaciones de ustedes en física y química, y aplicarlos, si queremos o nos resulta posible, a nuestros propios fines. Entretanto nos dedicamos a la investigación que promete concedernos más utilidad: las ciencias de la vida y de la mente. Si los políticos de los nuevos Estados independientes tuviesen un poco de sensatez — agregó —, harían lo propio. Pero quieren demostrar que son fuertes; necesitan ejércitos, quieren ponerse a la altura de los adictos a la televisión, de los pueblos motorizados de Europa y Norteamérica. Ustedes no pueden elegir — prosiguió —. Están irremediablemente comprometidos a la física y la química aplicadas, con todas sus espantosas consecuencias, militares, políticas y sociales. Pero los países subdesarrollados no están comprometidos. No necesitan seguir el ejemplo de ustedes. Todavía están en libertad de seguir el camino que hemos seguido nosotros: el camino de la biología aplicada, el camino del control de la fertilidad y de la producción limitada y la industrialización selectiva que el control de la fertilidad posibilita, el camino que conduce hacia la dicha de adentro hacia afuera, pasando por la salud, por la conciencia, por el cambio de la actitud hacia el mundo; no hacia el espejismo de felicidad de afuera hacia adentro, pasando por los juguetes, las píldoras y las distracciones permanentes. Todavía pueden elegir nuestro camino, pero no quieren; quieren ser exactamente como ustedes, que Dios los ampare. Y como no pueden hacer lo que han hecho ustedes, por lo menos en el plazo que se han fijado, están condenados de antemano a la frustración y la desilusión, predestinados a la desdicha del derrumbe social y la anarquía, y luego a la desdicha de la esclavización por los tiranos. Es una tragedia en todo sentido predecible, y avanzan hacia ella con los ojos abiertos. — Y nosotros no podemos ayudarlos — agregó la directora. — No podemos hacer nada — dijo Mr. Menon —, aparte de continuar haciendo lo que hacemos y esperar, contra toda esperanza, que el ejemplo de una nación que ha encontrado el camino de ser dichosamente humana pueda ser imitado. Hay muy pocas probabilidades de que así suceda, pero podría ser… — A menos de que primero no surja el Gran Rendang.7 — A menos de que primero no surja el Gran Rendang — admitió Mr. Menon con gravedad —. Entretanto continuamos con nuestro trabajo, que es la educación. ¿Hay algo más que quiera saber, Mr. Farnaby? — Muchísimo más — repuso Will —. Por ejemplo, ¿cuándo empiezan la enseñanza de las ciencias? — Al mismo tiempo que empezamos la enseñanza de la multiplicación y la división. Primero, lecciones de ecología. — ¿Ecología? ¿No es eso un poco complicado? — Por eso mismo empezamos por ahí. Nunca le damos a un niño la probabilidad de imaginar que alguna cosa existe aislada. Le aclaramos desde el principio que todo lo viviente es relación. Les mostramos la relación en los bosques, en los campos, en los estanques y arroyos, en la aldea y en el campo que la rodea. Se la inculcamos. — Y permítame agregar — dijo la directora — que siempre enseñamos Ja ciencia de la relación en conjunción con la ética de la relación. Equilibrio, toma y daca, nada de excesos: tal es la regla de la naturaleza y, traducida de los hechos a la moral, tiene que ser la regla entre la gente. Como dije antes, a los niños les resulta muy fácil entender una idea cuando les es presentada en forma de una parábola sobre animales. Les damos una versión moderna de las fábulas de Esopo. No las antiguas ficciones antropomórficas, sino verdaderas fábulas ecológicas, con moraleja cósmica integral. Y otra maravillosa parábola para los niños es la historia de la erosión. Aquí no tenemos buenos ejemplos de erosión; entonces les mostramos fotografías de lo que sucedió en Rendang, en la India y China, en Grecia y el Levante, en África y Norteamérica; en todos los lugares donde personas ávidas y estúpidas trataron de tomar sin dar, de explotar sin amor o comprensión. Trata bien a la naturaleza, y la naturaleza te tratará bien a ti. En un Tazón de Polvo el «No hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan» es evidente por sí mismo; al niño le resulta más fácil reconocerlo y entenderlo que en una familia o aldea erosionadas. Las heridas psicológicas no se ven… y de cualquier modo los chicos saben muy poco sobre sus padres. Y, como no disponen de normas de comparación, tienden a dar por sentada incluso la peor situación, como si formase parte de la naturaleza de las cosas. En tanto que la diferencia entre diez hectáreas de prados y diez hectáreas de cañadones y arenales resulta evidente. La arena y los cañadones son parábolas. Frente a ellos, al niño Ices fácil entender la necesidad de la conservación, y luego pasar de la conservación a la moral… le resulta fácil pasar de la regla áurea en relación con las plantas y los animales y la tierra que los mantiene a la regla áurea en relación con los seres humanos. Y he aquí otro punto importante. La moral a la que pasa un niño de los hechos de la ecología y las parábolas de la erosión es una ética uní versal. En la naturaleza no existen Pueblos Elegidos ni Tierras Santas, ni Revelaciones Históricas Únicas. La moral de la conservación no concede a nadie una excusa para sentirse superior ni para reclamar privilegios especiales. «No hagas a tu prójimo lo que no quieras que te hagan» rige para nuestra forma de tratar todo tipo de vida en todas partes del mundo. Se nos permitirá vivir en este planeta sólo mientras tratemos a toda la naturaleza con compasión e inteligencia. La ecología elemental conduce en forma directa al budismo elemental. — Hace unas semanas — dijo Will luego de un momento de silencio — miraba yo el libro de Thorwald acerca de lo que sucedió en Alemania oriental entre enero y mayo de 1945. ¿Lo ha leído alguno de ustedes? Los dos interpelados negaron con la cabeza. — Pues no lo lean — aconsejó Will —. Estuve en Dresde cinco meses después del bombardeo de febrero. Cincuenta o sesenta mil civiles, la mayoría refugiados que huían de los rusos, quemados vivos en una sola noche. Y todo porque el pequeño Adolf jamás aprendió ecología — lanzó su feroz sonrisa castigada —, porque jamás le enseñaron los principios fundamentales de la conservación. — Uno convertía eso en un chiste porque era demasiado horrible como para decirlo en serio. Mr. Menon se puso de pie y tornó su cartera. — Tengo que irme. — Estrechó la mano a Will. Había sido un placer, y tenía la esperanza de que Mr. Farnaby gozara de su estadía en Pala. Entretanto, si quería conocer algo más sobre la educación palanesa, no tenía más que preguntárselo a Mrs. Narayan. Nadie tenía mejores condiciones para actuar de guía e instructor. — ¿Le gustaría visitar algunas de las clases? — preguntó Mrs. Narayan cuando el subsecretario hubo salido. Will se puso de pie, la siguió fuera de la habitación y por un corredor. — Matemáticas — dijo la directora mientras abría una puerta —. Y este es el quinto superior. Lo dirige Mrs. Anand. Will hizo una inclinación de cabeza cuando lo presentaron. La canosa maestra le dedicó una sonrisa y susurró: — Como verá, estamos profundamente concentrados en un problema. Will miró en torno. Ante sus pupitres, una veintena de muchachos y niñas fruncían el ceño, en concentrado silencio, mordiendo los lápices y estudiando sus cuadernos. Las cabezas inclinadas eran morenas y cuidadosamente peinadas. Por sobre los pantaloncitos color caqui o blancos, por sobre las largas faldas de vivos colores, los dorados cuerpos relucían con el calor. El cuerpo de los jóvenes mostraba la jaula de las costillas por debajo de la piel; el de las muchachas, más pleno, más suave, con la hinchazón de los pequeños pechos, firmes, altos, elegantes como invenciones de un escultor rococó de ninfas. Y todos los consideraban con absoluta normalidad. ¡Qué alivio, reflexionó Will, estar en un lugar en el que la Caída era una doctrina caduca! Entretanto Mrs. Anand explicaba — sotto poce para no distraer de su tarea a los solucionadores de problemas — que siempre dividía su clase en dos grupos. El grupo de los visualizadores, que pensaban en términos geométricos, como los antiguos griegos, y el de los no visualizadores, que preferían el álgebra y las abstracciones sin imágenes. Un tanto a desgana, Will apartó su atención del hermoso mundo no caído de los cuerpos juveniles y se resignó a adoptar un interés inteligente por la diversidad humana y la enseñanza de las matemáticas. Al cabo se despidieron. En la puerta siguiente, en una aula celeste adornada con grabados de animales tropicales, Bodhisattvas y sus Shakti de opulentos pechos, el quinto inferior recibía su lección bisemanal de filosofía aplicada elemental. Aquí los pechos eran más pequeños, los brazos más delgados y menos musculosos. Apenas hacía un año que habían abandonado la infancia. — Los símbolos son públicos — decía el joven que se encontraba ante el encerado cuando Will y Mrs. Narayan entraron en el aula. Trazó una hilera de circulitos y los números 1, 2, 3, 4, 5 —. Estas son personas — explicó. Luego, de cada uno de los circulitos llevó una raya hasta un cuadrado que había a la izquierda del encerado. En el centro del cuadrado escribió S —. S es el sistema de símbolos que la gente usa cuando quiere hablar entre sí. Todos hablan el mismo idioma: inglés, palanés, esquimal, según donde vivan. Las palabras son públicas; pertenecen a todos los que hablan un idioma dado: figuran en los diccionarios. Y ahora miremos las cosas que suceden ahí. — Señaló la ventana abierta. Media docena de loros de vivos colores, dibujados contra una nube blanca, apareció ante la vista, pasó por detrás de un árbol y desapareció. El maestro dibujó un segundo cuadrado en el extremo opuesto de la pizarra y lo designó con A de «acontecimientos», uniéndolo a los círculos por medio de líneas. — Lo que sucede ahí afuera es público… o por lo menos bastante público — especificó —. Y lo que sucede cuando uno pronuncia o escribe palabras también es público. Pero las cosas que suceden dentro de estos circulitos son privadas. Privadas. — Se llevó una mano al pecho. — Privado. — Se frotó la frente. — Privado. — Se tocó los párpados y la punta de la nariz con un índice moreno. — Y ahora hagamos un experimento sencillo. Digan la palabra «pellizco». — Pellizco — rugió la clase al unísono —. Pellizco… — P-E-LL–I-Z-C-O… pellizco. Eso es público, es algo que pueden buscar en el diccionario. Pero ahora pellízquense. ¡Con fuerza! ¡Más fuerte! Con un acompañamiento de risitas contenidas, de ayes y oh, los niños hicieron lo que se les pedía. — ¿Alguien puede sentir lo que siente la persona sentada a su lado? Hubo un coro de No. — De modo que según parece — dijo el joven —, hay… veamos, ¿cuántos somos? — Pasó la vista por los pupitres que tenía ante sí. — Parece que tenemos veintitrés dolores separados y distintos. Veintitrés en esta habitación. Casi tres mil millones en todo el mundo. Más los dolores de todos los animales. Y cada uno de estos dolores es estrictamente privado. No hay forma de trasmitir la experiencia de un centro de dolor a otro centro de dolor. No existe comunicación alguna, a no ser la indirecta, a través de S. — Señaló el cuadrado de la izquierda del encerado, y luego los círculos del centro. — Aquí hay dolores privados en 1, 2, 3, 4, 5. Aquí, en S, hay noticias sobre los dolores privados, y en S se puede decir «pellizco», que es una palabra pública que figura en el diccionario. Y adviertan esto: hay una sola palabra pública, «dolor», para tres mil millones de experiencias privadas, cada una de las cuales es probablemente tan distinta de todas las demás como mi nariz es diferente de las de ustedes y las de ustedes distintas unas de otras. Una palabra sólo representa las formas en que las cosas o los sucesos del mismo tipo general se parecen unas a otras. Por eso la palabra es pública. Y como es pública, no puede representar las formas en que los sucesos del mismo tipo general son distintos el uno del otro. Hubo un silencio. Luego el maestro levantó la vista y formuló una pregunta. — ¿Alguien sabe algo sobre Mahakasyapa? Se levantaron varias manos. Señaló con el dedo a una chiquilla de faldas azules y collar de conchas que se sentaba en la fila de adelante. — Dínoslo tú, Amiya. Casi sin aliento, ceceante, Amiya comenzó a hablar. — Mahakazyapa — dijo — fue el único de los dizípulos que zabía de qué hablaba el Buda. — ¿Y de qué hablaba? — No hablaba. Por ezo no lo entendían. — Pero Mahakasyapa entendió lo que decía aunque no hablaba… ¿no es así? La chiquilla asintió. Así era. — Elloz creían que iba a predicar un zermón — dijo —. Pero no lo hizo. Zólo recogió una flor y la levantó para que todoz la mirazen. — Y ese fue el sermón — gritó un chiquillo de taparrabos amarillo que había estado retorciéndose en su asiento, incapaz de contener sus deseos de comunicar lo que sabía. — Pero nadie pudo entender eze tipo de zermón. Nadie, zalvo Mahakazyapa. — ¿Y qué hizo Mahakasyapa Cuando el Buda levantó la flor? — ¡Nada! — gritó triunfalmente el taparrabos amarillo. — Zólo zonrió — agregó Amiya —. Y ezo le demoztró al Buda que entendía de qué ze trataba. Y entonzez le zonrió a zu vez, y eztuvieron ahí, zonriéndoze y zonriéndoze. — Muy bien — dijo el maestro —. Y ahora — se volvió hacia el taparrabos amarillo — veamos qué piensas que entendió Mahakasyapa. Hubo un silencio. Luego, alicaído, el niño agachó la cabeza. — No sé — masculló. — ¿Lo sabe alguno? Hubo varias conjeturas. Quizás había entendido que la gente se aburre con los sermones… incluso los del Buda. Quizá le gustaban las flores tanto como al Compasivo. Puede que se tratase de una Flor Blanca, y que eso k hiciera pensar en la Clara Luz. O puede que fuese azul, y ese era el color de Siva. — Buenas respuestas — dijo el maestro —. En especial la primera. Los sermones son bastante aburridos… en especial para el que los predica. Pero he aquí una pregunta. Si alguna de las respuestas de ustedes hubiese sido lo que entendió Mahakasyapa cuando el Buda levantó la flor, ¿por qué no lo dijo en otras tantas palabras? — Quizá porque no era un buen orador. — Era un excelente orador. — A lo mejor le dolía la garganta. — Si le hubiese dolido la garganta no hubiese sonreído con tanta dicha. — Díganoslo usted — pidió una voz chillona desde el fondo del aula. — Sí, díganoslo usted — repitió una decena de voces. El maestro sacudió negativamente la cabeza. — Si Mahakasyapa y el Compasivo no pudieron decirlo con palabras, ¿cómo podría hacerlo yo? Entretanto, echemos otra ojeada a estos diagramas de la pizarra. Palabras públicas, acontecimientos más o menos públicos, y luego personas, centros completamente privados de dolor y placer. ¡Completamente privados? — interrogó —. Pero quizás eso no sea del todo cierto. Quizás, en fin de cuentas, haya cierto tipo de comunicación entre los círculos… no en la forma en que yo me comunico ahora con ustedes, por medio de palabras, sino directamente. Y quizás el Buda se refería a eso cuando terminó su sermón, sin palabras, de la flor. «Poseo el tesoro de las enseñanzas inconfundibles — dijo a sus discípulos —, la maravillosa Mente del Nirvana, la verdadera forma sin forma, que está más allá de todas las palabras, la enseñanza para dar y recibir fuera de todas las doctrinas. Eso es lo que he entregado a Mahakasyapa.» — Volvió a tomar la tiza y trazó una tosca elipse que encerraba dentro de sus límites todos los demás diagramas del encerado: los circulitos que representaban a los seres humanos, el cuadrado que simbolizaba los acontecimientos y el otro cuadrado que representaba las palabras y los símbolos. — Todos separados — dijo —, y, sin embargo, todos uno. Personas, sucesos, palabras: todos ellos son manifestaciones de la Mente, de la Talidad, del Vacío. Lo que Buda quería decir y lo que Mahakasyapa entendió fue que estas enseñanzas no pueden formularse en palabras, que uno sólo puede serlas. Y esto es algo que todos ustedes descubrirán cuando les llegue el momento de la iniciación. — Hora de seguir adelante — susurró la directora. Y cuando la puerta se cerró tras ellos y se encontraban otra vez en el corredor, dijo a Will —: Este mismo tipo de enfoque lo usamos en nuestra enseñanza de ciencias, comenzando por la botánica. — ¿Por qué con la botánica? — Porque es tan fácil vincularla con lo que se decía hace un instante: con la historia de Mahakasyapa. — ¿Ese es el punto de partida de ustedes? — No, comenzamos en forma prosaica con el texto. A los niños se les hace conocer los hechos evidentes, elementales, pulcramente ordenados en los casilleros normales. Botánica pura: esa es la primera etapa. Seis o siete semanas. Después de lo cual se dedican toda una mañana a lo que nosotros llamamos construcción de puentes. Dos horas y media durante las cuales tratamos de hacer que vinculen con el arte, el lenguaje, la religión, el conocimiento de sí mismos, todo lo que aprendieron en las lecciones anteriores. — Botánica y conocimiento de sí mismo… ¿Cómo construyen ese puente? — En realidad es muy sencillo — le aseguró Mrs. Narayan —. A cada uno de los chicos se les da una flor común, un hibisco, por ejemplo, o mejor aun (porque el hibisco no tiene aroma) una gardenia. Hablando en términos científicos, ¿qué es una gardenia? ¿De qué está compuesta? De pétalos, estambres, pistilo, ovario y todo lo demás. Se les pide que escriban una descripción analítica completa de la flor, ilustrada con un dibujo exacto. Cuando terminan hay un breve período de descanso, al final del cual se les lee la historia de Mahakasyapa y se les pide que piensen en ella. ¿Quiso el Buda dar una lección de botánica? ¿O estaba enseñando otra cosa a sus discípulos? Y en ese caso, ¿qué? — ¿Qué, en efecto? — Y por supuesto, como lo aclara el relato, no hay respuesta alguna que se pueda formular en palabras. Por lo tanto les decimos a los chicos que dejen de pensar y miren. Pero miren en forma analítica», les decimos. «No como hombres de ciencia, ni siquiera como jardineros. Libérense de todo lo que saben y miren con absoluta inocencia esta cosa infinitamente improbable que tienen ante ustedes. Mírenla como si nunca hubieran visto nada semejante, como si no tuviese nombre ni perteneciese a clase reconocible alguna. Mírenla despiertos, pero pasiva, receptivamente, sin rotular ni juzgar ni comparar. Y mientras la miren inhalen su misterio, inspiren el espíritu del sentido, el aroma de la sabiduría de la otra orilla.» — Todo esto — comentó Will — se parece mucho a lo que decía el doctor Robert en la ceremonia de iniciación. — Es claro — respondió Mrs. Narayan —. Aprender a adquirir la visión de las cosas que tenía Mahakasyapa es la mejor preparación.para la experiencia de la medicina moksha. Todos los niños que llegan a la iniciación llegan a ella después de una prolongada educación en el arte de ser receptivos. Primero, la gardenia como ejemplar botánico. Luego la misma gardenia en su singularidad, la gardenia como la ve el artista, la gardenia, más milagrosa aun, vista por el Buda y Mahakasyapa. Y no hace falta decir — continuó — que no nos limitamos a las flores. Todos los cursos que siguen los niños son jalonados por sesiones periódicas de construcción de puentes. Todo, desde las ranas disecadas, hasta las nebulosas espirales, es contemplado receptiva y conceptualmente a la vez, como un hecho de experiencia estética o espiritual y en términos de ciencia, historia o economía. La educación para la receptividad es el complemento y el antídoto de la educación para el análisis y la manipulación de símbolos. Ambos tipos de educación son absolutamente indispensables. Si descuida cualquiera de los dos, jamás llegará a convertirse en un ser humano completo. Hubo un silencio. — ¿Cómo hay que contemplar a las demás personas? — preguntó Will al cabo —. ¿Con el punto de vista de Freud o el de Cézanne? ¿Con el de Proust o el del Buda? Mrs. Narayan rió. — ¿Con cuál me mira a mí? — preguntó a su vez. — En primer lugar, supongo que con el punto de vista del sociólogo — respondió él —. La miro como a la representante de una cultura que no me es familiar. Pero también tengo conciencia de usted receptivamente. Pienso, si no le molesta que se lo diga, que ha envejecido notablemente bien. Bien en el plano estético, en el intelectual y el psicológico, y bien en el plano espiritual, signifique esa palabra lo que significare… y si me torno receptivo, eso es algo importante. En tanto que si trato de proyectar en lugar de absorber, puedo conceptualizarlo y convertirlo en una pura tontería. — Lanzó una carcajada levemente parecida a la de una hiena. — Si uno quiere — dijo Mrs. Narayan — siempre puede sustituir las mejores percepciones de la receptividad por una mala idea preparada de antemano. ¿Pero por qué habría uno de hacer esa elección? ¿Por qué no escuchar a ambas partes y armonizar los puntos de vista de las dos? El fabricante de conceptos, analizador y apegado a la tradición, y el receptor de percepciones, despiertamente pasivo: ninguno de los dos es infalible, pero los dos juntos pueden realizar un trabajo razonablemente bueno. — ¿Hasta qué punto es efectiva la educación de ustedes en el arte de la receptividad? — interrogó Will. — Hay grados de receptividad — contestó ella —. Muy poca en una lección de ciencias, por ejemplo. La ciencia comienza con la observación; pero la observación siempre es selectiva. Hay que observar el mundo a través de un enrejado de conceptos proyectados. Luego toma uno la medicina moksba y de pronto casi no quedan conceptos. No selecciona para clasificar inmediatamente lo que experimenta; no hace más que absorberlo. Es como ese poema de Words-worth: «Trae contigo un corazón que mire y reciba.» En esas sesiones de construcción de puentes que le describí hay, todavía mucha afanosa selección y proyección, pero no tanta como en las precedentes lecciones de ciencias. Los niños no se convierten de repente en pequeños Tathagata; no llegan a la pura receptividad que viene con la medicina moksba. Muy lejos de ello. Lo único que se puede decir es que aprenden a tomar con calma los nombres y las nociones. Durante un tiempo absorben más de lo que emiten. — ¿Qué les hacen hacer con lo que han absorbido? — Simplemente les pedimos — respondió Mrs. Narayan con una sonrisa — que intenten lo imposible. Se les dice que traduzcan su experiencia en palabras. Como un objeto dado puro, desconceptualizado, ¿qué es esta flor, esta rana disecada, este planeta que se ve en el otro extremo del telescopio? ¿Qué significa? ¿Qué les hace pensar, sentir, imaginar, recordar? Traten de escribirlo. No lo lograrán, por supuesto, pero inténtenlo. Los ayudará a entender la diferencia que hay entre las palabras y los sucesos, entre saber algo acerca de las cosas y conocerlas. «Y cuando hayan terminado de escribir, les decimos, vuelvan a mirar la flor y después de mirarla cierren los ojos uno o dos minutos. Luego dibujen lo que vean sus ojos cuando están cerrados. Dibujen lo que sea… algo vago o vivido, algo parecido a la flor o en todo sentido distinto de ella. Dibujen lo que vieron o aun lo que no vieron; dibújenlo y coloréenlo con pinturas o lápices de color. Luego descansen otra vez y después de eso comparen el primer dibujo con el segundo; comparen la descripción científica de la flor con lo que escribieron acerca de ella cuando analizaban lo que veían, cuando se comportaron como si no supiesen nada sobre la flor y permitieron que el misterio de su existencia penetrase en ustedes, así, como del cielo. Luego comparen los dibujos y lo que han escrito con los dibujos y lo que escribieron los otros alumnos. Verán que las descripciones analíticas y las ilustraciones son muy similares, en tanto que los dibujos y las composiciones del otro tipo son muy distintos entre sí. ¿Cómo se vincula todo esto con lo que aprendieron en la escuela, en el hogar, en la selva, en el templo?» Decenas de preguntas, todas ellas insistentes. Los puentes tienen que ser construidos en todas direcciones. Se empieza con la botánica, o con cualquier otra materia del programa, y al final de la sesión de construcción de puentes se encuentra uno pensando en la naturaleza del lenguaje, en los distintos tipos de experiencias, en la metafísica y en la conducta en la vida, en el conocimiento analítico y en la sabiduría de la Otra Orilla. — ¿Cómo se las arreglaron para enseñar a los maestros que ahora enseñan a los niños a construir esos puentes? — Comenzamos a enseñar a los maestros hace ciento siete años — contestó Mrs. Narayan —. Clases de jóvenes y muchachas que habían sido educados en la forma palanesa tradicional. Ya sabe: buenos modales, agricultura, bellas artes, oficios, el todo salpicado con un poco de medicina popular, de física y biología de comadres, y de creencia en el poder de la magia y en la verdad de los cuentos de hadas. Nada de ciencias, ni historia, ni conocimiento de nada de lo que sucedía en el mundo exterior. Pero esos futuros maestros eran piadosos budistas; la mayoría de ellos practicaban la meditación y casi todos habían leído u oído hablar mucho de la filosofía mahayana. Eso quería decir que en los terrenos de metafísica aplicada y psicología habían sido educados mucho más a fondo y en forma mucho más realista que en la parte del mundo donde vive usted. El doctor Andrew era un humanista científicamente educado, antidogmático, que había descubierto el valor del mahayana puro y aplicado. Su amigo, el raja, era un budista tántrico que había descubierto el valor de la ciencia pura y aplicada. Por consiguiente, ambos veían con claridad que para ser capaces de enseñar a los niños a ser seres humanos plenos, en una sociedad digna de que seres humanos plenos viviesen en ella, un maestro tenía primero que aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos. — ¿Y qué opinaron los primeros maestros al respecto? ¿No se resistieron al proceso? Mrs. Narayan negó con la cabeza. — No se resistieron, por la sólida razón de que no se había atacado nada precioso. Se respetó su budismo. Lo único que se les pidió que abandonasen fue la ciencia de comadres y los cuentos de hadas. Y a cambio de eso recibieron todo tipo de hechos mucho más interesantes y teorías mucho más útiles. Todas esas cosas emocionantes del mundo occidental de ustedes, del conocimiento, el poder y el progreso, debían ser combinadas con las teorías del budismo y los hechos psicológicos de la metafísica aplicada, y en cierta medida subordinadas a ellos. En realidad no había en ese programa de «lo mejor de los dos mundos» nada que pudiese ofender las susceptibilidades incluso del más quisquilloso y ardiente de los patriotas religiosos. — Pensaba en nuestros futuros maestros — dijo Will luego de un silencio —. En esta etapa tardía, ¿se les podrá enseñar? ¿Podrán aprender a aprovechar lo mejor de los dos mundos? — ¿Por qué no? No tienen que abandonar ninguna de las cosas que tienen real importancia para ellos. El no cristiano podría seguir pensando en el hombre, y los cristianos continuar adorando a Dios. No habría cambio alguno, salvo que Dios tendría que ser pensado como inmanente y el hombre como potencialmente autotrascendente. — ¿Y le parece que harían esos cambios sin alharacas? — Will rió. — Es usted una optimista. — Una optimista — replicó Mrs. Narayan — por el sencillo motivo de que, si se encara un problema con inteligencia y en forma realista, los resultados tienen que ser bastante buenos. Esta isla justifica cierto optimismo. Y ahora vamos a echar una ojeada a la clase de danza. Cruzaron un patio sombreado por árboles y, atravesando una puerta batiente, pasaron del silencio al rítmico palpitar de un tambor y al chillido de flautas que repetían una y otra vez una breve melodía pentatónica que en los oídos de Will sonó vagamente como escocesa. — ¿Música viva o grabada? — preguntó. — Cinta magnética japonesa — respondió Mrs. Narayan con laconismo. Abrió una segunda puerta que daba acceso a un gran gimnasio donde dos jóvenes barbudos y una pequeña anciana sorprendentemente ágil, ataviada con pantalones de raso negro, enseñaban a unos veinte o treinta chiquillos los pasos de una danza vivaz. — ¿Qué es esto? — interrogó Will —. ¿Diversión o educación? — Las dos cosas — contestó la directora —. Y también ética aplicada. Como esos ejercicios de respiración de que hablábamos hace poco…. sólo que más eficaz, porque es más violenta. — Pisotéenlo — cantaban los niños al unísono. Y pisoteaban con todas sus fuerzas, con sus piececitos calzados con sandalias —. ¡Pisotéenlo! — Un furioso pisotón final y comenzaron de nuevo a brincar y girar, en otro movimiento de la danza. — Esto se llama Danza de Rakshasi — explicó Mrs. Narayan. — ¿Rakshasi? — preguntó Will —. ¿Qué es eso? — Un Rakshasi es una especie de demonio. Muy grande, y sumamente desagradable. Personifica todas las más feas pasiones. La Danza de Rakshasi es un recurso para soltar esas peligrosas acumulaciones de vapor engendradas por la cólera y la frustración. — ¡Pisotéenlo! — La música había llegado otra vez al estribillo coral. — ¡Pisotéenlo! — Vuelvan a pisotear — gritó la pequeña anciana, dando un furioso ejemplo —. ¡Con más fuerza, más! — ¿Qué ayudó más — especuló Will — a la moralidad y la conducta racional? ¿Las orgías báquicas o La república? ¿La Etica de Nicómaco o las danzas coribánticas? — Los griegos — dijo Mrs. Narayan — eran demasiado propensos a pensar en términos de o… o. Para ellos siempre se trataba de no sólo… sino. No sólo Platón y Aristóteles, sino también las ménades. Sin esas danzas reductoras de la tensión, la filosofía moral habría sido impotente, y sin la filosofía moral los danzarines no habrían sabido qué haces después. Lo único que hemos hecho es copiar una hoja del libro griego. — ¡Muy bien! — exclamó Will, aprobando. Luego recordó (como recordaba siempre, tarde o temprano, por agudo que fuese su placer y por auténtico que fuese su entusiasmo) que era el hombre que no aceptaba un sí por respuesta, y repentinamente rompió a reír —. Aunque a la larga no tiene mayor importancia — dijo —. El coribantismo no pudo impedir que los griegos se cortasen unos a otros el cuello. Y cuando el coronel Dipa decida actuar, ¿qué harán en defensa de ustedes las danzas de Rakshasi? Los ayudarán a reconciliarse con su suerte, quizá… y eso es todo. — Sí, eso es todo — dijo Mrs. Narayan —. Pero reconciliarse con la propia suerte… esa es una gran hazaña. — En apariencia lo toman todo con calma. — ¿De qué serviría tomarlo con histeria? No mejoraría en modo alguno nuestra situación política; no haría más que empeorar un poco nuestra situación personal. — Y pisotéenlo — volvieron a gritar los chicos al unísono, y las tablas del piso temblaron bajo sus pies —. Pisotéenlo. — No crea — prosiguió Mrs. Narayan — que este es el único tipo de danza que enseñamos. La reorientación de la energía engendrada por los malos sentimientos es importante. Pero igualmente importante es dirigir los buenos sentimientos y los conocimientos correctos al plano de la expresión. Movimientos expresivos, en este caso; gestos expresivos. Si hubiese venido ayer, cuando estaba aquí nuestro profesor visitante, le habría mostrado cómo enseñamos ese tipo de danza. Pero hoy, por desgracia, no es posible. No volverá hasta el próximo martes. — ¿Qué tipo de danza enseña él? Mrs. Narayan trató de describirla. Nada de saltos y cabriolas, nada de carreras. Los pies siempre plantados con firmeza en el suelo Inclinaciones y movimientos laterales de las rodillas y las caderas. Toda la expresión concentrada en los brazos, muñecas y manos, en el cuello y la cabeza, en la cara y, por sobre todo, en los ojos. Movimiento de los hombros hacia arriba y hacia afuera; movimiento intrínsecamente bello y al mismo tiempo cargado de significación simbólica. El pensamiento que adquiere forma en el ritual y en el gesto estilizado. Todo el cuerpo trasformado en un jeroglífico, en una sucesión de jeroglíficos, de actitudes que se van modulando de significación en significación, como un poema o una pieza musical. Movimientos de los músculos que representan movimientos de la Conciencia, el paso de la Talidad a la pluralidad, de la pluralidad al Uno inmanente y omnipresente. — Es meditación en acción — concluyó —. Es la metafísica del mahayana expresada, no en palabras, sino por medio de movimientos y gestos simbólicos. Salieron del gimnasio por una puerta distinta de aquella por la cual habían entrado y doblaron a la.izquierda en un breve corredor. — ¿Qué viene ahora? — preguntó Will. — Él cuarto inferior — respondió Mrs. Narayan —, que está trabajando en psicología práctica elemental. Abrió una puerta verde. — Bueno, ahora ya lo saben — oyó Will que decía voz familiar —. Nadie tiene que sentir dolor. Ustedes dijeron que la aguja no dolería… y no dolió. Entraron en la habitación y allí, muy alta en medio de una veintena de cuerpecitos morenos regordetes o flacos, estaba Susila MacPhail. Les sonrió, señaló un par de sillas que se encontraban en un rincón del aula y se volvió de nuevo a los niños: — Nadie tiene que sentir el dolor — repitió —. Pero no lo olviden nunca: el dolor siempre significa que algo anda mal. Han aprendido a eliminar el dolor, pero no lo hagan irreflexivamente, no lo hagan sin formularse la pregunta: ¿cuál es el motivo de este dolor? Y si es malo, o si no hay motivo para él, háblenle a su madre al respecto, o a cualquier persona mayor del Club de Adopción Mutua. Y sólo entonces eliminen el dolor. Elimínenlo sabiendo que si es necesario hacer algo, se hará. ¿Entienden? Y ahora — continuó después de que todas las preguntas fueron formuladas y contestadas —, juguemos a algunos juegos. Cierren los ojos y finjan que están viendo ese pobre y viejo mynah que tiene una sola pata y que viene todos los días a la escuela para que lo alimenten. ¿Pueden verlo? Por supuesto, podían verlo. Resulta evidente que el mynah que tenía una sola pata era un viejo amigo. — Véanlo con tanta claridad como lo vieron hoy, a la hora del almuerzo. Y no lo miren con fijeza, no hagan esfuerzo alguno. Miren sólo lo que les llegue, y dejen que los ojos se muevan… del pico a la cola, de sus ojitos brillantes a su única pata anaranjada. — Yo puedo oírlo además — informó una chiquilla —. ¡Dice Karuna, Karuna! — No es cierto — dijo otro niño, indignado —. Dice «¡Atención!» — Dice las dos cosas — les aseguró Susila —. Y quizá muchas otras palabras más. Pero ahora vamos a fingir de veras. Finjan que hay dos mynah» con una sola pata. Tres. Cuatro. ¿Pueden ver a los cuatro? Podían. Cuatro mynah de una sola pata en las cuatro esquinas de un cuadrado, y un quinto en el centro. Y ahora hagamos que cambien de color. Ahora son blancos. Cinco mynah blancos, de cabeza amarilla y una pata anaranjada. Y ahora la cabeza es azul. De un azul vivo…. y el resto del pájaro es rosado. Y siguen cambiando. Ahora son de color púrpura. Cinco aves de color púrpura y cabeza blanca, y cada uno de ellos tiene una pata verde pálido. ¡Cielos! ¿qué sucede? Ya no son cinco; son diez. No, veinte, cincuenta, cien. Cientos y cientos. ¿Pueden verlos? — Algunos podían… sin la menor dificultad; y a los que no podían seguir todos los cambios Susila les propuso metas más modestas. — Digamos que son doce — dijo —. O si doce es mucho, pongamos diez, ocho. Aun así, es una enorme cantidad de mynah. Y ahora — continuó, cuando todos los niños percibieron todos los pájaros color púrpura que cada uno era capaz de crear —, ahora desaparecen. — Golpeó las manos. — ¡Se han ido! Hasta el último. No queda nada. Y ahora no van a ver mynah; me van a ver a mi. Una, de amarillo. Dos, de verde. Tres, de azul, con lunares rosados. Cuatro del rojo más vivo que jamás hayan visto. — Volvió a golpear las manos. — Han desaparecido todas. Y ahora están Mrs. Narayan y ese hombre de aspecto extraño, con una pierna rígida, que ha venido con ella. Cuatro de cada uno de ellos. De pie, formando un gran círculo, en el gimnasio. Y ahora bailan la Danza de Rakshasi. «Pisotéenlo, pisotéenlo.» Hubo una risita general. Los Will y las directoras bailarines deben de haberles parecido enormemente cómicos. Susila hizo chasquear los dedos. — ¡Que desaparezcan! ¡Se han ido! Y cada uno de ustedes ve tres de sus respectivas madres y tres de sus padres corriendo por el campo de juegos. ¡Cada vez más rápido, más y más rápido! Y de pronto ya no están. Y luego están. Pero al instante siguiente han desaparecido. Están, no están. Están, no están. Las risitas se convirtieron en carcajadas, y en la culminación de la risa sonó un timbre. Había terminado la lección de psicología práctica elemental. — ¿Cuál es el sentido de todo eso? — preguntó Will cuando los niños salieron a jugar y Mrs. Narayan regresó a su despacho. — El sentido — respondió Susila — consiste en hacer que la gente entienda que no estamos completamente a merced de nuestros recuerdos y nuestras fantasías. Si nos inquieta lo que sucede dentro de nuestra cabeza, podemos remediarlo. Se trata nada más de que le muestren a uno qué debe hacer y luego practicarlo… tal como se aprende a leer o a tocar la flauta. Lo que se les enseñaba a esos niños que usted vio es una técnica muy simple: una técnica que más tarde convertiremos en un método de liberación. No de liberación total, por supuesto. Pero media hogaza es mucho mejor que nada de pan. Esta técnica no lo llevará a uno al descubrimiento de su naturaleza de Buda, pero puede ayudarlo a prepararse para ese descubrimiento… ayudarlo porque lo libera de las obsesiones de sus recuerdos dolorosos, de sus remordimientos, de sus injustificadas ansiedades en cuanto al futuro. — «Obsesiones» — convino Will — es la palabra. — Pero no es obligatorio estar obsesionado. Algunos de los fantasmas pueden ser eliminados con suma facilidad. Cada vez que aparezca uno, déle el tratamiento de la imaginación. Trátelo como tratamos hace un rato a los mynah, como los tratamos a usted y a Mrs. Narayan. Cámbieles la ropa, póngales otra nariz, multiplíquelos, dígales que se vayan, llámelos de vuelta y hágalos hacer algo ridículo. Luego suprímalos. ¡Piense en lo que habría podido hacer en relación con su padre, si alguien le hubiese enseñado algunas de estas sencillas tretas cuando era pequeño! Usted lo consideraba un ogro aterrador. Pero eso no era necesario. En su imaginación habría podido transformar al ogro en algo grotesco. En todo un coro de cosas grotescas. Veinte sujetos grotescos zapateando y cantando «Soñé que moraba en palacios de mármol». Un breve curso de psicología práctica elemental, y toda su vida habría podido ser distinta. ¿Cómo habría encarado la muerte de Molly? se preguntó Will mientras caminaban hacia el jeep estacionado. ¿Qué ritos de exorcismo imaginativo habría podido practicar sobre ese blanco súcubo, perfumado con almizcle, que era la encarnación de sus frenéticos y aborrecidos deseos? Pero ahí estaba el jeep. Will entregó a Susila las llaves y se ubicó laboriosamente en el asiento. Estrepitoso, como si se encontrase bajo la compulsión neurótica de compensar en exceso su diminuta estatura, un auto pequeño y antiquísimo se aproximó desde la aldea, entró en el camino de coches y, aún estremeciéndose, se detuvo junto al jeep. Se volvieron. Allí, asomándose por la ventanilla del Austin Baby real, estaba Murugan, y a su lado, envuelta en muselina blanca, espumosa como una nube cúmulo, se sentaba la rani. Will hizo una inclinación de cabeza en su dirección y obtuvo la más graciosa de las sonrisas, que desapareció en cuanto la mujer se volvió hacia Susila, cuyo saludo fue contestado con el más distante de los movimientos de cabeza. — ¿Va de paseo? — preguntó Will con cortesía. — Sólo hasta Shivapuram — respondió la rani. — Si este maldito cajón resiste hasta allá — agregó Murugan con amargura. Hizo girar la llave de encendido. El motor lanzó su último eructo obsceno y se apagó. — Tenemos que ver a algunas personas — continuó la rani —. O más bien a Una Persona — agregó, en un tono cargado de significación conspirativa. Sonrió a Will y estuvo a punto de lanzarle un guiño. Fingiendo no entender que hablaba de Bahu, Will murmuró un poco comprometedor «Es claro» y se condolió con ella por todo el trabajo y las preocupaciones que sin duda exigiría la próxima fiesta de entrada en la mayoría de edad, que se celebraría la semana siguiente. Murugan lo interrumpió. — ¿Qué estaba haciendo aquí? — interrogó. — Me he pasado la tarde mostrando un inteligente interés por la educación palanesa. — La educación palanesa — repitió la rani. Y una vez más, con acento apenado —. Educación (pausa) palanesa. — Meneó la cabeza. — Personalmente — dijo Will —, me gustó todo lo que vi y oí al respecto…. desde Mr. Menon y la directora hasta la psicología práctica elemental, tal como la enseña — agregó, tratando de incorporar a Susila a la conversación — Mrs. MacPhail. La rani siguió haciendo caso omiso de Susila y señaló con un grueso dedo acusador los espantapájaros del campo de abajo. — ¿Ha visto eso, Mr Farnaby? Por cierto que lo había visto. — ¿Y dónde, si no en Pala — preguntó —, puede uno encontrar espantapájaros que sean a la vez bellos, eficientes y metafísicamente significativos? — Y que — dijo la rani en una voz vibrante con una especie de sepulcral indignación — no sólo ahuyentan a los pájaros del arroz, sino que además alejan a los niños de la idea de Dios y Sus Avatares. — Levantó la mano. — ¡Escuche! Tom Krishna y Mary Sarojini estaban ahora acompañados por cinco o seis compañeritos y jugaban a tirar de las cuerdas que hacían funcionar a las marionetas sobrenaturales. Del grupo llegaba un sonido de vocecitas chillonas que parloteaban al unísono. A la segunda repetición, Will distinguió las palabras de la cancioncilla. Tironea una y otra vez, con energía y vigor; los dioses bailan, pero los cielos permanecen inmóviles. — ¡Bravo! — exclamó él, y rió. — Me temo que yo no puedo sentirme divertida — dijo la rani con severidad —. No es gracioso. Es Trágico, Trágico. Will se mantuvo en sus trece. — Entiendo — dijo — que estos encantadores espantapájaros fueron una invención del bisabuelo de Murugan. — El bisabuelo de Murugan — replicó la rani — era un hombre muy notable. Notablemente inteligente, pero no menos notablemente perverso. Grandes dones… ¡mas, ay, usados con cuánta malevolencia! Y lo que es peor, estaba lleno de Falsa Espiritualidad. — ¿Falsa Espiritualidad? — Will contempló al enorme dechado de Verdadera Espiritualidad y, a través del hedor de calientes subproductos del petróleo inhaló el perfume de sándalo, parecido al incienso, ultraterrenal. — ¿Falsa Espiritualidad? — Y de pronto se sorprendió preguntándose (preguntándose y luego, con un estremecimiento, imaginando) qué parecería la rani si fuese despojada de repente de su uniforme de mística y revelada, exuberante y esteatopigiamente desnuda, a la luz. Y la multiplicó en una trinidad de obesidades desnudas, en dos trinidades, en veinte. Psicología práctica aplicada… ¡al máximo! — Sí, Falsa Espiritualidad — repetía la rani —. Hablaba de Liberación, pero siempre, a causa de su obstinada negativa a seguir el Verdadero Sendero, trabajaba por una mayor Esclavitud Hacía el papel de la humildad. Pero en el fondo de su corazón estaba lleno de orgullo, Mr. Farnaby, y se negaba a reconocer una Autoridad Espiritual Superior a la de él. Los Maestros, el Avatar, la Gran Tradición… todo eso no significaba nada para él. Nada en absoluto. De ahí esos tremendos espantapájaros. De ahí esa canción blasfema que se les ha enseñado a cantar a los niños. Cuando pienso en esos Pobres y Pequeños Inocentes deliberadamente pervertidos, me resulta difícil contenerme, Mr. Farnaby, me resulta… — Escucha, madre — dijo Murugan, que había estado mirando con impaciencia y en forma cada vez más franca su reloj pulsera —, si queremos estar de vuelta para la hora de la cena, será mejor que nos pongamos en marcha. — Su tono era rudamente autoritario. Como estaba ante el volante de un coche — aunque fuese ese senil Austin Baby —, era evidente que se sentía enormemente importante. Sin esperar la respuesta de la rani, puso en marcha el motor, hizo el cambio y se alejó, agitando la mano en señal de saludo. — Que les vaya bien — dijo Susila. — ¿No ama usted a su querida reina? — Me hace hervir la sangre. — Pues pisotéelo — canturreó Will, burlón. — Tiene mucha razón — admitió ella con una carcajada —. Pero por desgracia esta fue una ocasión en que no resultaba posible hacer una Danza de Rakshasi. — El rostro se le iluminó con un repentino relámpago de picardía, y sin previo aviso le dio un puñetazo, sorprendentemente enérgico, en las costillas. — ¡Vaya! — exclamó —. Ahora me siento mejor. XIV Encendió el motor y se alejaron por el atajo; salieron otra vez al camino que pasaba por el otro extremo de la aldea y entraron en el patio de la Estación Experimental. Susila detuvo el vehículo ante una pequeña choza de techo de paja, igual a todas las demás. Subieron los seis escalones que conducían a la galería y entraron en una sala encalada. A la izquierda había un ancho ventanal con una hamaca tendida entre los dos postes de madera que sobresalían del entrepaño. — Para usted — dijo señalando la hamaca —. Puede tener la pierna levantada. — Y cuando Will se acomodó en la red, le preguntó, mientras acercaba una silla de mimbre y se sentaba junto a él —: ¿De qué hablaremos? — ¿Qué le parece si hablamos sobre lo bueno, lo verdadero y lo hermoso? O quizá — sonrió — sobre lo feo, lo malo y lo más verdadero aun. — Yo pensaba — replicó ella, haciendo caso omiso de su tentativa de ingeniosidad — que podíamos seguir desde el punto en que dejamos la otra vez… continuar conversando de usted. — Precisamente eso es lo que sugerí… Lo feo, lo malo y lo más cierto que toda la verdad oficial. — ¿Esta es una exhibición de su estilo de conversación? — inquirió ella —. ¿O de veras quiere hablar de usted? — De veras — aseguró él —. Desesperadamente. Con tanta desesperación como no quiero hablar de mí. De ahí, como habrá advertido, mi implacable interés por el arte, la ciencia, la filosofía, la política, la literatura… Cualquier cosa, menos lo único que a la postre tiene alguna importancia. Hubo un prolongado silencio. Luego, en un tono de negligente reminiscencia, Susila comenzó a hablar sobre la catedral de Wells, sobre el llamado de los grajos, sobre los blancos cisnes que flotaban entre los reflejos de las nubes flotantes. Pocos minutos más tarde también flotaba él. — Me sentí muy dichosa la última vez que estuve en Wells — dijo Susila —. Maravillosamente dichosa. Y también usted, ¿verdad? Will no respondió. Recordaba los días pasados en el verde valle, años atrás, antes de que él y Molly se casaran, antes de que fuesen amantes. ¡Qué paz! ¡Qué mundo sólido, vivo, limpio de gusanos, lleno de hierbas y flores! Y entre ellos fluía entonces el tipo de sentimiento natural, no deformado, que no había experimentado desde los lejanos días en que la tía Mary aún estaba viva. La única persona a quien había querido de veras… y allí, en Molly, tenía a su sucesora. ¡Qué dicha! Amor traspuesto a otra clave… pero la melodía, las ricas y sutiles armonías eran las mismas. Y luego, la cuarta noche de la estadía, Molly golpeó en la pared que separaba las habitaciones de ambos, y él encontró su puerta entreabierta; buscó a tientas, en la obscuridad, la cama, en la que, concienzudamente desnuda, la Hermana de Caridad hacía lo posible para representar el papel de la Esposa del Amor. Hacía lo posible y fracasaba (¡cuan desastrosamente!) De pronto, como sucedía todas las tardes, hubo un fuerte golpe de viento y, ahogado por la distancia, un hueco rugido de la lluvia sobre el espeso follaje, un rugido que se hacía cada vez más fuerte a medida que se acercaba el chaparrón. Pasaron unos segundos y luego las gotas de lluvia martillearon, insistentes, en los vidrios de las ventanas. Martillearon como lo habían hecho en los vidrios de su estudio, el día de la última entrevista. ¿Lo dices en serio, Will? El dolor y la vergüenza le dieron ganas de gritar. Se mordió el labio. — ¿En qué piensa? — inquirió Susila. No se trataba de pensar. La estaba viendo en realidad, escuchaba su voz. — ¿Lo dices en serio, Will? — Y a través del ruido de la lluvia se oyó contestar: — Lo digo en serio. En el vidrio de la ventana — ¿era allí mismo, o allá, entonces? — el rugido había disminuido; el ventarrón se había convertido en un susurro repiqueteante. — ¿En qué piensa? — insistió Susila. — Pienso en lo que hice a Molly. — ¿Qué le hizo a Molly? No quería contestar, pero Susila era inexorable. — Dígame qué le hizo. Otra violenta bocanada de viento sacudió las ventanas. Ahora llovía con más fuerza; llovía, le pareció a Will Farnaby, adrede, de tal manera, que tuviese que seguir recordando lo que no quería, que se viese obligado a decir en voz alta las cosas vergonzosas que a toda costa debía guardar para sí. — Dígamelo. A desgana, y a pesar de sí, se lo dijo. «¿Lo dices en serio, Will?» Y por culpa de Babs (¡Babs, Dios mío, Babs, créase o no!), lo decía en serio; y ella salió a la lluvia. — Cuando volví a verla estaba en el hospital. — ¿Llovía aún? — preguntó Susila. — Llovía. — ¿Con tanta fuerza como ahora? — Casi. — Y Will ya no oyó ese chaparrón vespertino del trópico, sino el continuo tamborileo en las ventanas de la pequeña habitación en que Molly yacía moribunda. — Soy yo — decía él a través del sonido de la lluvia —. Will. — No sucedió nada, y de pronto sintió el movimiento casi imperceptible de la mano de Molly en la suya. La presión voluntaria y luego, después de unos segundos, el aflojamiento involuntario, la flaccidez total. — Vuelva a decírmelo, Will. Él meneó la cabeza. Era demasiado doloroso, demasiado humillante. — Dígamelo otra vez — insistió ella —. Es la única forma. Haciendo un enorme esfuerzo, Will comenzó otra vez el odioso relato. ¿Lo decía en serio? Sí, lo decía en serio…. quería herir, quizá quería (¿alguien podía saber alguna vez qué quería?) matar. Y todo por Babs, o por el Mundo Perdido. No su mundo, por supuesto… sino el de Molly, y, en el centro de ese mundo, la vida que lo había creado. Aniquilada en beneficio de ese delicioso aroma en la obscuridad, de esos reflejos musculares, de esa enormidad de goce, de esas habilidades enormemente consumadas y embriagadoramente desvergonzadas. — Adiós, Will. — Y la puerta se había cerrado tras ella con un leve chasquido seco. Quiso llamarla. Pero el amante de Babs recordaba las habilidades, los reflejos y, dentro de su aureola de almizcle, un cuerpo agonizante en los extremos del placer. Recordaba todas esas cosas y, de pie ante la ventana, vio cómo el auto se alejaba bajo la lluvia, miró y, cuando dobló en la esquina, se sintió lleno de un vergonzoso alborozo. ¡Libre al fin! Más libre, como descubrió tres horas después en el hospital, de lo que había creído. Porque ahora sentía la última y tenue presión de sus dedos; sentía el mensaje final de su amor. Y de pronto el mensaje se interrumpió. La mano quedó floja y, de repente, espantosamente, no se oyó ya la respiración. — Muerta — musitó, y sintió como si se ahogara —. Muerta. — Suponga que usted no haya tenido la culpa — dijo Susila interrumpiendo un largo silencio —. Suponga que hubiese muerto de pronto sin que usted tuviese nada que ver con ello. ¿No habría sido igualmente tremendo? — ¿Qué quiere decir? — preguntó él. — Quiero decir que es algo más que sentirse culpable por la muerte de Molly. Es la muerte misma, la muerte en sí, lo que le resulta tan terrible. — Ahora pensaba en Dugald. — Tan insensatamente perversa. — Insensatamente perversa — repitió él —. Sí, quizá por eso tuve que ser un testigo profesional de ejecuciones. Porque todo era tan insensato, tan absolutamente bestial. Seguir el olor de la muerte de uno a otro extremo de la tierra. Como un buitre. Las personas buenas y tranquilas no tienen una idea de cómo es el mundo. Y no en momentos excepcionales, como lo fue durante la guerra, sino siempre. Siempre. — Y mientras hablaba veía, en una visión tan breve como amplia e intensamente detallada, como la de un ahogado, todas las odiosas escenas que presenció durante esos bien pagados peregrinajes a todos los infiernos y mataderos lo suficientemente repugnantes como para ser calificados de Noticias. Los negros de Sudáfrica, el hombre de la cámara de gas de San Quentin, los cuerpos mutilados en la granja argelina, y en todas partes populachos, en todas partes policías y paracaidistas, en todas partes esos chiquillos de piel obscura, vientre hinchado, piernas flacas, con los párpados en carne viva cubiertos de moscas; en todas partes los nauseabundos olores del hambre y la enfermedad, el espantoso hedor de la muerte. Y luego, de pronto, a través del hedor de la muerte, mezclado e impregnado con el olor de la muerte, inspiraba la almizclada esencia de Babs. La inspiraba y recordaba su chiste sobre la química del purgatorio y el paraíso. El purgatorio es tetraetilendiamina y ácido sulfhídrico; el paraíso, muy decididamente, es simtrinitropsi-butiltolueno, con una serie de impurezas orgánicas… ¡ja, ja, ja! (¡oh, los placeres de la vida social!). Y de repente los olores del amor y la muerte cedían su lugar a un intenso olor animal… a un olor de perro. El viento volvió a hacerse violento y enérgicas gotas de lluvia martillearon y se aplastaron contra los vidrios. — ¿Sigue pensando en Molly? — preguntó Susila. — Estaba pensando en algo que había olvidado por completo — respondió él —. No debo de haber tenido más de cuatro años cuando sucedió, y ahora lo he recordado todo. Pobre Tigre. — ¿Quién era el pobre Tigre? — interrogó ella. Tigre, su hermoso perdiguero rojo. Tigre, la única fuente de luz en esa lúgubre casa en que había pasado la infancia. Tigre, el querido, queridísimo Tigre. En medio de todo ese miedo y desdicha, entre los dos polos del odio feroz de su padre hacia todo y todos, y del sacrificio consciente de su madre; ¡qué buena voluntad sencilla, qué espontánea amistosidad, que brincadora, labradora, irreprimible alegría! Su madre solía sentarlo en sus rodillas y hablarle de Dios y Jesús. Pero en Tigre había más Dios que en todos sus relatos bíblicos. Tigre, por lo que a él se refería, era la Encarnación. Y entonces, un día, la Encarnación enfermó de moquillo. — ¿Qué sucedió entonces? — inquirió Susila. — Su cesto está en la cocina, y yo estoy allí, arrodillado a su lado. Y lo acaricio…. pero su piel es distinta de lo que era antes de enfermar. Como pegajosa. Y hay un feo olor. Si no lo hubiese querido tanto, habría salido corriendo; no podía soportar estar cerca de él. Pero lo quiero, lo quiero más que a ninguna otra cosa, más que a nadie. Y mientras lo acaricio me digo que pronto curará. Muy pronto… mañana por la mañana. Y de repente empieza a temblar, y yo trato de reprimir los estremecimientos sosteniéndole la cabeza entre mis manos. Pero no sirve de nada. Los temblores se convierten en una horrible convulsión. Me siento enfermo de sólo mirarlo, y tengo miedo. Tengo un miedo espantoso. Luego terminan los temblores y retorcimientos, y un momento después está absolutamente inmóvil. Y cuando le levanto la cabeza y la suelto, la cabeza cae… con un golpe sordo, como un trozo de carne con un hueso adentro. La voz se le quebró, las lágrimas le corrían por las mejillas, estaba sacudido por los sollozos de un chiquillo de cuatro años apenado por su perro, frente al tremendo e inexplicable hecho de la muerte. Con el equivalente mental de un chasquido y un pequeño sacudón, su conciencia pareció cambiar de ritmo. Era otra vez un adulto, y había dejado de flotar. — Lo siento. — Se enjugó los ojos y se sonó la nariz. — Bueno, esa fue mi primera introducción al Horror Esencial. Tigre era mi amigo, mi único consuelo. Evidentemente, eso era algo que el Horror Esencial no podía tolerar. Y lo mismo sucedió con mi tía Mary. La única persona a quien amé, admiré y confié por completo y de veras; ¡y lo que hizo el Horror Esencial con ella, cielos! — Cuéntemelo — pidió Susila. Will vaciló; luego, encogiéndose de hombros, dijo: — ¿Por qué no? Mary Francés Farnaby, la hermana menor de mi padre. Casada a los dieciocho años, uno antes del estallido de la guerra mundial, con un soldado profesional. Frank y Mary, Mary y Frank… ¡Qué armonía, qué dicha! — Rió. — Incluso fuera de Pala se pueden encontrar de vez en cuando islas de decencia. Pequeños atolones, o aun, de vez en cuando, una verdadera Tahití… pero siempre totalmente rodeada por el Horror Esencial. Dos jóvenes en su Pala privada. Y entonces, un buen día — el 14 de agosto de 1914 —, Frank partió con la Fuerza Expedicionaria, y en Nochebuena Mary dio a luz un niño deforme que vivió lo suficiente para que ella viese lo que el Horror Esencial puede hacer cuando trabaja en serio. Sólo Dios puede hacer un idiota microcéfalo. Tres meses más tarde, ni hace falta decirlo, Frank fue herido por una esquirla de granada y murió a su debido tiempo de gangrena. Todo eso — continuó luego de un breve silencio — fue antes de que yo naciera. Cuando la conocí, en la década del veinte, la tía Mary se dedicaba a los ancianos. A los viejos de las instituciones de caridad, a los ancianos encerrados en sus propios hogares, a los que siguen viviendo como una carga para sus hijos y nietos. Y cuanto más desesperada la decrepitud, cuanto más quisquilloso e inaguantable el carácter, tanto mejor. De niña, ¡.cómo odiaba la tía Mary a los viejos! Tenían mal olor, eran aterradoramente feos, siempre aburridos y en general malhumorados. Pero la tía Mary en realidad los quería… los quería en las buenas y en las malas, a pesar de todo. Mi madre solía hablar mucho de la caridad cristiana, pero uno nunca creía en lo que decía, del mismo modo que no se sentía amor alguno en todas las cosas de abnegación que siempre estaba obligándose a hacer… Nada de amor, sólo deber. En tanto que con la tía Mary no cabía la menor duda. Su amor era como una especie de irradiación física, algo que casi se podía sentir, como el calor o la luz. Cuando me llevó a vivir con ella en el campo, y más tarde, cuando fue a la ciudad y yo solía ir a verla casi todos los días, era como escapar de una refrigeradora al sol. Sentía que revivía con la luz de ella, con ese calor irradiado. Luego el Horror Esencial volvió a poner manos a la obra. Al principio mi tía lo convirtió en una broma. «Ahora soy una amazona», dijo después de la primera operación. — ¿Por qué una amazona? — preguntó Susila. — Las amazonas se amputaban el pecho derecho. Eran guerreras y el pecho les molestaba cuando usaban el arco. «Ahora soy una amazona» — repitió, y con los ojos de la mente pudo ver la sonrisa en el enérgico rostro aguileño, el tono de diversión en la clara voz resonante —. Pero unos meses después hubo que amputar el otro pecho. Luego hubo rayos X, la enfermedad de la radiación y luego, poco a poco, la degradación. — El rostro de Will adquirió su expresión de ferocidad castigada. — Si no fuese tan indeciblemente repugnante, sería gracioso. ¡Qué obra maestra de ironía! He ahí un alma que irradiaba bondad y amor y heroica caridad. Y de pronto, sin un motivo conocido, algo se descompuso. En lugar de desafiarla, un pedacito de su cuerpo empezó a obedecer a la segunda ley de la termodinámica. Y a medida que el cuerpo se derrumbaba, el alma empezaba a perder su virtud, su identidad misma. El heroísmo desapareció de ella, se evaporaron el amor y la bondad. Durante los últimos meses de su vida no fue ya la tía Mary a quien había amado y admirado; fue otra persona, alguien (y este fue el toque final y más exquisito del ironista) casi indistinguible del peor y más débil de los ancianos a los que otrora había concedido su amistad y para los cuales fue un pilar de fuerza. Tenía que ser humillada y degradada; y cuando la degradación fue total, se la fue matando lentamente, con enormes sufrimientos y en soledad. En soledad — insistió —. Porque, por supuesto, nadie puede ayudar, nadie puede estar presente. La gente puede estar un rato al lado de su sufrimiento y agonía; pero al mismo tiempo está en otro mundo. En su mundo, uno está absolutamente solo, solo aun en el placer compartido en forma más total. Las esencias de Babs y de Tigre, y cuando el cáncer cavó un hoyo en el hígado y su cuerpo extenuado quedó impregnado de ese extraño olor aromático de sangre contaminada, la esencia de la tía Mary moribunda. Y en el medio de esas esencias, enfermiza o embriagada percibidora de ella, estaba una conciencia aislada, la de un niño, la de un hombre, aislada para siempre, irremediablemente sola. — Y por sobre todo — continuó —, esa mujer sólo tenía cuarenta y dos años. No quería morir. Se negaba a aceptar lo que se le hacía. El Horror Esencial tuvo que arrastrarla de viva fuerza. Yo estaba presente; lo vi. — ¿Y por eso es el único hombre que no quiere aceptar un sí por respuesta? — ¿Cómo es posible tomar el sí por respuesta? — preguntó él a su vez —. El sí es no más que una ficción, un pensamiento positivo. Los hechos, los hechos fundamentales y definitivos, son siempre no. ¿El espíritu? ¡No! ¿El amor? ¡No! ¿La sensatez, la significación, el logro? ¡No! Tigre, exuberantemente vivo y gozoso y henchido de Dios. Y luego Tigre trasformado por el Horror Esencial en un paquete de basura, y hubo que pagar al veterinario para que se lo llevase. Y después de Tigre, la tía Mary. Mutilada y torturada, arrastrada por el fango, degradada y, por último, como Tigre, trasformada en un paquete de basura…. sólo que esta vez se lo llevó el hombre de la funeraria, y se contrató a un sacerdote para que fingiese que todo aquello estaba perfectamente bien, en algún sentido sublime y pickwickiano. Veinte años más tarde se pagó a otro sacerdote para repetir el mismo extraño galimatías sobre el ataúd de Molly. «Si como los hombres he luchado contra los animales en Éfeso, ¿en qué me beneficia que los muertos no se levanten de sus tumbas? Comamos y bebamos, pues mañana estaremos muertos.» Will lanzó otra de sus carcajadas de hiena. — ¡Qué impecable lógica, qué sensibilidad, qué refinamiento ético! — Pero usted, el hombre que no acepta un sí como respuesta. ¿Por qué, entonces, habría de presentar objeciones? — No debería hacerlo — convino él —. Pero uno sigues siendo un esteta, le gusta que le digan no con buen estilo. «Comamos y bebamos, pues mañana estaremos muertos.» — Y Will frunció el rostro en una expresión de disgusto. — Y sin embargo — dijo Susila —, en cierto sentido el consejo es excelente. Comer, beber, morir: tres manifestaciones primarias de la vida universal e impersonal. Los animales viven esa vida impersonal y universal sin conocer su naturaleza. La gente común conoce su naturaleza pero no la vive, y si alguna vez piensa con seriedad en ella, se niega a aceptarla. Una persona esclarecida la conoce, la vive y la acepta por completo. Come, bebe y a su debido tiempo muere… pero come con una diferencia, bebe con una diferencia, muere con una diferencia. — ¿Y se levanta de entre los muertos? — interrogó él, sarcástico. — Ese es uno de los problemas que el Buda siempre se negó a analizar. La creencia en la vida eterna jamás ayudó a nadie a vivir en la eternidad. Por supuesto, tampoco lo ayudó la incredulidad. De modo que termine con todos sus pro y contras (ese es el consejo del Buda), y siga con su tarea. — ¿Qué tarea? — La de todos: la del esclarecimiento. Lo que significa, aquí y ahora, la labor preliminar de practicar todos los yogas de creciente conciencia. — Pero yo no quiero tener más conciencia — replicó Will —. Quiero tener menos conciencia. Menos conciencia de horrores como la muerte de la tía Mary y de los barrios bajos de Rendang-Lobo. Menos conciencia de visiones asquerosas y olores repugnantes… incluso de aromas deliciosos — agregó cuando percibió, a través de las esencias recordadas del perro y del cáncer de hígado, una bocanada de la alcoba rosada, una fragancia como de algalia —. Menos conciencia de mis suculentos ingresos y de la pobreza subhumana de otras personas. Menos conciencia de mi excelente salud en un océano de malaria y anquilostomiasis, de mi diversión sexual esterilizada y segura en un océano de niños que mueren de hambre. Perdónalos, porque no saben lo que hacen.» ¡Qué saludable estado de cosas! Pero por desgracia yo sé lo que estoy haciendo. Demasiado bien. Y usted me pide que tenga más conciencia de la que ya tengo. — No le pido nada — respondió ella —. No hago más que trasmitirle el consejo de una sucesión de personas muy sabias, empezando por Gautama y terminando con el Viejo Raja. Comience por tener plena conciencia de lo que cree ser. Lo ayudará a tener conciencia de lo que es en realidad. Will se encogió de hombros. — Uno piensa que es algo único y maravilloso ubicado en el centro del universo. Pero en realidad no es más que un breve retraso en la marcha hacia adelante de la entropía. — Y esa, precisamente, es la primera mitad del mensaje del Buda. Transitoriedad, ningún alma permanente, pena inevitable. Pero no se detuvo ahí, el mensaje tenía una segunda mitad. Esa reducción temporaria del avance de la entropía es también Talidad pura y sin máculas. Esa ausencia de alma permanente es también la naturaleza de Buda. — Ausencia de alma: eso es fácil de encarar. ¿Pero qué me dice de la presencia del cáncer, de la presencia de la lenta degradación? ¿Y qué puede decirme del hambre, de la excesiva procreación y del coronel Dipa? ¿También ellas son Talidad pura? — Es claro. Pero ni necesito decir que a las personas que están muy hundidas en cualquiera de esos males les resulta desesperadamente difícil descubrir su naturaleza de Buda. La salud pública y las reformas sociales son las precondiciones indispensables para cualquier tipo de esclarecimiento general. — Pero a pesar de la salubridad pública y de las reformas sociales, las personas siguen muriendo. Aun en Pala — agregó, irónico. — Por todo lo cual el corolario de la salubridad tiene que ser el dhyana: todos los yoga de la vida y la muerte, para que uno pueda tener conciencia, incluso en la agonía final, de quién es uno en realidad, en la práctica y a pesar de todo. En la galería hubo un ruido de pasos y una voz infantil llamó: — ¡Mamá! — Aquí estoy, querida — respondió Susila. La puerta delantera fue abierta de par en par y Mary Sarojini entró precipitadamente en la habitación. — Mamá — dijo sin aliento —, quieren que vayas en seguida. Es la abuela Lakshmi. Está… — Al ver por primera vez al hombre tendido en la hamaca, se sobresaltó y se interrumpió. — ¡Oh, no sabía que usted estaba aquí! Will la saludó agitando la mano sin hablar. Ella le lanzó una sonrisa superficial, y luego se volvió a su madre. — La abuela Lakshmi empeoró de pronto — dijo —, y el abuelo Robert está todavía en la Estación de Altura, y no pueden comunicarse con él por teléfono. — ¿Viniste corriendo? — Sí, salvo en los tramos demasiado empinados. Susila abrazó a la niña y la besó. Luego, vivaz y práctica, se puso de pie. — Es la madre de Dugald — dijo. — ¿Está…? — Will miró a Mary Sarojini, y luego a Susila. ¿Era un tabú la muerte? ¿Se la podía mencionar delante de los niños? — ¿Si está muriéndose? El asintió. — Lo esperábamos, por supuesto — prosiguió Susila —. Pero no hoy. Hoy parecía estar un poco mejor. — Sacudió la cabeza. — Bien, tendré que ir a su lado… aunque sea en otro mundo. Y en realidad — agregó — no es tan otro como usted cree. Lamento que tengamos que dejar inconcluso nuestro asunto; pero habrá otras oportunidades. Entretanto, ¿qué quiere hacer? Puede quedarse aquí. O puedo dejarlo en lo del doctor Robert. O puede venir conmigo y Mary Sarojini. — ¿Cómo testigo profesional de ejecuciones? — No como testigo profesional de ejecuciones — respondió ella con énfasis —. Como un ser humano, como alguien que necesita saber cómo vivimos y luego cómo morimos. Que lo necesita con tanta urgencia como todos nosotros. — Que lo necesita — corrigió él — con más urgencia que los demás. ¿Pero no molestaré? — Si no se molesta a sí mismo, no molestará a nadie. Lo tomó de la mano y lo ayudó a descender de la hamaca. Dos minutos más tarde pasaban ante el estanque de los lotos y ante el gigantesco Buda que meditaba bajo la capucha de la cobra, ante el toro blanco, y salían por el portón principal. La lluvia había terminado, y en un cielo verde enormes nubes brillaban como arcángeles. Bajo, en el oeste, el sol fulgía con una luminosidad que casi parecía sobrenatural. Soles occidere et rediré possunt; nobis cum semel occidit brevis lux, nox est perpetua una dormienda. Da mi basia mille. Ocasos y muerte; muerte y por lo tanto besos; besos y por consiguiente nacimientos, y luego muerte durante otra generación de contempladores del sol. — ¿Qué le dicen a la gente que está muriéndose? — preguntó —. ¿Les dicen a ellos que no se preocupen por la inmortalidad y que sigan con la tarea? — Si quiere formularlo de esa manera… Sí, eso es precisamente lo que hacemos. Continuamos teniendo conciencia: ese es todo el arte de morir. — ¿Y ustedes enseñan el arte? — Yo lo diría de otro modo. Los ayudamos a continuar practicando el arte de vivir, incluso cuando están agonizando. Saber quién es uno en realidad, tener conciencia de la vida universal e impersonal que vive por intermedio de cada uno de nosotros: ese es el arte de la vida, y eso es lo que uno puede ayudar a los moribundos a continuar practicando. Hasta el final. Quizá más allá del final. — ¿Más allá? — interrogó él —. Pero usted dijo que eso era algo en lo cual los agonizantes no debían pensar. — No se les pide que piensen en ello. Se los ayuda, si existe tal cosa, a experimentarla. Si existe tal cosa — repitió —, si la vida universal continúa cuando mi vida aislada ha terminado. — ¿Usted cree que continúa? Susila sonrió. — Lo que yo piense no viene al caso. Lo que importa es lo que pueda experimentar impersonalmente… mientras vivo, cuando muero y quizá cuando ya he muerto. Llevó el coche al lugar de estacionamiento y apagó el motor. Entraron en la aldea a pie. Había terminado el trabajo del día y la calle principal se encontraba tan densamente atestada, que les resultó difícil pasar. — Yo me adelantaré sola — anunció Susila. Luego, a Mary Sarojini le dijo —: Vé al hospital dentro de una hora. No antes. — Se volvió y, abriéndose paso por entre los grupos que se paseaban lentamente, se perdió muy pronto de vista. — Tú diriges ahora — dijo Will sonriendo a la chiquilla que tenía a su lado. Mary Sarojini asintió con gravedad y lo tomó de la mano. — Vamos a ver qué sucede en la plaza — dijo. — ¿Qué edad tiene tu abuela Lakshmi? — preguntó Will mientras se abrían paso por la atestada calle. — No lo sé — repuso Mary Sarojini —. Parece terriblemente vieja. Pero es posible que sea porque tiene cáncer. — ¿Sabes qué es el cáncer? — averiguó él. Mary Sarojini lo sabía muy bien. — Es lo que ocurre cuando una parte de uno se olvida del resto del cuerpo y se comporta como la gente cuando enloquece; se hincha e hincha como si no hubiese más en todo el mundo. A veces eso se puede remediar. Pero en general sigue hinchándose hasta que la persona muere. — Y eso es lo que ha sucedido, entiendo, con tu abuela Lakshmi. — Y ahora ella necesita alguien que la ayude a morir. — ¿Tu madre ayuda muy a menudo a la gente a morir? La niña asintió. — Es muy competente para eso. — ¿Tú viste morir a alguien? — Es claro — respondió Mary Sarojini, evidentemente sorprendida de que se le hiciera semejante pregunta —. Déjeme ver. — Hizo un cálculo mental. — He visto morir a cinco personas. Seis, si se puede contar a los niños. — Cuando yo tenía tu edad no había visto morir a nadie. — ¿No? — Sólo a un perro. — Los perros mueren con más facilidad que la gente. No hablan de ello previamente. — ¿Qué sientes sobre… la muerte de la gente? — Bueno, no es tan tremendo como tener hijos. Eso es espantoso. O por lo menos parece espantoso. Pero entonces uno tiene que acordarse que no duele. Han eliminado el dolor. — Créase o no — dijo Will —, yo nunca vi el nacimiento de un chico. — ¿Nunca? — Mary Sarojini se mostró asombrada —. ¿Ni siquiera cuando estaba en la escuela? Will tuvo una visión de su director, con vestimenta canónica completa, dirigiendo a trescientos chicos de chaqueta negra en una gira por el hospital de Partos. — Ni en la escuela — dijo en voz alta. — Nunca vio a nadie morir y nunca vio a nadie que estuviese dando a luz. ¿Y cómo llegó a conocer esas cosas? — En la escuela a que yo concurría — respondió —, jamás conocíamos cosa alguna; sólo conocíamos palabras. La niña lo miró, meneó la cabeza y, levantando una manita morena, se golpeó significativamente la frente y dijo: — Locos. ¿O es que sus maestros eran estúpidos? Will rió. — Eran educadores de elevado espíritu, dedicados al ments sana in corpore sano y al mantenimiento de nuestra sublime Tradición Occidental. Pero entretanto díme una cosa. ¿No tuviste miedo nunca? — ¿De la gente que tenía hijos? — No, de los que se morían. ¿Eso no te asustó nunca? — Bien, sí — respondió luego de un momento de silencio. — ¿Y qué hiciste entonces? — Lo que nos enseñan a hacer: traté de descubrir cuál de mis yo estaba asustado y por qué. — ¿Y cuál de tus yo era? — Este. — Mary Sarojini se indicó la boca abierta con un dedo. — El que habla. La Pequeña Parlanchína… así la llama Vijaya. Siempre habla sobre todas las cosas feas que recuerdo, sobre todas las cosas gigantescas, maravillosas e imposibles que imagino poder hacer. Esa es la que se asusta. — ¿Por qué se asusta tanto? — Supongo que será porque se pone a hablar de todas las cosas espantosas que podrían sucederle. En voz alta o para sí. Pero hay otra que no se asusta. — ¿Cuál? — La que no habla… No hace más que escuchar y siente lo que sucede dentro de ella. Y a veces — agregó Mary Sarojini —, a veces ve de pronto cuan hermoso es todo. No, no es cierto. Esa lo ve siempre, pero yo no… a menos de que ella me lo haga ver. Por eso sucede de repente. ¡Hermoso, hermoso, hermoso! Hasta los excrementos de los perros. — Señaló una formidable muestra de eso, casi a sus pies. De la estrecha calleja habían salido a la plaza del mercado. Los últimos rayos del sol rozaban aún la aguja del templo, los pequeños miradores rosados del techo del edificio municipal; pero allí, en la plaza, había una premonición de ocaso, y bajo el gran baniano ya casi era de noche. En los puestos levantados entre sus columnas y cuerdas colgantes las mujeres ya habían encendido las luces. En la obscuridad de las hojas había islas de forma y color, y de la inexistencia apenas visible cuerpos morenos surgían por un momento a una brillante existencia para volver a hundirse en seguida en la nada. Los espacios entre los altos edificios resonaban con una confusión de inglés y palanés, de risas y conversaciones, de gritos callejeros y melodías silbadas, de ladridos de perros y chillidos de loros. Encaramados en uno de los miradores rosados, un par de mynah exigían infatigablemente atención y compasión. De una cocina al aire libre, situada en el centro de la plaza, se elevaba el apetitoso aroma de comida al fuego. Cebollas, pimientos, cúrcuma, pescado frito, tortas horneadas, arroz hirviendo, y a través de esas buenas y toscas fragancias, como un recordatorio de la Otra Orilla, flotaba el perfume, tenue y dulce y etéreamente puro, de las multicolores guirnaldas en venta al lado de la fuente. El ocaso se ahondó y de repente, muy arriba, se encendieron las lámparas de arco. Brillantes y bruñidos sobre el cobre rosado de la piel aceitada, los collares y anillos y brazaletes femeninos cobraron vida con chispeantes reflejos. Vistos bajo la luz descendente, todos los contornos se hacían más dramáticos, todas las formas parecían más sustanciales, más sólidas. En las órbitas de los ojos, bajo la nariz y la barbilla, las sombras se hacían más profundas. Modelados por la luz y la obscuridad, los jóvenes pechos se tornaban más rotundos y los rostros de los viejos se volvían más enfáticamente arrugados y ahuecados. Tomados de la mano, se abrieron paso entre la muchedumbre. Una mujer de edad mediana saludó a Mary Sarojini, y luego se volvió a Will. — ¿Es usted el hombre de Afuera? — preguntó. — Casi infinitamente de afuera — le aseguró él. La mujer lo miró un instante en silencio, luego le lanzó una sonrisa alentadora y le palmeó la mejilla. — Todos le tenemos mucha lástima — dijo. Siguieron avanzando, y se encontraron en los bordes a un grupo reunido al pie de los escalones del templo, para escuchar a un joven que tocaba un instrumento de largo cuello, parecido a un laúd, y cantaba en palanés. La rápida declamación alternaba con prolongados melismas, casi semejantes al canto de un pájaro, basados en un solo sonido vocálico y luego en una melodía alegre y enérgicamente acentuada, que terminaba en un grito. La muchedumbre lanzó una estrepitosa carcajada. Unos cuantos compases más, una o dos líneas más de recitado, y el cantor emitió su acorde final. Hubo más aplausos y risas, y un coro de comentarios incomprensibles. — ¿Qué significa todo esto? — preguntó Will. — Es sobre las muchachas y los jóvenes que duermen juntos — respondió Mary Sarojini. — Ah… ya entiendo. — Sintió un golpe de turbación culpable, pero al contemplar el rostro sereno de la niña vio que su preocupación era injustificada. Resultaba evidente que el hecho de que los jóvenes y las muchachas se acostaran juntos debía ser dado tan por sentado como ir a la escuela o comer tres comidas diarias… o morir. — Y la parte que los hizo reír — continuó Mary Sarojini — fue cuando dijo que el Futuro Buda no tendrá que abandonar su hogar y sentarse bajo el Árbol Bodhi. Recibirá su Esclarecimiento mientras esté en la cama con la princesa. — ¿Te parece una buena idea? — inquirió Will. La niña asintió con énfasis. — Así también la princesa resultará esclarecida. — Tienes mucha razón — dijo «Will —. Como soy hombre, no había pensado en la princesa. El tañedor de laúd tocó una extraña y poco familiar progresión de acordes, los siguió con una ondulación de arpegios y comenzó a cantar, esta vez en inglés. Todos hablan del sexo; no tomes a ninguno de ellos (en serio… ni a la prostituta ni al ermitaño, ni a San Pablo ni (a Freud. Ama… y tus labios y los pechos de ella se convertirán (misteriosamente en Sí Mismos, en la Talidad y el Vacío. La puerta del templo se abrió. Un aroma de incienso se mezcló a las cebollas y el pescado frito del ambiente. Salió una anciana e hizo descender con cautela su inseguro peso de, escalón en escalón. — ¿Quiénes fueron San Pablo y Freud? — preguntó Mary Sarojini cuando se alejaron. Will comenzó un breve relato del Pecado Original y de la Redención. La niña lo escuchaba con concentrada atención. — No es extraño que la canción diga «No los tomes en serio» — comentó. — Después de lo cual llegamos al doctor Freud y el complejo de Edipo — prosiguió Will. — ¿Edipo? — repitió Mary Sarojini —. Pero ese es el nombre de un espectáculo de marionetas. Lo vi la semana pasada, y esta noche vuelven a darlo. ¿Le gustaría verlo? Es bonito. — ¿Bonito? — repitió él —. ¿Bonito? ¿Incluso cuando la vieja dama resulta ser la madre de él y se ahorca? ¿Incluso cuando Edipo se arranca los ojos? — Pero no sé arranca los ojos — replicó Mary Sarojini. — En el lugar de donde yo vengo, sí. — Aquí no. Sólo dice que se los arrancará, y ella sólo trata de ahorcarse. Pero se los convence de que no lo hagan. — ¿Quién los convence? — El joven y la muchacha de Pala. — ¿Cómo aparecen ellos en la obra? — preguntó Will. — No sé. Están. Edipo en Pala, así se llama la obra. ¿Por qué no habrían de estar en ella? — ¿Y dices que convencen a Yocasta de que no se suicide y a Edipo de que no se ciegue? — En el momento oportuno. Ella ya se ha puesto la soga al cuello y él ha conseguido dos enormes agujas. Pero el joven y la muchacha de Pala les dicen que no sean tontos. En fin de cuentas fue un accidente. Él no sabía que el viejo era su padre. Y de todos modos el viejo fue quien empezó todo, lo golpeó en la cabeza e hizo que Edipo perdiera los estribos… y nadie le había enseñado a bailar la Danza de Rakshasi. Y cuando lo convierten en rey tiene que casarse con la vieja reina. Ella era en realidad su madre, pero ninguno de los dos lo sabía. Y es claro que lo único que tenían que hacer cuando lo descubrieron era dejar de estar casados. Ese asunto de que el casarse con la madre de uno era el motivo de que todos tuviesen que morir de un virus… Pura tontería, inventada por una cantidad de pobre gente estúpida que no tenía un poco de sensatez. — El doctor Freud pensaba que todos los niños quieren de veras casarse con su madre y matar a su padre. Y a la inversa en lo referente a las niñas: ellas quieren casarse con su padre. — ¿Qué padres y madres? Tenemos tantos… — ¿Quieres decir, en el Club de Adopción Mutua? — En nuestro CAM hay veintidós. — ¡La seguridad reside en el número! — Pero es claro que el pobre y viejo Edipo nunca tuvo un CAM. Y además le enseñaron todas esas cosas espantosas sobre que Dios se enfurece con la gente cada vez que ésta comete un error. Habían salido de entre el gentío, y ahora se encontraban en la entrada de un pequeño cercado rodeado de cuerdas en el cual cien o más espectadores habían ocupado ya sus asientos. En el extremo más lejano del cercado el proscenio alegremente pintado de un teatro de títeres brillaba, rojo y dorado, a la luz de poderosos focos. Sacando un puñado de monedas que le había proporcionado el doctor Robert, Will pagó dos billetes de entrada. Entraron y se sentaron en un banco. Sonó un gongo, se levantó, silencioso, el telón del pequeño proscenio y se vio, columnas blancas contra un fondo verde claro, la fachada del palacio real de Tebas, con una barbuda divinidad sentada en una nube, sobre el frontón. Un sacerdote exactamente igual al dios, sólo que más pequeño y menos exuberantemente ataviado, entró por la derecha, hizo una reverencia al público y se volvió hacia el palacio; gritó «Edipo» en tono chillón, que pareció cómicamente incongruente con su profética barba. A un toque de trompetas se abrió la puerta y coronado y heroicamente calzado con coturnos, apareció el rey. El sacerdote le dedicó una reverencia, el muñeco real le dio licencia para hablar. — Escucha nuestras aflicciones — chilló el anciano. El rey inclinó la cabeza y escuchó. — Oigo los gemidos de los moribundos — dijo aquél —. Escucho los lamentos de las viudas, los sollozos de los huérfanos, los susurros de oración y de súplica. — ¡Súplica! — dijo la deidad sentada en la nube —. Eso está bien. — Se palmeó el pecho. — Han enfermado de algún virus — explicó Mary Sarojini en un murmullo —. Como la gripe asiática, sólo que peor. — Repetimos las letanías adecuadas — chilló el anciano sacerdote, quejumbroso —, ofrecemos los más costosos sacrificios, hacemos que toda la población viva en castidad y flagelándose todos los lunes, miércoles y viernes. Pero el torrente de muertes se hace cada vez mayor, más alto. Ayúdanos, pues, rey Edipo, ayúdanos. — Sólo un dios puede ayudar. — ¡Muy bien, muy bien! — gritó la deidad. — ¿Pero por qué medios? — Sólo un dios puede decirlo. — Correcto — dijo el dios en su basso pro fondo —, absolutamente correcto. — Creón, el hermano de mi esposa, ha ido a consultar al oráculo. Cuando regrese — que regresará pronto — sabremos qué aconseja el cielo. — ¡Lo que el cielo ordena! — corrigió el basso profondo. — ¿La gente era realmente tan tonta? — preguntó Mary Sarojini, mientras el público reía. — Real y verdaderamente — le aseguró Will. Un fonógrafo comenzó a tocar la Marcha de los Muertos de Saúl. De izquierda a derecha una procesión de dolientes de negras vestimentas, trasportando ataúdes cubiertos de telas, pasó con lentitud por la parte delantera del escenario. Muñeco tras muñeco… y en cuanto el grupo desaparecía por la derecha volvía a entrar por la izquierda. La procesión parece interminable, los cadáveres innumerables. — Un muerto — dijo Edipo mientras los miraba pasar —. Y otro muerto. Y otro, y otro más. — ¡Así aprenderán! — interrumpió el basso profondo —. ¡Ya les enseñaré a ser perversos! Edipo continuó: El ataúd del soldado, el de la prostituta; el niño, frío, apretado contra el dolor de pechos no succionados; el joven, horrorizado, se aparta del negro rostro hinchado que otrora desde la almohada bañada en luz de luna lo miró, ansioso de besos. Muertos, todos muertos, llorados por los que pronto morirán, y por los condenados, llevados con lentos pasos hacia el aborrecido jardín de cipreses donde un enorme hoyo se abre para recibirlos, hediendo bajo la luna. Mientras hablaba, otros dos títeres, un joven y una muchacha ataviados con las mejores vestimentas palanesas, entraron desde la derecha y, avanzando en dirección opuesta a la de los enlutados dolientes, se detuvieron, tomados del brazo, en primer plano y un poco a la izquierda del centro. — Pero nosotros, entretanto — dijo el joven cuando Edipo terminó de hablar —. Nos dirigimos hacia jardines más rosados y hacia el absurdo rito apocalíptico que en la mente hace surgir, de la piel tocada y la carne que se funde, el Infinito inmanente. — ¿Y Yo? — rugió el basso profondo desde el cielo —. Parecen olvidar que yo soy el Otro Total. Interminable, la negra procesión continuaba arrastrándose hacia el cementerio. Pero entonces la Marcha de los Muertos se interrumpió en mitad de una frase musical. La música cedió su lugar a una sola nota profunda, tuba y contrabajo, interminablemente prolongada. El joven que se encontraba en primer plano levantó la mano. — ¡Escuchen! El zumbido, la eterna carga. Al unísono con los invisibles instrumentos, los dolientes comenzaron a cantar: — Muerte, muerte, muerte, muerte… — Pero la vida conoce más de una nota — dijo el joven. — La vida — intervino la muchacha — puede cantar en tono bajo y en tono alto. — Y el incesante zumbido de la muerte sólo sirve para componer una música más rica. — Una música más rica — repitió la muchacha. Y a continuación, en tenor y tiple, iniciaron la vocalización de un ondulante arabesco de sonido, envuelto, por así decirlo, en la larga vara rígida del bajo de fondo. El zumbido y los cánticos disminuyeron gradualmente, hasta acallarse; el último de los dolientes desapareció, y el joven y la muchacha se retiraron a.un rincón, en el cual podían seguir besándose sin que los molestaran. Hubo otro toque de trompetas y, obeso, envuelto en una túnica púrpura, entró Creonte, recién llegado de Delfos y repleto de oráculos. Durante los minutos que siguieron el diálogo fue en palanés, y Mary Sarojini tuvo que actuar como intérprete. — Edipo le pregunta qué dijo Dios; y el otro dice que Dios dijo que todo se debe a que un hombre mató al viejo rey, al que precedió a Edipo. Nadie lo pescó nunca, y el hombre sigue viviendo en Tebas, y ese virus que mata a todos ha sido enviado por Dios, así dice Creonte que le dijeron, como castigo. No sé por qué tiene que ser castigada toda esa gente que no ha hecho nada a nadie, pero así afirma él que dijo Dios. Y el virus no desaparecerá hasta que atrapen al hombre que mató al viejo rey y lo expulsen de Tebas. Y es claro que Edipo dice que hará todo lo posible para encontrar al hombre y expulsarlo. Desde su rincón del escenario el joven comenzó a declamar, esta vez en inglés: Dios, que es más Él cuando es más sublimemente vago. habla, cuando Su voz es comprensible, y dice las tonterías menos divinas. Arrepentios, ruge, porque el pecado ha causado la plaga. Pero nosotros decimos: Es suciedad; pues lavaos. Mientras el público continuaba riendo, otro grupo de dolientes surgió del costado y cruzó el escenario con lentitud. — Karuna — dijo la joven —, compasión. El sufrimiento de los estúpidos es tan real como cualquier otro sufrimiento. Sintiendo un roce en su brazo, Will se volvió y se encontró contemplando el hermoso rostro enfurruñado del joven Murugan. — He estado buscándolo por todas partes — dijo, colérico, como si Will se hubiese ocultado adrede, nada más que para molestarlo. Habló en voz tan alta, que muchas cabezas se volvieron y hubo varios pedidos de silencio. — No estaba en lo del doctor Robert, no estaba en lo de Susila — siguió regañando el joven, sin hacer caso de las protestas. — Silencio, silencio… — ¡Silencio! — dijo el tremendo rugido de basso profondo, entre las nubes —. Linda situación — agregó la voz, gruñona —, cuando Dios ni siquiera puede oírse hablar. — Muy bien, muy bien — dijo Will, uniéndose a la carcajada general. Se puso de pie y, seguido por Murugan y Mary Sarojini, cojeó hacia la salida. — ¿No quería ver el final? — preguntó Mary Sarojini, y volviéndose hacia Murugan dijo, con tono de reproche —: Habría podido esperar un poco. — ¡Métete en tus cosas! — bufó Murugan. Will posó una mano en el hombro de la niña. — Por suerte — dijo —, tu relato del final fue tan vivido, que no necesito verlo con mis propios ojos. Y por supuesto — agregó con ironía —, Su Alteza está primero. Murugan sacó un sobre del bolsillo del blanco pijama de seda que tanto había deslumbrado a la pequeña enfermera y se lo entregó a Will. — De mi madre. — Y agregó —: Es urgente. — ¡Qué bien huele!. — comentó Mary Sarojini, husmeando la rica aureola de sándalo que rodeaba la misiva de la rani. Will desplegó las tres hojas de papel de carta color azul cielo, con los cinco lotos dorados grabados bajo una corona principesca. ¡Cuántos subrayados, qué profusión de mayúsculas! Empezó a leer. Ma Petite Voix, cher Farnaby, avait raison. ¡COMO DE COSTUMBRE! Se me DIJO una y otra vez lo que Nuestro Mutuo Amigo estaba predestinado a hacer por la pobre y pequeña Pala y (mediante el apoyo financiero que Pala le permitirá entregar a la Cruzada del Espíritu) por TODO EL MUNDO. De modo que cuando leí el cable (que llegó hace unos minutos, por intermedio del fiel Bahu y de su colega diplomático en Londres), NO me resultó sorprendente enterarme de que lord A le ha concedido Plenos Poderes (y, ni hace falta decirlo, LOS MEDIOS NECESARIOS) para negociar con su nombre… en nuestro nombre; ¡porque la conveniencia de él es también la de usted, la mía y (tomo a nuestra diferente manera somos todos Cruzados) la del ESPÍRITU! Pero la llegada del cable de lord A no es la única noticia que tengo que trasmitirle. Los acontecimientos (como me enteré esta tarde por Bahu) se precipitan hacia el Gran Punto de Viraje de la Historia Palanesa… y se precipitan con más velocidad de lo que antes había considerado posible. Por motivos que en parte son políticos (la necesidad de compensar una reciente declinación en la popularidad del coronel D), en parte Económicos (las cargas de la Defensa son demasiado onerosas para ser soportadas por Rendang solo) y en parte Astrológicos (estos días, dicen los Expertos, son singularmente favorables para una empresa conjunta por los de Aries — yo y Murugan — y ese típico Scorpio, el coronel D), se ha decidido precipitar una Acción primitivamente planeada para la noche del eclipse lunar del próximo mes de noviembre. Siendo así, es esencial que los tres nos reunamos sin demora para decidir qué debe Hacerse, en estas Circunstancias nuevas y rápidamente cambiantes, para promover nuestros intereses especiales, materiales y Espirituales. El presunto «Accidente» que lo trajo a nuestras playas en este Momento Crítico fue como lo reconocerá usted, Manifiestamente Providencial. Debemos, pues, colaborar, como abnegados Cruzados, con el divino PODER que en forma tan inequívoca ha abrazado nuestra Causa. ¡DE MODO QUE VENGA EN EL ACTO! Murugan tiene el auto y lo traerá a nuestra modesta choza, donde, se lo aseguro, mi querido Farnaby, recibirá una muy cálida acogida de la bien sincerement vótre, Fátima R. Will plegó las tres aromadas hojas de garabateado papel azul y las volvió a introducir en el sobre. Tenía el rostro inexpresivo, pero detrás de su máscara de indiferencia se sentía violentamente furioso. Furioso con ese insolente jovencito que tenía ante sí, tan encantador con su pijama de seda blanca, tan odioso en su estupidez de hijo mimado. Furioso, cuando percibió otra bocanada de la fragancia de la carta, con ese grotesco monstruo femenino que había comenzado por arruinar a su hijo en nombre del amor materno y la castidad, y que ahora lo impulsaba, en nombre de Dios y de una cantidad de Maestros Elevados, a convertirse en un cruzado espiritual tirador de bombas, bajo la petrolífera bandera de Joe Aldehyde. Furioso, por sobre todo, consigo mismo por haberse enredado tan desenfrenadamente, con esa ridícula y siniestra pareja, en sólo. el cielo sabía qué tipo de vil conspiración contra todas las decencias humanas en que su negativa a tomar un sí por respuesta jamás le había impedido creer en secreto y ansiar (¡ah, cuan apasionadamente!). — Bueno, ¿vamos? — preguntó Murugan con tono de ligera confianza. Era evidente que daba por supuesto que, cuando Fátima R. emitía una orden, la obediencia tenía que ser necesariamente completa y sin vacilaciones. Como sentía la necesidad de concederse un poco de tiempo para calmarse, Will no contestó en seguida. Por el contrario, se apartó para contemplar los títeres ahora distantes. Yocasta, Edipo y Creonte se encontraban sentados en los escalones del palacio, presumiblemente aguardando la llegada de Tiresias. Arriba, basso profondo dormitaba un rato. Un grupo de enlutados dolientes cruzaba la escena. Cerca de las candilejas el joven de Pala había comenzado a declamar en verso libre. Luz y Compasión — decía —. Luz y Compasión… ¡Cuan indeciblemente Sencilla nuestra Sustancia! Pero lo Sencillo esperó, era tras era, suficientes complicaciones para conocer su Uno en la multitud, su Todo aquí, ahora; su Hecho en la ficción; esperó y continúa esperando lo absurdo, los inconmensurables entretejidos sin unión visible, el celo con caridad, la verdad con la función renal, la belleza con el quilo, la bilis, la espermi, y Dios con la cena, Dios con la ausencia de cena, o con el sonido de campanas, de repente — una, dos, tres — en oídos insomnes. Hubo un sonido de cuerdas pellizcadas, y luego las prolongadas notas de una flauta. — ¿Vamos? — repitió Murugan. Pero Will levantó la mano pidiendo silencio. La muchacha se había adelantado al centro del escenario y cantaba. El pensamiento es los tres mil millones de células del cerebro de adentro hacia afuera. Billones de partidos de billar señaladas por la Fe y la Duda. Mi Fe no es más que los choques de las bolas; mi lógica, sus enzimas; su rosada epinefrina, mis visiones; su epinefrina blanca, mis delitos. Desde que sentí la disposición de diez a la novena por tres cada átomo en su alienación tiene que ser profético de mí. Perdida la paciencia, Murugan tomó a Will del brazo y le propinó un pellizco brutal. — ¿Viene? — gritó. Will se volvió hacia él, airado. — ¿Qué diablos piensas que estás haciendo, pedazo de tonto? — movió el brazo con fuerza, para librarlo de la mano del joven. Intimidado, Murugan cambió de tono. — Sólo quería saber si está dispuesto a ir a ver a mi madre. — No estoy dispuesto — respondió Will —, porque no voy. — ¿No va? — exclamó Murugan en tono de incrédulo asombro —. Pero ella lo espera, ella… — Díle a tu madre que lo siento mucho, pero que tengo un compromiso previo. Con alguien que está muriéndose — agregó Will. — Pero esto es muy importante… — También lo es la muerte. Murugan bajó la voz. — Está sucediendo algo — musitó. — No te oigo — gritó Will por entre los confusos ruidos de la multitud. Murugan miró en torno con aprensión y luego se arriesgó a un susurro un poco más alto. — Está sucediendo algo, algo tremendo. — Algo más tremendo aun está ocurriendo en el hospital. — Acabamos de enterarnos… — comenzó a decir Murugan. Volvió a mirar en torno y meneó la cabeza —. No, no puedo decírselo… aquí. Por eso tiene que venir al bungalow. Ahora. No hay tiempo que perder. Will miró su reloj. — No hay tiempo que perder — repitió y, volviéndose hacia Mary Sarojini, dijo —: Tenemos que irnos. ¿Por dónde? — ¡Espere — imploró Murugan —, espere! — Luego, cuando Will y Mary Sarojini siguieron caminando, los siguió por entre el gentío. — ¿Qué le diré a ella? — gimió a espaldas de la pareja. El terror del joven era cómicamente abyecto. En el espíritu de Will, la cólera cedió lugar a la diversión. Lanzó una carcajada. Luego, deteniéndose, preguntó: — ¿Qué le dirías tú, Mary Sarojini? — Le diría exactamente lo que sucedió — respondió la niña —. Quiero decir, si fuese mi madre. Pero por otra parte — añadió, pensándolo mejor —, mi madre no es la rani, — Miró a Murugan. — ¿Pertenece usted a un CAM? — preguntó. Por supuesto que no pertenecía. Para la rani la idea de un Club de Adopción Mutua era una blasfemia. Sólo Dios podía crear una Madre. La Cruzada Espiritual quería estar a solas con la víctima que Dios le había dado. — No está en un CAM. — Mary Sarojini meneó la cabeza. — ¡Eso es espantoso! Habría podido ir a quedarse unos días con una de sus otras madres. Todavía aterrorizado por la perspectiva de tener que contarle a su única madre el fracaso de su misión, Murugan comenzó a machacar, casi con histeria, en una nueva variante del viejo tema. — No sé qué dirá — repetía —. No sé qué dirá. — Hay una sola forma de averiguar qué dirá — le informó Will —. Vaya a su casa y escuche. — Venga conmigo — rogó Murugan —. Por favor. — Aferró a Will del brazo. — Le dije que no me tocara. — ¡La mano fue rápidamente retirada! Will volvió a sonreír. — ¡Así está mejor! — Levantó el bastón en un ademán de despedida. — Bonne nuil, Altesse. — Y dijo a Mary Sarojini, de muy buen humor —: Abre la marcha, MacPhail. — ¿Fingió? — preguntó Mary Sarojini —. ¿O estaba enojado de veras? — Muy de veras — le aseguró él. Luego recordó lo que había visto en el gimnasio de la escuela. Canturreó las primeras notas de Rakshasi y golpeó el pavimento con su bastón ferrado. — ¿Habría debido pisotearlo? — Quizás hubiese sido mejor. — ¿Te parece? — Lo odiará en cuanto haya dejado de tenerle miedo. Will se encogió de hombros. Nada podía importarle menos. Pero a medida que se alejaba el pasado y se acercaba el futuro, a medida que abandonaban las lámparas de arco del mercado y trepaban por la empinada y obscura calleja que llevaba al hospital, su talante comenzó a cambiar. Abre la marcha, MacPhail… ¿pero hacia qué, y para alejarnos de qué? Hacia otra manifestación del Horror Esencial, y alejándonos de toda esperanza de ese bendito año de libertad que Joe Aldehyde había prometido y que sería tan fácil y (como Pala estaba de cualquier manera condenada) no tan inmoral ni traicionero ganarse. Y no sólo alejarse de la esperanza de liberación, sino también, muy posiblemente, si la rani se quejaba a Joe y si éste se sentía lo bastante indignado, de cualquier otra perspectiva de esclavitud bien pagada como testigo profesional de ejecuciones. ¿Debía retroceder, tratar de encontrar a Murugan, ofrecer disculpas, hacer lo que aquella espantosa mujer le ordenase? Cien metros más allá, camino adelante, podía ver las luces del hospital brillando entre los árboles. — Descansemos un memento — dijo. — ¿Está cansado? — preguntó Mary Sarojini, solícita. — Un poco. Se volvió y, apoyándose en el bastón, miró hacia el mercado. A la luz de las lámparas de arco, el edificio del municipio refulgía, rosado, como una monumental tajada de pastel de fresa. En la aguja del templo pudo ver, friso sobre friso, el exuberante caos de la escultura india: elefantes, demonios, muchachas de sobrenaturales pechos y nalgas, brincadores Sivas, hileras de Budas futuros y pasados en sereno éxtasis. Abajo, en el espacio entre el pastel y la mitología, hormigueaba la multitud, y en algún lugar, entre esa multitud, había un rostro huraño y un pijama de seda blanca. ¿Debía volver? Sería lo sensato, lo seguro, lo prudente. Peto una voz interior — no pequeña, como la de la rani, sino estentórea — le gritaba «¡Suciedad! ¡Suciedad!» ¿La conciencia sucia? No. ¿La moral? ¡El cielo no lo permita! Sino una suciedad supererogatoria, fealdad y vulgaridad por encima de lo que exige el deber: estas eran cosas en las que, como hombre de buen gusto, uno simplemente no podía participar. — Bueno, ¿seguimos? — dijo Mary Sarojini. Entraron en el vestíbulo del hospital. La enfermera del escritorio tenía para ellos un mensaje de Susila. Mary Sarojini debía ir directamente a la casa de Mrs. Rao, donde ella y Tom Krishna pasarían la noche. A Mr. Farnaby se le rogaba que fuese en el acto a la habitación 34. — Por aquí — dijo la enfermera, y mantuvo abierta una puerta batiente. Will se adelantó. El reflejo condicionado de la cortesía se puso mecánicamente en acción. — Gracias — dijo, y sonrió. Pero cuando avanzó cojeando hacia el temible futuro lo hizo con una sorda y enfermiza sensación en la boca del estómago. — La última puerta de la izquierda — dijo la enfermera. Pero debía volver a su escritorio del vestíbulo —. De modo que debo dejar que siga solo — agregó, mientras la puerta se cerraba tras ella. Solo, se repitió Will, solo… y el temible futuro era idéntico al obsesivo pasado, el Horror Esencial era intemporal y ubicuo. Ese largo corredor, con sus paredes pintadas de verde, era el mismo corredor por el cual, un año antes, había caminado hasta la pequeña habitación en que Molly yacía agonizante. La pesadilla se repetía. Predestinado y consciente, avanzó hacia su horrible consumación. La muerte, otra visión de la muerte. Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro… Golpeó y esperó, escuchando los latidos de su corazón. La puerta se abrió y se encontró cara a cara con la pequeña Radha. — Susila lo esperaba — susurró. Will la siguió a la habitación. Detrás de un biombo entrevió el perfil de Susila dibujado en silueta contra una lámpara, una cama alta, un rostro moreno y extenuado sobre la almohada, de brazos que ya no eran otra cosa que huesos cubiertos de pergamino, de manos como garras. Una vez más, el Horror Esencial. Con un estremecimiento, se apartó. Radha le indicó una silla cerca de la ventana abierta. Se sentó y cerró los ojos… los cerró físicamente para excluir el presente, pero con ese mismo acto los abrió interiormente, sobre el odioso pasado que el presente le había recordado. Estaba ahora en la otra habitación, con la tía Mary. O más bien con la persona que otrora fue la tía Mary pero que ahora era ese alguien apenas reconocible; alguien que jamás había siquiera oído hablar de la caridad y la valentía que eran la esencia misma del ser de la tía Mary; alguien henchido de un odio indiscriminado contra todos los que se le acercaban, que los odiaba a todos, simplemente porque no tenían cáncer, porque no sufrían, porque no habían sido sentenciados a morir antes de que les llegase el momento. Y junto con esa maligna envidia de la salud y la dicha de los demás había aparecido una llorosa lástima por sí misma, una abyecta desesperación. — ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto tenía que sucederme a mí? Todavía podía escuchar la voz chillona, quejumbrosa, ver el rostro deformado y bañado en lágrimas. La única persona que alguna vez había amado y admirado de veras… Y sin embargo, en su degradación, se sorprendió despreciándola… despreciándola, positivamente odiándola. Para escapar del pasado, volvió a abrir los ojos. Vio que Radha estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, erecta, en la postura de la meditación. En su silla, junto a la cama, Susila también parecía sumida en el mismo tipo de inmovilidad concentrada. Contempló el rostro que reposaba sobre la almohada. También estaba inmóvil, con una serenidad que casi habría podido ser la calma helada de la muerte. Afuera, en la obscuridad del follaje, chilló de pronto un pavo real. Profundizado por el contraste, el silencio que siguió pareció tornarse preñado de misteriosos y terribles significados. — Lakshmi. — Susila posó una mano sobre el brazo enflaquecido de la anciana. — Lakshmi — dijo otra vez, en voz más alta. El rostro envuelto en la calma de la muerte se mantuvo impasible —. No debes dormirte. ¿No dormirse? Pero para la tía Mary el sueño — el sueño artificial que seguía a las inyecciones — había sido la única tregua de las autolaceraciones de la piedad que sentía por sí misma y de las cavilaciones del miedo. — ¡Lakshmi! El rostro cobró vida. — En realidad no dormía — suspiró la anciana —. Es que estoy tan débil… Parece como si me alejara flotando. — Pero tienes que estar aquí — replicó Susila —. Tienes que saber que estás aquí. Todo el tiempo. — Deslizó otra almohada bajo los hombros de la enferma y tomó una botella de sales que se encontraba sobre la mesita de luz. Lakshmi las olió, abrió los ojos y miró a Susila. — Había olvidado cuan hermosa eres — dijo —. Pero Dugald siempre tuvo buen gusto. — La sombra de una sonrisa traviesa apareció por un instante en el rostro descarnado. — ¿Qué piensas, Susila? — agregó luego de un momento y en otro tono —. ¿Volveremos a verlo? Quiero decir, ¿allá? En silencio, Susila acarició la mano de la anciana. Luego, de pronto, sonriente, dijo: — ¿Cómo habría formulado esa pregunta el Viejo Raja? ¿Te parece que «nosotros» (comillas, cierra) lo veremos a «él» (comillas, cierra) «allá» (comillas, cierra)? — ¿Pero qué opinas tú? — Creo que todos hemos salido de la misma luz y que todos volveremos a la misma luz. Palabras, pensaba Will, palabras, palabras, palabras. Con un esfuerzo, Lakshmi levantó una mano y señaló acusadoramente la lámpara de la mesa de luz. — Me hace daño a los ojos — susurró. Susila se quitó el pañuelo de seda roja que tenía anudado al cuello y envolvió con él la pantalla de pergamino de la lámpara. De blanca e implacablemente reveladora que era, la luz se tornó tan suave y cálidamente rosada — se sorprendió Will pensando — como la que caía sobre la cama arrugada de Babs cuando Porter's Gin se proclamaba en tono carmesí. — Así está mucho mejor — dijo Lakshmi. Cerró los ojos. Luego, después de un prolongado silencio, estalló —: La luz. Está aquí otra vez. — Y en seguida, después de otra pausa, musitó —: ¡Ah, cuan maravilloso, cuan maravilloso! — De repente hizo una mueca y se mordió el labio. Susila tomó la mano de la anciana entre las propias. — ¿Es muy intenso el dolor? — preguntó. — Lo sería — explicó Lakshmi — si fuese en realidad mi dolor. Pero, quién sabe por qué, no es mío. El dolor existe, pero yo estoy en otra parte. Es como lo que se descubre con la medicina moksha. En realidad nada le pertenece a una. Ni siquiera su dolor. — ¿Todavía está la luz? Lakshmi meneó la cabeza. — Y si recuerdo, puedo decirte con exactitud cuándo se apagó. Se apagó cuando empecé a decir que el dolor no era en realidad mío. — Y sin embargo decías que era buena. — Lo sé…. pero lo decía. — El fantasma de una vieja costumbre de irreverente picardía volvió a cruzar por el rostro de Lakshmi. — ¿En qué piensas? — interrogó Susila. — En Sócrates. — ¿En Sócrates? — Hablaba, hablaba y hablaba… incluso cuando había tomado la cicuta. No dejes que yo hable, Susila. Ayúdame a salir de mi propia luz. — ¿Recuerdas aquella vez, el año pasado — comenzó Susila luego de un silencio —, en que fuimos todos al templo de Siva, más arriba de la Estación de Altura? Tú, Robert, Dugald, yo y los dos chicos… ¿Te acuerdas? Lakshmi sonrió de placer ante el recuerdo. — Pienso especialmente en la visión desde el lado occidental del templo: la visión del mar. Azul, verde, púrpura… y las sombras de las nubes eran como tinta. Y las nubes mismas… nieve, carbón, plomo, raso. Y mientras mirábamos tú hiciste una pregunta. ¿Te acuerdas, Lakshmi? — ¿Quieres decir sobre la Clara Luz? — Sobre la Clara Luz — confirmó Susila —. ¿Por qué la gente habla de la Mente en términos de Luz? ¿Porque ha visto el sol y lo encuentra tan hermoso que parece natural identificar la naturaleza de Buda con la más clara posible de todas las Claras Luces? ¿O el sol les parece hermoso porque, consciente o inconscientemente, han tenido revelaciones del Espíritu, en forma de Luz, desde que nacieron? Yo fui la primera en contestar — dijo Susila, sonriendo para sus adentros —. Y como acababa de leer algo de un behaviorista norteamericano, no me detuve a pensar… Te di el (abre comillas, cierra) «punto de vista científico». La gente hace de la Mente (sea eso lo que fuere) el equivalente de las alucinaciones luminosas porque ha contemplado una cantidad de ocasos y le han parecido impresionantes. Pero Robert y Dugald no quisieron saber nada de eso. La Clara Luz, insistieron, viene primero. Uno se enloquece con las puestas de sol porque le recuerdan lo que siempre ha venido sucediendo, lo supiera uno o no, dentro de su cráneo y fuera del espacio y el tiempo. Tú estuviste de acuerdo con ellos, Lakshmi, ¿recuerdas? Dijiste: «Me gustaría estar de tu parte, Susila, aunque sólo fuese porque no es bueno que estos hombres nuestros tengan razón siempre. Pero en este caso, y sin duda resulta bastante evidente, en este caso tienen razón.» Y es claro que tenían razón, y es claro que yo estaba irremediablemente equivocada. Y, ni falta hace decirlo, tú sabías la respuesta correcta antes de formular la pregunta. — Nunca supe nada — musitó Lakshmi —. Sólo podía ver. — Recuerdo que me dijiste que habías visto la Clara Luz — dijo Susila —. ¿Te agradaría que te lo recordara? La enferma asintió. — Cuando tenías ocho años — continuó Susila —. Esa fue la primera vez. Una mariposa anaranjada sobre una hoja, abriendo y cerrando las alas al sol… y de pronto surgió, la Clara Luz de la Talidad pura llameando a través de ella, como otro sol. — Mucho más luminosa que el sol — cuchicheó Lakshmi. — Pero más suave. Se puede contemplar la Clara Luz sin quedar enceguecido. Y ahora recuérdalo. Una mariposa sobre una hoja verde, abriendo y cerrando las alas… y es la naturaleza de Buda totalmente presente, es la Clara Luz superando en brillo al sol. Y sólo tenías ocho años. — ¿Qué había hecho para merecerlo? Will se sorprendió recordando la noche, una semana, más o menos, antes de su muerte, en que la tía Mary habló sobre los momentos maravillosos que habían vivido juntos en su casita de Regency, cerca de Arundel, donde él pasaba la mayor parte de sus vacaciones. Expulsar a las avispas de los avisperos con fuego y azufre, meriendas campestres en los prados o bajo las hayas. Y luego las salchichas en Bognor, la gitana adivinadora de la suerte que le había profetizado que terminaría como Ministro de Hacienda, el alguacil de vara, de, negras vestimentas y nariz roja, que los expulsó de la catedral de Chichester porque se reían demasiado. — Nos reíamos demasiado — había repetido la tía Mary con amargura —. Nos reíamos demasiado… — Y ahora. — decía Susila — piensa en esa visión desde el templo de Siva. Piensa en las luces y las sombras sobre el mar, en los espacios azules entre las nubes. Piensa en todo eso, y luego abandona tu pensamiento. Abandónalo, de modo que el no Pensamiento pueda atravesarlo. Las Cosas al Vacío, el Vacío a la Talidad. La Talidad otra vez a las cosas, a tu propia mente. Recuerda lo que dice el Sutra. «Tu conciencia resplandeciente, vacía, inseparable del Cuerpo de Radiación, no está sometida al nacimiento ni a la muerte, sino que es la misma que la Luz inmutable, Buddha Amitabha.» — Lo mismo que la luz — repitió Lakshmi —. Y sin embargo todo vuelve a estar obscuro. — Está obscuro porque te esfuerzas demasiado — dijo Susila —. Obscuro porque quieres que haya luz. Recuerda lo que solías decirme cuando yo era niña. «Con suavidad, chiquilla, con suavidad. Tienes que aprender a hacerlo todo con suavidad. Piensa con suavidad, actúa con suavidad, siente con suavidad. Sí, siente con suavidad, aunque sientas profundamente. Deja suavemente que sucedan las cosas, y enfréntalas con suavidad.» En aquella época yo era tan ridículamente seria, una remilgada tan carente de humorismo… Con suavidad, con suavidad… Fue el mejor consejo que jamás me hayas dado. Pues bien, ahora yo te diré lo mismo, Lakshmi… Con suavidad, mi querida, con suavidad. Incluso aunque se trate de morir. Nada importante, ni portentoso, ni enfático. Nada de retórica, ni de trémolos, ni de personas conscientes de sí mismas realizando su célebre imitación de Cristo, Goethe o la Pequeña Nell. Y, por supuesto, nada de teología, nada de metafísica. Nada más que el hecho de morir y el hecho de la Clara Luz. Abandona, entonces, todo tu equipaje, y adelante. Estás rodeada de arenas movedizas, que te tiran de los pies, tratando de hundirte en el miedo, la piedad hacia ti misma y la desesperación. Por eso debes caminar con tanta suavidad. Con suavidad, querida mía. En puntillas de pies; y nada de equipaje, ni siquiera una maleta pequeña. Sin carga alguna… Sin carga alguna… Will pensó en la pobre tía Mary hundiéndose cada vez más, a cada paso, en las arenas movedizas. Cada vez más, luchando y protestando hasta el final, hasta que desapareció, totalmente y para siempre, en el Horror Esencial. Volvió a mirar el rostro descarnado que reposaba sobre la almohada y vio que sonreía. — La luz — dijo el ronco susurro —, la Clara Luz. Está aquí… junto con el dolor, a pesar del dolor. — ¿Y dónde estás tú? — preguntó Susila. — Allí, en el rincón. — Lakshmi trató de señalar, pero la mano vaciló y volvió a caer, inerte, sobre la colcha. — Puedo verme allí. Y puedo ver mi cuerpo en la cama. — ¿Puede ella ver la Luz? — No. La Luz está aquí, donde se encuentra mi cuerpo. La puerta de la habitación se abrió en silencio. Will volvió la cabeza y pudo ver la enjuta figura del doctor Robert que salía detrás del biombo y entraba en la luz rosada. Susila se puso de pie y le indicó su lugar junto a la cama. El doctor Robert se sentó e, inclinándose hacia adelante, tomó la mano de su esposa en una de las de él y posó la otra sobre la frente de la enferma. — Soy yo — murmuró. — Por fin… Un árbol, explicó el doctor, había caído sobre la línea telefónica. No había comunicación con la Estación de Altura, a no ser por carretera. Enviaron un mensajero en un auto, y el coche se descompuso. Se habían perdido más de dos horas. — Pero gracias al cielo — concluyó el doctor Robert —, heme aquí por fin. La moribunda suspiró profundamente, abrió los ojos un momento y lo miró con una sonrisa; luego los volvió a cerrar. — Sabía que vendrías. — Lakshmi — dijo él con suma suavidad —. Lakshmi. — Pasó las puntas de los dedos por la arrugada frente, una y otra vez. — Mi pequeño amor. — Tenía lágrimas en las mejillas, pero su voz era firme y hablaba con la ternura, no de la debilidad, sino de la fuerza. — Ya no estoy allá — musitó Lakshmi. — Estaba en el rincón — explicó Susila a su suegro —. Contemplando su cuerpo que se encuentra aquí, en la cama. — Pero ahora he vuelto. Yo y el dolor, yo y la Luz, yo y tú… todo junto. El pavo real volvió a gritar y, a través de los sonidos de los insectos que en esa noche tropical equivalían al silencio, lejano pero claro, llegó el sonido de una alegre música, de flautas y cuerdas pulsadas, y del firme palpitar de tambores. — Escucha — dijo él —. ¿Puedes oír? Están bailando. — Bailando — repitió Lakshmi —. Bailando. — Bailan con tanta suavidad — susurró Susila —, que parece como si tuvieran alas. La música creció hasta hacerse audible otra vez. — Es la Danza del Galanteo — continuó Susila. La Danza del Galanteo, Robert, ¿te acuerdas? — ¿Acaso podré olvidarlo alguna vez? Sí, se dijo Will, ¿podría alguno olvidar? ¿Podía uno olvidar aquella otra música distante y, más próximo, artificialmente rápido y superficial, el sonido de jadeo de agonía en los oídos de un chico? En la casa de enfrente alguien practicaba uno de esos valses de Brahms que a la tía Mary tanto le había gustado tocar. Uno, dos y tres y Uno-dos y tres y U-u-uno dos tres, Uno… y Uno y Dos-Tres y… La odiosa desconocida que alguna vez fue la tía Mary salió de su estupor artificial y abrió los ojos. Una expresión de la más intensa malignidad apareció en el rostro amarillo, demacrado. — Vé a decirles que dejen de tocar — chilló casi la voz áspera, irreconocible. Y luego las líneas de malignidad se convirtieron en las líneas de la desesperación, y la desconocida, la lamentable y odiosa desconocida rompió en sollozos incontenibles. Los valses de Brahms eran, de su repertorio, las piezas que más le gustaban a Frank. Otra bocanada de aire fresco trajo consigo una frase más fuerte de la alegre y vibrante música. — Todos esos jóvenes bailando juntos — dijo el doctor Robert —. Todas esas risas y esos deseos, esa dicha sin complicaciones. Está todo aquí, como una atmósfera, como un campo de fuerza. Su alegría y nuestro amor… el amor de Susila, el mío… todos trabajando juntos, todos reforzándose el uno a los otros. El amor y la alegría rodeándote, mi querida; el amor y la alegría llevándote a la paz de la Clara Luz. Escucha la música. ¿Pueden oírla, Lakshmi? — Se ha ido otra vez — dijo Susila —. Trate de traerla de vuelta. El doctor Robert deslizó un brazo por debajo del enflaquecido cuerpo y lo sentó. La cabeza cayó de costado, sobre el hombro. — Mi amor — susurraba él continuamente —. Mi amor… Los párpados de Lakshmi se agitaron y se abrieron un momento. — Más luminosa — dijo el susurro apenas audible —, más luminosa. — Y una sonrisa de dicha intensa hasta el júbilo trasformó su rostro. A través de sus lágrimas, el doctor le sonrió. — De modo que ahora puedes soltarte, mi querida. — Le acarició el canoso cabello. — Ahora puedes soltarte. Suelta — insistió —. Abandona este pobre y viejo cuerpo. Ya no lo necesitas. Deja que se desprenda de ti. Abandónalo aquí como un montón de ropas gastadas. En el rostro descarnado, la boca había quedado abierta, y de pronto la respiración se hizo estertorosa. — Mi amor, mi pequeño amor… — El doctor la apretó más contra sí. — Suéltate ahora, suelta. Déjalo aquí, ese cuerpo gastado, y sigue adelante. Sigue, mi querida, avanza hacia la Luz, hacia la paz, hacia la viva paz de la Clara Luz… Susila tomó una de las fláccidas manos y la besó; luego se volvió hacia la pequeña Radha. — Es hora de irnos — susurró, tocando el hombro de la joven. Interrumpida en sus meditaciones, Radha abrió los ojos, asintió y, poniéndose de pie, se dirigió en silencio, en puntillas de pies, hacia la puerta. Susila hizo una señal a Will, y ambos la siguieron. En silencio, los tres caminaron por el corredor. En la puerta batiente Radha se despidió. — Gracias por dejarme estar con ustedes — musitó. Susila la besó. — Gracias a ti por ayudarnos a hacerlo todo más fácil para Lakshmi. Will siguió a Susila a través del vestíbulo y a la cálida y fragante obscuridad exterior. En silencio comenzaron a bajar hacia el mercado. — Y ahora — dijo él al cabo, hablando bajo una extraña compulsión de negar su emoción, en una exhibición del tipo de cinismo más vulgar — supongo que ella correrá a hacer una pequeña maithuna can su amante. — En rigor — respondió Susila con serenidad —, tiene servicio nocturno. Pero si no fuera así, ¿qué habría de malo en pasar del yoga de la muerte al yoga del amor? Will no contestó en seguida. Pensaba en lo que había sucedido entre él y Babs la noche del funeral de Molly. El yoga del antiamor, el yoga de la adicción rechazada, del apetito carnal y de la repugnancia consigo mismo que refuerza al yo y lo hace más repugnante aun. — Lamento haber tratado de mostrarme desagradable — dijo al cabo. — Es el fantasma de su padre. Tendremos que ver si podemos exorcizarlo. Habían cruzado el mercado y ahora, al extremo de la breve calle que salía de la aldea, llegaron al espacio abierto donde se encontraba estacionado el jeep. Cuando Susila entró en la carretera, la luz de los focos iluminó un pequeño vehículo verde que tomaba, colina abajo, por el atajo. — ¿No es ese el Austin Baby real? — Es — contestó Susila, y se preguntó adonde iban la rani y Murugan a esa hora de la noche. — Seguro que no están por hacer nada bueno — supuso Will. Y en un repentino impulso le habló a Susila de su misión viajera encomendada por Joe Aldehyde, de sus tratos con la reina madre y con Mr. Bahu. — Si mañana me deportaran, estarían muy justificados. — Ahora que ha cambiado de idea, no — le aseguró ella —. Y de cualquier manera, nada de lo que hubiese podido hacer habría modificado el verdadero problema. Nuestro enemigo es el petróleo en general. No hay diferencia alguna para nosotros en el hecho de que nos explote la South East Asia Petroleum o la Standard de California. — ¿Sabían que Murugan y la rani conspiraban contra ustedes? — No hacen ningún secreto de ello. — ¿Y entonces por qué no los expulsan? — Porque inmediatamente habrían sido traídos de vuelta por el coronel Dipa. La rani es una princesa de Rendang. Si la expulsáramos, eso se convertiría en un casus belli. — ¿Y qué pueden hacer entonces? — Tratar de mantenerlos en orden, hacerlos cambiar de idea, esperar un final feliz y estar preparados para lo peor. — Luego, después de un silencio, preguntó —: ¿Le dijo el doctor Robert que usted podía tomar la medicina moksha — Y cuando Will asintió —: ¿Le agradaría probarla? — ¿Ahora? — Ahora. Es decir, si no le molesta estar toda la noche despierto. — Nada me gustaría más. — Puede que descubra que nada le ha gustado menos — le previno Susila —. La medicina moksha puede trasportarlo al cielo, pero también puede llevarlo al infierno. O a los dos, al mismo tiempo o alternativamente. O (si tiene suerte o se ha preparado para ello) más allá de los dos. Y luego más allá del más allá, de vuelta al punto de partida… de vuelta aquí, de vuelta a Nueva Rothamsted, de vuelta a las ocupaciones de costumbre. Sólo que ahora, por supuesto, las ocupaciones de costumbre son totalmente distintas. XV Uno, dos, tres, cuatro… El reloj de la cocina dio las doce. ¡Cuan absurdo, ahora que el tiempo había dejado de existir! Las campanadas ridículas, importunas, habían resonado en el corazón de un Acontecimiento intemporalmente presente, de un Ahora que se convertía, en forma incesante, en una dimensión, no de segundos y minutos, sino de belleza, de significación, de intensidad, de misterio cada vez más profundo. «Luminosa bienaventuranza.» De los hondones de su mente surgieron las palabras como burbujas, llegaron a la superficie y desaparecieron en los infinitos espacios de luz viva que ahora palpitaban y respiraban detrás de sus párpados cerrados. «Luminosa bienaventuranza.» Eso era todo lo que podía uno acercarse a la descripción de la experiencia. Pero eso — ese Acontecimiento intemporal y sin embargo continuamente cambiante — era algo que las palabras sólo podían caricaturizar y reducir, pero jamás expresar. La comprensión de todo, pero sin conocimiento de nada. El conocimiento implicaba un conocedor, y toda la infinita diversidad de cosas conocidas y cognoscibles. Pero allí, detrás de sus párpados cerrados, no existía espectáculo ni espectador. Estaba sólo su hecho experimentado de sentirse dichosamente unido a la unidad. En una sucesión de revelaciones, la luz se hizo más intensa, la comprensión se ahondó, la dicha se tomó más imposible, más insoportablemente viva. «¡Dios! — se dijo —. ¡Oh mi Dios querido!» Luego, desde otro mundo, oyó el sonido de la voz de Susila. — ¿Tiene ganas de decirme lo que está ocurriendo? Pasó mucho tiempo antes de que Will le contestara. Hablar resultaba difícil. No porque existiese impedimento físico alguno, sino porque las palabras parecían tan fatuas, tan totalmente carentes de sentido. — Luz — susurró al cabo. — ¿Y usted está ahí, contemplando la luz? — No contemplándola — respondió después de una larga pausa reflexiva —. Siéndola. Siéndola — repitió con énfasis. Su presencia era la ausencia de él. William Asquith Farnaby: en definitiva y en esencia esa persona no existía. En definitiva y en esencia sólo había una luminosa bienaventuranza, sólo una comprensión sin conocimiento, sólo unión con la unidad en una conciencia ilimitada, indiferenciada. Ese, por supuesto, era el estado natural de la mente. Pero no menos evidentemente también había existido el testigo profesional de ejecuciones, ese adicto de Babs que se odiaba a sí mismo; también existían tres mil millones de conciencias aisladas, cada una colocada en el centro de un mundo de pesadilla, en el cual era imposible que nadie que tuviese ojos en la cara o un poco de honestidad aceptase un sí por respuesta. ¿Por qué siniestro milagro el estado natural del espíritu se había convertido en esas Islas del Diablo de miseria y delincuencia? En el firmamento de dicha y comprensión, como murciélagos dibujados contra el horizonte del ocaso, había un entrecruzamiento de ideas recordadas y los restos de sentimientos anteriores. Pensamientos-murciélagos de Plotino y los gnósticos, del Uno y sus emanaciones, hundiéndose, hundiéndose cada vez más en un espeso horror. Y luego sentimientos-murciélagos de cólera y disgusto, cuando los espesos horrores se convertían en los recuerdos específicos de lo que el Will Asquith Farnaby esencialmente inexistente había visto y hecho, infligido y sufrido. Pero detrás y en torno e incluso dentro de esos fugaces recuerdos estaba el firmamento de felicidad y paz y comprensión. Puede que hubiera algunos murciélagos en el cielo del ocaso; pero seguía en pie el hecho de que el espantoso milagro de la creación se había invertido. De persona preternaturalmente desdichada y delincuente, había sido desintegrado en un espíritu puro, en un espíritu en su estado natural, ilimitado, indiferenciado, luminosamente dichoso, desconocido. Luz aquí, luz ahora. Y porque estaba infinitamente aquí e intemporalmente ahora, no había nadie fuera de la luz para mirar la luz. El hecho era la conciencia; la conciencia, el hecho. De otro mundo, de algún lugar situado a la derecha, le llegó otra vez el sonido de la voz de Susila. — ¿Se siente feliz? — le preguntaba. Una oleada de radiación más fuerte barrió todos los fugaces pensamientos y recuerdos. Ahora no quedaba nada más que una cristalina trasparencia de dicha. Sin hablar, sin abrir los ojos, sonrió y asintió. — Eckhart lo llamó Dios — continuó ella —. «Una felicidad tan arrobadora, tan inconcebiblemente intensa, que nadie puede describirla. Y en medio de ella Dios resplandece y llamea sin cesar.» Dios resplandece y llamea… Era tan asombrosa, tan cómicamente exacto, que Will se sorprendió riendo. — Dios como una casa en llamas — jadeó —. Dios el 14 de julio. — Y una vez más estalló en carcajadas cósmicas. Detrás de sus párpados cerrados un océano de felicidad luminosa fluía hacia arriba como una catarata invertida. Fluía hacia arriba, de la unión hacia una unión más completa, de la impersonalidad a una trascendencia aun más absoluta del yo. — Dios el 14 de julio — repitió, y, desde el corazón de la catarata, lanzó una risita final de reconocimiento y comprensión. — ¿Y qué hay del 15 de julio? — interrogó Susila —. ¿De la mañana siguiente? — No existe tal mañana siguiente. Ella meneó la cabeza. — Suena sospechosamente a un Nirvana. — ¿Qué tiene eso de malo? — El Puro Espíritu, cien por ciento puro… es un trago al que sólo se dedican los más empedernidos bebedores de contemplación. Los Bodhisattvas diluyen su Nirvana con partes iguales de amor y trabajo. — Esto es mejor — insistió Will. — Quiere decir que es más delicioso. Por eso constituye una tan enorme tentación. La única tentación a la que Dios podría sucumbir. El fruto de la ignorancia del bien y del mal. ¡Qué celestial exquisitez, qué superfruto del mango! Dios se ha venido atiborrando de él durante billones de años. Y de pronto aparece el Homo sapiens, surge el conocimiento del bien y del mal. Dios tuvo que dedicarse a un tipo de fruto menos apetitoso. Usted acaba de comer una tajada del primitivo superfruto, de modo que puede simpatizar con él. Crujió una silla, hubo un susurro de faldas, luego una serie de ruiditos atareados que no le fue posible interpretar. ¿Qué estaba haciendo ella? Habría podido contestar la pregunta nada más que con abrir los ojos. Pero en fin de cuentas, ¿a quién le importaba qué podía estar haciendo? Nada tenía importancia alguna, salvo ese llameante ascenso de dicha y comprensión. — Del superfruto al fruto del conocimiento… Lo haré pasar del uno al otro. — declaró Susila — en etapas paulatinas. Hubo un chirrido. De las profundidades, una burbuja de reconocimiento llegó a la superficie de la conciencia. Susila había puesto un disco en el plato de un gramófono, y ahora el aparato se encontraba en marcha. — Juan Sebastián Bach — la oyó decir —. La música más próxima al silencio, más próxima, a pesar de ser tan altamente organizada, al Espíritu puro, cien por ciento puro. El chirrido fue reemplazado por sonidos musicales. Otra burbuja de reconocimiento subió a la superficie; estaba escuchando el Cuarto Concierto Brandemburgués. Era el mismo, por supuesto, que el Cuarto Brandemburgués que tan a menudo había escuchado en el pasado… el mismo y sin embargo completamente distinto. Ese allegro… lo conocía de memoria. Lo que quería decir que se encontraba en las mejores condiciones posibles para advertir que en realidad nunca lo había escuchado hasta entonces. Por empezar, ya no era él, William Asquith Farnaby, quien lo escuchaba. El allegro se revelaba como un elemento del gran Acontecimiento presente, una manifestación apenas alejada de la luminosa dicha. O quizás eso era decirlo con poca energía. En otra modalidad, el allegro era la luminosa dicha; era la comprensión desconocedora de todo lo percibido gracias a una porción de conocimiento especial; era conciencia indiferenciada fragmentada en notas y frases, y sin embargo autoincluyentemente ella misma. Estaba al mismo tiempo aquí, allá y en ninguna parte. La música que como William Asquith Farnaby había escuchado cien veces, renacía ahora como una conciencia sin dueño. Y por eso la escuchaba entonces como por primera vez. Sin dueño, el Cuarto Brandemburgués tenía una intensidad de belleza, una profundidad de significación intrínseca, incomparablemente mayores que lo que había encontrado hasta entonces en la misma música cuando era su propiedad privada. — Pobre idiota — subió una burbuja de comentario irónico. El pobre idiota no había querido aceptar un sí por respuesta en terreno alguno que no fuese el estético. Y mientras tanto se había estado negando, por el solo hecho de ser él mismo, toda la belleza y la significación a las que con tanto apasionamiento deseaba decirles sí. William Asquith Farnaby no era más que un filtro barroso, a ambos lados del cual los seres humanos, la naturaleza y aun su amado arte surgían borrosos y manchados, más pequeños, más distintos y más feos de lo que eran. Esa noche, por primera vez, su conciencia de una pieza de música era totalmente libre. Entre la mente y el sonido, entre la mente y la estructura, entre la mente y la significación, no existía ya babel alguna de impertinencias biográficas para ahogar la música o crear una discordancia sin sentido. Esa noche el Cuarto Brandemburgués era un puro dato… no, un bendito donum, no corrompido por la historia personal, por ideas de segunda mano, por las estupideces arraigadas con las que, como toda persona, el pobre idiota que no quería (y en arte era evidente que no podía) aceptar un sí por respuesta había recargado los dones de la experiencia inmediata. Y esa noche el Cuarto Brandemburgués no era sólo una Cosa en Sí, sin dueño; era, además, en cierto modo imposible, un Acontecimiento Presente de duración infinita. O más bien (y en forma más imposible aun, dado que tenía tres movimientos y era tocado en su velocidad habitual) carecía de duración. El metrónomo presidía cada una de sus frases, pero la suma de éstas no era un lapso de minutos y segundos. Había tempo, pero no tiempo. ¿Y qué había entonces? — Eternidad — se vio obligado a contestar Will. Era una de esas feas palabras metafísicas que ningún hombre decente soñaría con pronunciar siquiera para sus adentros, y menos aun en público —. Eternidad, hermanos — dijo en voz alta —. Eternidad, bla, bla. — El sarcasmo, como estaba seguro de que sucedería, surgió completamente desinflado. Esa noche las cuatro sílabas eran no menos concretamente significativas que las cuatro letras de otra clase de palabras tabú. Volvió a reír. — ¿Dónde está la gracia? — interrogó Susila. — La eternidad — respondió él —. Créalo o no, es tan real como la m… — ¡Excelente! — aprobó ella. Will permaneció inmóvil, siguiendo con el oído y el ojo interiores los entrelazados torrentes de sonido, los entrelazados torrentes de luces congruentes y equivalentes, que fluían, intemporales, de una secuencia a la otra. Y cada frase de esa conocidísima música familiar era una revelación de belleza sin precedentes, que manaba hacia arriba, como una fuente múltiple, en otra revelación tan novedosa y sorprendente como ella misma. Torrente dentro de torrente… el del solo de violín, los múltiples del clavicordio y la pequeña orquesta de cuerdas. Separados, distintos, individuales… y sin embargo cada uno de los torrentes era una función de todos los demás, cada uno era en virtud de su relación con el todo del cual formaba parte. — ¡Cielos! — se oyó musitar. En una secuencia intemporal, los dos parlantes sostenían una sola nota prolongada. Una nota sin parciales superiores, clara, trasparente, divinamente vacía. Una nota (la palabra subió burbujeando) de pura contemplación. Y he ahí otra obscenidad inspiracional que ahora adquiría significado concreto y que podía ser pronunciada sin sentimiento de vergüenza. Contemplación pura, despreocupada, ajena a las contingencias, exterior al contexto de los juicios morales. A través de las luces ascendentes entrevió un vistazo, en el recuerdo, del rostro radiante de Radha cuando hablaba del amor como contemplación, y de Radha otra vez, sentada con las piernas cruzadas, en la concentrada intensidad de la inmovilidad, al pie de la cama donde Lakshmi yacía moribunda. Esa larga nota pura era el significado de sus palabras, la expresión audible de su silencio. Pero siempre, fluyendo a través y junto con el celestial vacío de esa pulsación contemplativa, estaba el rico sonido, vibración dentro de apasionada vibración, del violín. Y rodeándolos, rodeando las notas de desapego contemplativo y las notas de apasionada dedicación, estaba esa red de secos tonos agudos arrancados de las cuerdas del clavicordio. Espíritu e instinto, acción y visión… y en torno de ellos la red del intelecto. Eran abarcados por el pensamiento discursivo, pero resultaba evidente que lo eran sólo desde afuera, en términos de un orden de experiencias radicalmente diferente de lo que el pensamiento discursivo pretende explicar. — Es como un positivista lógico — dijo. — ¿Qué? — Ese clavicordio. Como un positivista lógico, pensaba en la superficie de la mente, mientras en las profundidades se desplegaba el gran Acontecimiento intemporal de luz y sonido. Como un positivista lógico que hablase sobre Plotino y Julie de Lespinasse. La música volvió a cambiar, y ahora era el violín el que sostenía (¡cuan apasionadamente!) la prolongada nota de contemplación, mientras los dos parlantes recogían el tema de la dedicación activa y lo repetían — la forma idéntica impuesta a otra sustancia — en el modo del desapego. Y allí, bailando entre ambos y fuera de ambos, estaba el positivista lógico, absurdo pero indispensable, tratando de explicar, en un lenguaje inconmensurable con los hechos, qué era todo eso. En la eternidad que era tan real como la m… siguió escuchando los torrentes entretejidos de sonido, continuó contemplando los torrentes entrelazados de luz, siguió siendo (allá, aquí, en ninguna parte) todo lo que veía y oía. Y entonces, de súbito, el carácter de la luz sufrió un cambio. Los torrentes entrecruzados, que eran las primeras diferenciaciones fluidas de una comprensión del lado más lejano de todo conocimiento particular, habían dejado de ser un continuo. En cambio surgía de pronto esa interminable sucesión de formas separadas… formas aún manifiestamente cargadas de la luminosa dicha de ser indiferenciadas, pero ahora limitadas, aisladas, individualizadas. Plata y rosa, amarillo y verde pálido y azul genciana, una sucesión interminable de esferas luminosas subió desde alguna fuente escondida de formas y, al compás de la música, se consteló voluntariamente en disposiciones de increíble complejidad y belleza. Era una fuente inagotable, que fluía en esquemas conscientes, en enrejados de estrellas vivas. Y mientras las contemplaba, mientras vivía: su vida y la vida de esa música que era el equivalente de todas ellas, continuaban disponiéndose en otros enrejados que llenaban las tres dimensiones de un espacio interior y se convertían sin cesar en otra dimensión intemporal de calidad y significación. — ¿Qué oye? — le preguntó Susila. — Oigo lo que veo — respondió Will —. Y veo lo que oigo. — ¿Y cómo lo describiría? — Tiene el aspecto — contestó Will después de un largo silencio —, tiene el sonido de la creación. Sólo que no es una cosa única. Es una creación ininterrumpida, perpetua. — Perpetua creación que sale del no-que, de ninguna parte, y llega al algo y a alguna parte… ¿no es eso? — Eso es. — Está usted progresando. Si las palabras hubieran salido con más facilidad y, una vez pronunciadas, hubiesen sido un poco menos carentes de sentido, Will le habría explicado que la comprensión sin conocimiento y la dicha luminosa eran muchísimo mejores que Juan Sebastián Bach. — Está progresando — repitió Susila —. Pero todavía tiene mucho que andar. ¿Qué opina de abrir los ojos? Will sacudió la cabeza con énfasis. — Es hora de que se conceda una oportunidad de descubrir qué es qué. — Qué es qué es esto — murmuró él. — No lo es — le aseguró ella —. Todo lo que ha visto y oído y sido es sólo el primer qué. Ahora tiene que contemplar el segundo. Mire, y luego únalos en un sólo qué es qué incluyente. Abra, pues, los ojos, Will. Ábralos de par en par. — Muy bien — respondió él al cabo, a desgana, con una aprensiva sensación de inminente desdicha, y abrió los ojos. La iluminación interior fue devorada por otro tipo de luz. La fuente de formas, los orbes coloreados, en sus disposiciones conscientes y sus esquemas voluntariamente cambiantes, fueron sustituidos por una composición estática de verticales y diagonales, de planos y cilindros, todo ello compuesto de un material que parecía ágata viva, y todo surgido de una matriz de madreperla viva y palpitante. Como un ciego recién curado, que se ve por primera vez ante el misterio de la luz y el color, miró con asombro e incomprensión. Y entonces, después de otros veinte intemporales compases del Cuarto Brandemburgués, una burbuja de explicación apareció en la conciencia. De pronto se dio cuenta de que estaba viendo una mesita cuadrada, y más allá de la mesa una mecedora, y más allá de ésta una pared desnuda de yeso enjalbegado. La explicación fue tranquilizadora, porque en la eternidad que experimentó entre el momento de abrir los ojos y el conocimiento emergente de lo que estaba viendo, el misterio que tenía ante sí se había hecho más hondo, trasformándosé, de una inexplicable belleza en una consumación de esplendorosa alienación que, mientras miraba, lo llenó de una especie de horror metafísico. Y bien, ese aterrador misterio estaba compuesto nada más que de dos muebles y un trozo de pared. El temor se apaciguó, pero el asombro no hizo más que aumentar. ¿Cómo era posible que cosas tan familiares y comunes pudieran ser eso? Resultaba evidente que no era posible; y sin embargo ahí e» taba, ahí estaba. Su atención se trasladó de las construcciones geométricas de ágata parda al fondo perlino de las mismas. Conocía el nombre de ese fondo: «pared», pero en el hecho experimentado era un proceso vivo, una serie continuada de transustanciaciones de yeso y cal en la materia de un cuerpo sobrenatural… en una divina carne que, mientras la observaba, se modulaba continuamente, pasando de gloria en gloria. En lo que las burbujas-palabras habían tratado de explicar como compuesto de cal, cierto espíritu modelador formaba una interminable sucesión de los matices más delicadamente discriminados, al mismo tiempo débiles e intensos, que salían de la latencia y rozaban la piel divinamente radiante del cuerpo divino. ¡Maravilloso, maravilloso! Y debía de haber otros milagros, nuevos mundos que conquistar y por los cuales ser conquistado. Volvió la cabeza hacia la izquierda y allí (las palabras adecuadas subieron burbujeando casi en seguida) estaba la gran mesa de tapa de mármol en la que habían cenado. Y ahora, densas y veloces, subieron más burbujas. Ese palpitante apocalipsis llamado «mesa» habría podido ser considerado un cuadro de algún cubista místico, algún inspirado Juan Gris con el alma de un Traherne y un talento para pintar milagros con joyas conscientes y con los mutables talantes de pétalos de lirio acuático. Volvió la cabeza un poco más hacia la izquierda y lo sorprendió una llamarada de gemas. ¡Y qué extraña joyería! Estrechas losas de esmeralda y topacio, de rubí y zafiro y lapizlázuli, refulgentes, hilera sobre hilera, como otros tantos ladrillos en una muralla de la Nueva Jerusalén. Entonces — al final, no al principio — llegó la palabra. Al principio fueren las joyas, las vidrieras de colores, las murallas del paraíso. Sólo después, mucho después, se presentó la palabra «anaquel de libros» para ser considerada en sí misma. Will apartó la mirada de los libros-joyas y se encontró en el seno de un paisaje tropical. ¿Por qué? ¿Dónde? Y recordó que cuando (en otra vida) entró por primera vez en la habitación, había advertido, sobre los anaqueles, una acuarela grande y de pésima calidad. Entre dunas de arena y grupos de palmeras, un estuario se alejaba hacia el mar abierto, y sobre el horizonte enormes montañas de nubes se erguían en un cielo pálido. «Débil», subió la palabra-burbuja. La tela, y ello resultaba muy evidente, era la obra de un aficionado no muy talentoso. Pero eso no tenía importancia ahora, porque el paisaje había dejado de ser un cuadro para convertirse en el tema del cuadro: un verdadero río, un mar de verdad, verdadera arena relumbrando al sol, auténticos árboles sobre el fondo de un cielo real. Real a la enésima potencia, real hasta el punto de lo absoluto. Y ese río real que se mezclaba a un mar de verdad era su propio ser que se hundía en Dios. «¿Dios entre comillas?» preguntó una burbuja irónica. «¿O Dios (¡) en un sentido modernista, pickwickiano?» Will meneó la cabeza. La respuesta era Dios a secas… el Dios en el cual no se podía creer, pero que era evidentemente el hecho que tenía ante sí. Y sin embargo el río seguía siendo un río, el mar era el océano Indico. No otra cosa disfrazada. Eran inequívocamente ellos. Pero, al mismo tiempo, inequívocamente Dios. — ¿Dónde está ahora? — le preguntó Susila. Sin volver la cabeza en su dirección, Will respondió: — En el cielo, supongo — y señaló el paisaje. — ¿En el cielo… todavía? ¿Cuándo piensa aterrizar aquí? Otra burbuja de recuerdo surgió de los fangosos bajíos. — «Algo mucho más profundamente interfundido, Cuya morada es la luz de no sé qué.» — Pero Wordsworth también hablaba de la tranquila y triste música de la humanidad. — Por suerte — replicó Will —, en este paisaje no hay;eres humanos. — Ni siquiera animales — agregó ella con una risita —. Sólo nubes y los árboles más engañosamente inocentes. Por eso será mejor que mire lo que hay en el suelo. Will bajó la vista. La veta de las tablas del piso eran un mar castaño, y el río pardo era un diagrama remolineante, fluido, de la divina vida del mundo. En el centro de ese diagrama se encontraba su propio pie derecho, descalzo bajo las correas de su sandalia, y sorprendentemente tridimensional, como el pie de mármol, revelado por una linterna, de alguna heroica estatua. «Tablas», «veta», «pie»: a través de las gárrulas palabras explicativas el misterio lo contemplaba, impenetrable y a la vez, cosa paradójica, comprendido. Entendido con una comprensión sin conocimiento a la que, a pesar de los objetos presentidos y los nombres recordados, estaba aún abierto. De repente, con el rabo del ojo, entrevió un fugaz movimiento veloz. La accesibilidad a la dicha y a la comprensión era también, advirtió, una accesibilidad al terror, a la incomprensión total. Como alguna extraña criatura alojada en su pecho y retorciéndose, angustiada, su corazón comenzó a palpitar con una violencia que lo hizo estremecerse. En la repugnante certidumbre de que estaba a punto de ver al Horror Esencial, Will volvió la cabeza y miró. — Es uno de los lagartos domesticados de Tom Krishna — lo tranquilizó ella. La luz era tan intensa como siempre, pero la luminosidad había cambiado de signo. Una lumbre de pura malignidad irradiaba de todas las escamas gris verdosas del lomo de la criatura, de sus ojos de obsidiana y del latido de su garganta carmesí, de los bordes acorazados de sus fosas nasales y de su boca que era como una hendidura. Apartó la vista En vano. El Horror Esencial lo miraba desde todas partes. Las composiciones del místico cubista se habían convertido en complicadas máquinas para no hacer nada malévolo. El paisaje tropical en el cual, había experimentado la unión de su ser con la del ser de Dios era ahora, simultáneamente, la más repelente oleografía victoriana y la realidad del infierno. En sus anaqueles, las hileras de libros-joyas fulgían con un millar de vatios de obscuridad visible. ¡Y cuan vulgares se habían vuelto esas gemas del abismo, cuan indescriptiblemente vulgares! Donde antes se veía oro y perlas y piedras preciosas ahora sólo había adornos de árboles de Navidad, sólo el superficial resplandor del plástico y de la hojalata barnizada. Todo continuaba palpitando de vida, pero de vida de una tienda infinitamente siniestra. Y eso, afirmó entonces la música, era lo que la Omnipotencia creaba perpetuamente: un Woolworth cósmico atestado de horrores producidos en masa. Horrores de vulgaridad y horrores de dolor, de crueldad y mal gusto, de imbecilidad y malicia deliberada. — No es una salamanca — oyó que decía Susila —, no es uno de sus bonitos lagartos caseros. Es un sombrío desconocido de la selva, un chupador de sangre. Es claro, no chupan sangre. Sólo tienen la garganta roja y la cabeza se les vuelve purpúrea cuando se excitan. De ahí el estúpido nombre. ¡Mire! ¡Ahí va! Will volvió a bajar la vista. Preternaturamente real, el escamoso horror, con sus negros ojos inexpresivos, su boca asesina, su garganta color rojo sangre palpitando mientras el resto del cuerpo permanecía tendido sobre el suelo, inmóvil como si estuviese muerto, se encontraba ahora a veinte centímetros de su pie. — Ha visto su cena — dijo Susila —. Mire allá, a la izquierda, al borde de la alfombra. Will volvió la cabeza. — Gongyilus gongyloides — continuó ella —. ¿Se acuerda? Sí, se acordaba. La mantis religiosa que se había posado en su cama. Entonces sólo había visto un insecto de aspecto extraño. Ahora veía un par de monstruos de tres centímetros de largo, exquisitamente horribles, en el acto del acoplamiento. Su palidez azulada estaba cruzada de barras y venas rosadas, y las alas que se agitaban continuamente, como pétalos en una brisa, tenían en los bordes una sombra de un violeta intenso. Un remedo de flores. Pero las formas de los insectos resultaban inconfundibles. Y ahora los propios colores de flores sufrieron un cambio. Las alas temblorosas eran los apéndices de dos aparatos brillantemente esmaltados de la tienda de artículos de oportunidad, dos modelos funcionales de una pesadilla, dos máquinas en miniatura para la copulación. Y en ese momento, una de las máquinas de pesadilla, la hembra, volvió la cabecita chata, toda boca y abultados ojos, ubicada en el extremo del largo cuello… La volvió y (¡ Dios!) comenzó a devorar la cabeza de la máquina macho. Primero mascó un ojo purpúreo, luego la mitad de la cara azulada. Lo que quedaba de la cabeza cayó al suelo. No contenido ya por el peso de los ojos y las mandíbulas, el cuello seccionado se agitaba locamente. La máquina femenina mordisqueó el muñón del que rezumaba un líquido y, mientras el macho decapitado continuaba sin interrumpirse su parodia de Ares en brazos de Afrodita, prosiguió mascando metódicamente. Con el rabillo del ojo Will percibió otro acceso dé movimiento, volvió la cabeza de golpe y pudo ver el lagarto arrastrándose hacia su pie. Más cerca, cada vez más cerca. Volvió los ojos, aterrorizado. Algo le rozó los dedos de los pies y siguió, haciéndole cosquillas en el empeine. Las cosquillas cesaron, pero pudo sentir un peso en el pie, un seco contacto escamoso. Quiso gritar, pero no tenía voz y, cuando trató de moverse, los músculos se negaron a obedecerle. Intemporal, la música había entrado en el Presto final. Horror en vivaz marcha hacia adelante, horror de vestimenta rococó dirigiendo la danza. Absolutamente inmóvil, a no ser por el latido de su garganta roja, el horror escamoso que le pesaba sobre el empeine permaneció contemplando con ojos inexpresivos su presa predestinada. Entrelazados, los dos pequeños modelos funcionales de una pesadilla se estremecían cómo pétalos acariciados por el viento, y se sacudían espasmódicamente por los tormentos simultáneos de la muerte y la cópula. Pasó siglo intemporal; compás tras compás, la alegre danza de la muerte proseguía. De pronto su piel fue arañada por minúsculas garras. El chupador de sangre había descendido del pie al suelo. Durante una vida entera se quedó allí, inmóvil. Luego, con increíble velocidad, se precipitó a través de las tablas del piso y subió a la estera. La boca-hendidura se abrió y volvió a cerrarse. Sobresaliendo de las mandíbulas, el borde de un ala teñida de violeta continuó vibrando, como un pétalo de orquídea en la brisa; un par de patas se agitaron locamente un instante, para desaparecer en seguida. Will se estremeció y cerró los ojos. Pero a través de la frontera de las cosas intuidas y las cosas recordadas, de las cosas imaginadas, el Horror lo perseguía. En el resplandor fluorescente de la luz interior, una columna interminable dé brillantes insectos y relucientes reptiles ascendía en diagonal, de izquierda a derecha, saliendo de una oculta fuente de pesadilla, hacia una consumación monstruosa y desconocida. Millones de Gongylus gongyloides, y en el centro de ellos innumerables chupadores de sangre. Comiendo y comidos… eternamente. Y mientras tanto — violín, flauta y clavicordio — el Presto final del Cuarto Brandemburgués trotaba intemporalmente hacia adelante. ¡ Qué encantadora y pequeña marcha de muerte rococó! Izquierda, derecha, izquierda, derecha… ¿Pero cuál era la voz de mando para los hexápodos? Y de pronto ya no fueron hexápodos, sino bípedos. La interminable columna de insectos se había convertido de golpe en una interminable columna de soldados. Marchaban como había visto marchar a los camisas pardas en Berlín, un año antes de la guerra. Miles y miles, con las banderas tremolando, los uniformes reluciendo en la luz infernal, como excremento iluminado. Innumerables como insectos, y cada uno de ellos se movía con la precisión de una máquina, la perfecta docilidad de un perro adiestrado. ¡Y las caras, las caras! Había visto los primeros planos de los noticiosos cinematográficos alemanes, y ahora las veía de vuelta, preternaturalmente reales, tridimensionales y vivas. El rostro monstruoso de Hitler, con la boca abierta, gritando. Y las caras de los que lo escuchaban. Gigantescos rostros de idiotas, inexpresivos y receptivos. Rostros de sonámbulos con los ojos enormemente abiertos. Caras de jóvenes ángeles nórdicos arrobados en la Visión Beatífica. Rostros de santos barrocos a punto de caer en éxtasis. Rostros de amantes al borde del orgasmo. Un Pueblo, Un Reino, Un Líder. La unión con la unidad de un enjambre de insectos. La comprensión sin conocimiento de la insensatez y el diabolismo. Y luego la cámara cinematográfica volvía a las apretadas filas, a las svásticas, las charangas, el aullador hipnotista de la tribuna. Y una vez más, en el fulgor de su luz interior, aparecía la parda columna como de insectos, marchando, infinita, al compás de esa música rococó de horror. Adelante, soldados nazis; adelante, soldados de Cristo; adelante, marxistas y musulmanes, adelante, todos los pueblos elegidos, todos los cruzados y los dirigentes de guerras santas. ¡Adelante, hacia la desdicha, hacia toda la perversidad, hacia la muerte! Y de pronto Will se vio contemplando lo que sería la columna en marcha cuando llegase a su destino: millares de cadáveres en el fango coreano, innumerables paquetes de basura salpicando el desierto africano. Y ahí (porque la escena cambiaba con desconcertante rapidez y repentinidad), ahí estaban los cinco cadáveres cubiertos de moscas que había visto unos meses antes, cara al cielo y con la garganta abierta, en el patio de una granja argelina. Ahí, salida de un pasado de casi veinte años de antigüedad, estaba la anciana, muerta y desnuda, en los escombros de una casa de estuco de St. John's Wood. Y ahí, sin transición, estaba su propio dormitorio amarillo y gris, y en el espejo de la puerta del ropero se reflejaban dos cuerpos pálidos, el de él y él de Babs, copulando ron frenesí al compás de sus recuerdos del funeral de Molly y de la melodía, trasmitida por radio Stuttgart, de la música para Viernes Santo tomada de Parsifal. La escena volvió a cambiar y, festoneada de estrellas de hojalata y lamparillas de colores, el rostro de la tía Mary le sonrió con alegría y se trasformó, ante sus ojos, en la cara de la maligna y quejumbrosa desconocida que había ocupado el lugar de ella durante las últimas espantosas semanas, antes de la trasformación final en basura. Una radiación de amor y bondad, y luego bajó una cortina, se cerró una ventana, giró una llave y… Y allí estaban los dos: ella en su cementerio y él en su cárcel personal condenado a encierro solitario y, un día cualquiera, a muerte. La Agonía en la Tienda de Oportunidades. La Crucifixión entre adornos de árbol de Navidad. Afuera o adentro, con los ojos abiertos o cerrados, no había huida posible. «No hay huida posible», musitó, y las palabras confirmaron el hecho, lo convirtieron en una horrenda certidumbre que se abría en profundidad tras profundidad de maligna vulgaridad, en infierno tras infierno de sufrimiento absolutamente insensato. Y ese sufrimiento (se le ocurrió con la fuerza de una revelación), ese sufrimiento no sólo era insensato; además era acumulativo, se perpetuaba por sí mismo. Por cierto, sin duda alguna, tal como había llegado para Molly y la tía Mary y los demás, k muerte también llegaría para él. Llegaría para él, pero nunca para ese temor, para ese enfermizo disgusto, para esas laceraciones de remordimiento y repugnancia. Inmortal en su carencia de sentido, el sufrimiento continuaría eternamente. En todo otro sentido uno era grotesca, despreciablemente finito. Pero no en lo referente al sufrimiento. Ese obscuro, denso y pequeño coágulo que uno llamaba «yo» era capaz de sufrir hasta el infinito, y a pesar de la muerte el sufrimiento continuaría por siempre jamás. Los dolores de la vida y los de la muerte, la rutina de los sucesivos tormentos en la tienda de oportunidades y la crucifixión final en una llamarada de vulgaridad de plástico y hojalata… en repercusión, continuamente amplificada… eso siempre existiría. Y los dolores eran incomunicables, el aislamiento completo. La conciencia de que uno existía era la conciencia de que uno estaba siempre solo. Tan solo en la almizclada alcoba de Babs como en su dolor de oídos o en su brazo fracturado, como lo estaría en su cáncer final, cuando pensaba que todo había terminado, con la inmortalidad del sufrimiento. De pronto sintió que algo le había sucedido a la música. El tempo había cambiado. Rallentando. Era el final. El final de todo para todos. La airosa marchita de muerte había llevado a los bailarines al borde del risco. Y ahora se tambaleaban sobre el abismo. Rallentando, rallentando. La mortífera caída, la caída hacia la muerte. Y puntuales, inevitables, los dos acordes anticipados, de consumación, la dominante expectante y luego, finís, la fuerte tónica inequívoca. Hubo un chirrido, un seco chasquido y, después, silencio. A través de la ventana abierta se podían escuchar las ranas distantes y el agudo y monótono ruido de los insectos. Y sin embargo, en alguna forma misteriosa, el silencio permanecía intacto. Como moscas en un bloque de ámbar, los sonidos estaban incrustados en un silencio trasparente que eran impotentes para destruir o aun modificar, y al cual eran en todo sentido ajenos. Intemporal, de intensidad en intensidad, el silencio se hizo más hondo. Silencio emboscado, un silencio vigilante, conspiratorio, más siniestro que la espantosa marcha rococó de la muerte que lo había precedido. Ese era el abismo a cuyo borde lo había llevado la música. Al borde, y ahora, por sobre el borde hacia ese silencio eterno. — Infinito sufrimiento — susurró —. Y no se puede hablar, ni siquiera se puede gritar. Crujió una silla, hubo un frufrú de sedas, sintió el viento de un movimiento sobre su rostro, la proximidad de una presencia humana. Detrás de los párpados cerrados sintió, quién sabe cómo, que Susila estaba arrodillada a su lado. Un instante más tarde sintió las manos de ella tocándole la cara… las palmas sobre las mejillas, los dedos en las sienes. El reloj de la cocina produjo un ruidito chirriante y luego comenzó a dar la hora. Uno, dos, tres, cuatro. Afuera, en el jardín, una brisa arrafagada susurraba, intermitente, entre las hojas, Un gallo cantó y un momento más tarde, desde muy lejos, llegó una respuesta, y casi simultáneamente otra y otra. Después una respuesta a las respuestas, y más respuestas. Un contrapunto de desafíos desafiados, de retos retados. Y entonces un tipo distinto de voz se incorporó al coro. Articulada pero inhumana. «Atención — llamó, entre los cantos de gallos y los ruidos de insectos —. Atención. Atención. Atención.» — Atención — repitió Susila, y mientras hablaba Will sintió que los dedos de ella se movían sobre su frente. Muy ligeros, ligerísimos, de las cejas hacia el cabello, de las sienes hacia el entrecejo. Arriba y abajo, de un costado a otro, alisando las contracciones de la mente, los pliegues del desconcierto y el dolor —. Atención a esto. — Y aumentó la presión de las palmas sobre los pómulos de él, de las yemas de los dedos sobre las orejas de Will. — A esto — repitió —. A ahora. Su rostro entre mis dos manos. — La presión disminuyó, los dedos volvieron a moverse sobre la frente. — Atención. — Por encima de un disperso contrapunto de cantos de gallos, el mandato era repetido con insistencia. — Atención. Atención. Aten…. — La voz inhumana se interrumpió en mitad de la palabra. ¿Atención a las manos de ella en su cara? ¿O atención a ese espantoso resplandor de luz interior, a ese vertiginoso ascenso de estrellas de plástico y hojalata, y, a través de la cortina de vulgaridad, a ese paquete de basura que otrora había sido Molly, al espejo del prostíbulo, a los incontables cadáveres en el barro, al polvo, a los escombros? Y ahí estaban otra vez los lagartos, y millones de Gongylus gongyloides, y las columnas en marcha, los rostros arrobados, devotos, de los ángeles nórdicos. — Atención — llamó otra vez el mynah desde el otro costado de la casa —. Atención. Will sacudió la cabeza. — ¿Atención a qué? — A esto. — Y le clavó las uñas en la piel de la frente. — A esto. Aquí y ahora. Y no es nada tan romántico como el sufrimiento o el dolor. Es nada más que el contacto de uñas. Y aunque fuese mucho peor, no podría ser eterno, infinito. Nada es eterno, nada es infinito. Salvo, quizá, la naturaleza de Buda. Movió las manos, y el contacto ya no era con las uñas, sino con la piel. Las yemas de los dedos se deslizaron por las cejas de él y se detuvieron, ligeras, sobre los párpados cerrados. Durante el primer momento, espantado, Will tuvo un miedo mortal. ¿Se disponía a arrancarle los ojos? Permaneció sentado, dispuesto a echar la cabeza hacia atrás y ponerse de pie al primer movimiento de Susila. Pero no sucedió nada. Poco a poco sus temores se apaciguaron; la conciencia de ese contacto íntimo, inesperado, potencialmente peligroso, siguió en pie. Una conciencia tan aguda y — como sus ojos eran supremamente vulnerables — tan absorbente, que no le quedó nada que dedicarle a la luz interior o a los horrores y vulgaridades que ésta le revelaba. — Preste atención — cuchicheó ella. Pero era imposible no prestar atención. Sin embargo, con suavidad y delicadeza, los dedos de Susila habían hurgado hasta el fondo mismo de su conciencia. ¡Y cuan intensamente vivos, advirtió, eran esos dedos! ¡Qué extraño y hormigueante calor fluía de ellos! — Es como una corriente eléctrica — se maravilló. — Pero por fortuna — replicó ella — el cable no trasmite mensajes. Uno toca, y en el acto de tocar es tocado. Comunicación completa, pero nada comunicado. Nada más que un intercambio de vida, eso es todo. — Luego, después de una pausa, continuó —: ¿Se da cuenta, Will, que en todas estas horas que hemos estado sentados aquí — en todos estos siglos, en su caso; en todas estas eternidades — no me miró una sola vez? Ni una. ¿Tiene miedo de lo que podría ver? Él meditó en torno de la pregunta y finalmente asintió. — Quizá sea eso — dijo —. Miedo de ver algo en lo cual tendría que complicarme, algo acerca de lo cual tuviese que hacer algo. — Y por lo tanto se aferró a Bach y a los paisajes y a la Clara Luz del Vacío. — Que usted no quiso dejar que siguiera contemplando — se quejó Will. — ¡Porque el Vacío no le servirá para nada si no puede ver su luz en los Gongylus gongyloide! Y en la gente — agregó —. Cosa que a veces resulta considerablemente más difícil. — ¿Difícil? — Pensó en las columnas en marcha, en los cuerpos reflejados en el espejo, en todos los otros cuerpos caídos boca abajo sobre el fango, y meneó la cabeza. — Es imposible. — No, no es imposible — insistió ella —. Sunyata implica karuttd. El Vacío es luz, pero es también compasión. Les contemplativos ávidos quieren apoderarse de la luz sin preocuparse de la compasión. La gente simplemente buena trata de ser compasiva y se niega a molestarse por la luz. Como de costumbre, se trata de aprovechar lo mejor de dos mundos. Y ahora — agregó — es hora de que abra los ojos y vea qué aspecto tiene un ser humano. Las yemas de los dedos pasaron de los párpados a la frente, a las sienes, bajaron por las mejillas hasta los ángulos de las mandíbulas. Un instante después Will sintió el contacto en sus propios dedos, y Susila le apretaba las dos manos entre las propias. Will abrió los ojos, y por primera vez, después de haber tomado la medicina moksha, se encontró mirándola directamente a la cara. — Dios mío — musitó él al cabo. Susila rió. — ¿Es tan feo como el chupador de sangre? — preguntó. Pero no era cosa de broma. Will meneó la cabeza con impaciencia y continuó mirando. Las órbitas de los ojos eran una sombra misteriosa y, aparte de una pequeña media luna de iluminación en el pómulo, lo mismo sucedía con todo el costado derecho de la cara. El costado izquierdo brillaba con una radiación viva, dorada… preternaturalmente refulgente; pero una luminosidad que no era el fulgor vulgar y siniestro de la obscuridad visible, ni la bienaventurada incandescencia revelada, en la lejana aurora de su eternidad, detrás de sus párpados cerrados y, cuando abrió los ojos, en los libros-joyas, en las composiciones de los místicos cubistas, en el paisaje trasfigurado. Lo que ahora veía era una paradoja de contrarios indisolublemente fundidos entre sí, de luz brillando en la obscuridad, de obscuridad en el corazón mismo de la luz. — No es el sol — dijo por último —, y no es Chartres. Ni la infernal tienda de oportunidades, gracias a Dios. Es todo eso junto, y usted reconociblemente usted, y yo reconociblemente yo… Aunque, ni hay por qué decirlo, ambos somos en todo sentido distintos. Usted y yo por Rembrandt, pero por un Rembrandt unas cinco mil veces más él. — Guardó un instante de silencio; luego, asintiendo en confirmación de lo que acababa de decir, continuó —: Sí, eso es. El sol en Chartres, y vidrieras de colores en la tienda de oportunidades. Y esta última es también la cámara de torturas, el campo de concentración, el matadero con adornos de árbol de Navidad. Y ahora la tienda de oportunidades se invierte, recoge a Chartres y una tajada de sol y se convierte en esto… en usted y yo por Rembrandt. ¿Le encuentra algún sentido? — Todo el sentido del mundo — le aseguró ella. Pero Will estaba demasiado atareado mirándola como para prestar demasiada atención a lo que le contestaba. — Es usted tan increíblemente hermosa — dijo al cabo —. Pero no importaría que fuese increíblemente fea; igual sería algo pintado por un Rembrandt cinco veces más él. Hermosa, hermosa — repitió —. Y sin embargo no quiero acostarme con usted. No, no es cierto; me gustaría acostarme contigo. Me gustaría muchísimo. Pero si no lo hago nunca no importará en modo alguno. Seguiré amándote… amándote en la forma en que se supone que uno tiene que amar a la gente cuando es cristiano. Amor — repitió —, amor… Otra de esas palabras feas. «Enamorado», «hacer el amor»: éstas están bien. Pero el «amor» liso y llano es una obscenidad que no podía pronunciar. Pero ahora, ahora… — .Sonrió y sacudió la cabeza. — Créalo o no, ahora entiendo qué se quiere decir cuando se afirma «Dios es amor». ¡Qué manifiesta tontería! Y sin embargo es verdad. Entretanto, ahí está ese extraordinario rostro tuyo. — Se inclinó hacia adelante para mirarlo más de cerca. — Como si se mirase en una bola de cristal — agregó, incrédulo —. Algo nuevo continuamente. No puedes imaginarte… Pero ella podía imaginarse. — No olvides — dijo — que yo también estuve allí. — ¿Viste las caras de la gente? Susila asintió. — Y la mía en el espejo. Y, por supuesto, la de Dugald. ¡Cielos, la última vez que tomamos la medicina moksha juntos! AI principio parecía un héroe salido de alguna mitología imposible: de los indios en Islandia, de los vikingos en el Tibet. Y luego, sin previo aviso, era el Maitreya Budha. Evidente, indudablemente Maitreya Budha. ¡Qué luminosidad! Todavía puedo verlo… Se interrumpió, y de pronto Will se sorprendió contemplando a la Dolorosa con siete puñales clavados en el corazón. Cuando leyó las señales del dolor en los ojos negros, en las comisuras de la boca de labios rotundos, supo que la herida había sido casi mortal y, con una contracción de su propio corazón, que todavía estaba abierta, sangrante. Le apretó las manos. Por supuesto, no se podía decir nada, no había palabras, consuelos filosóficos; sólo ese misterio compartido del tacto, sólo esa comunicación de piel a piel, de fluida intimidad. — Se vuelve con tanta facilidad hacia atrás — dijo ella por último —. Con suma facilidad. Y muy a menudo. — Inspiró profundamente y cuadró los hombros. Ante los ojos de Will, el rostro, todo el cuerpo, sufrieron otro cambio. Pudo ver que había suficiente fuerza, en esa figurita, para enfrentar cualquier sufrimiento; una voluntad que vencería todos los puñales con que el destino pudiese atacarla. Casi amenazadora en su decidida serenidad, algo así como una Circe había ocupado el lugar de la Mater Dolorosa. Surgieron recuerdos de la voz tranquila que hablaba en forma tan irresistible sobre los cisnes y la catedral, sobre las nubes y el agua serena. Y mientras recordaba, el rostro que tenía ante sí pareció iluminarse con la conciencia del triunfo. Energía, energía intrínseca; Will vio la expresión de eso, presintió su formidable presencia, y se apartó. — ¿Quién eres? — preguntó en un murmullo. Ella lo miró un momento sin hablar; luego dijo, sonriendo alegremente: — No tengas miedo. No soy la mantis religiosa hembra. Will le sonrió a su vez; sonrió a una muchacha riente, que tenía debilidad por los besos y la suficiente franqueza como para atraerlos. — ¡Gracias a Dios! — exclamó, y el amor que había retrocedido, atemorizado, volvió en una marejada de dicha. — ¿Gracias por qué? — Por haberte dado la gracia de la sensualidad. Ella volvió a sonreír. — De modo que eso ya ha quedado revelado. — ¡Toda esa energía! — exclamó él —, esa admirable, terrible voluntad! Habrías podido ser Lucifer. Pero por fortuna, providencialmente… — Soltó su mano derecha y con la punta del índice extendido le tocó los labios. — El bendito don de la sensualidad… ha sido tu salvación. La mitad de tu salvación — aclaró, recordando el horripilante frenesí sin amor de la alcoba rosada —, una de tus salvaciones. Porque, por supuesto, está esto otro, este saber quién eres en realidad. — Guardó silencio un instante. — María con puñales clavados en el corazón, y Circe y Ninón de Lenclos, y ahora…. ¿quién? Alguien como Juliana de Norwich o Catalina de Génova. ¿De veras eres todas esas personas? — Y además una idiota — le aseguró ella —. Y además una madre preocupada y no muy eficiente. Y además un poco de la pequeña remilgada y soñadora que era de niña. Y además, en potencia, la anciana moribunda que me miró desde el espejo la última vez que tomamos juntos la medicina moksha. Y luego Dugald miró y vio lo que sería él dentro de otros cuarenta años. Y menos de un mes después — agregó —, estaba muerto. Una se desliza hacia atrás con demasiada facilidad, demasiado a menudo… La mitad sumida en misteriosa obscuridad, la mitad relumbrando misteriosamente con una luz dorada, su rostro se había convertido una vez más en una máscara de sufrimiento. Will pudo ver que, dentro de sus órbitas umbrías, los ojos estaban cerrados. Se había recogido en otra época y estaba sola, en otra parte, con los puñales y su herida abierta. Afuera los gallos cantaban una vez más, y un segundo mynah había comenzado a pedir compasión, medio tono más alto que el primero. — Karuna. — Atención. Atención. — Karuna. Will volvió a levantar la mano y le tocó los labios. — ¿Oyes lo que dicen? Pasó un largo rato antes de que Susila respondiera. Luego, levantando la mano, tomó el dedo extendido de él y lo oprimió contra su labio inferior. — Gracias — dijo, y abrió los ojos. — ¿Por qué me» agradeces? Tú me enseñaste a hacerlo. — Y ahora eres tú quien enseña a tu maestra. Como un par de gurús rivales exhibiendo su marca particular de espiritualidad, los mynah gritaban «Karuna, atención»; luego, cuando se ahogaron mutuamente la sabiduría en competencia superpuesta: «Runatenkaratunción.» Proclamando que era el dueño jamás impotente de todas las hembras, el invencible desafiante de todos los espurios pretendientes a la masculinidad, un gallito del huerto cercano anunció chillonamente su divinidad. Una sonrisa quebró la máscara de sufrimiento; de su mundo privado de puñales y recuerdos, Susila había regresado al presente. —.¡Quiquiriquí! — dijo —. ¡Cómo lo quiero! Igual que Tom Krishna cuando va de un lado a otro pidiéndole a la gente que vea qué músculos tiene. Y estos ridículos pájaros mynah, que con tanta fidelidad repiten el buen consejo que no pueden entender. Son tan adorables como mi gallito pigmeo. — ¿Y qué me dices del otro tipo de bípedos? — preguntó él —. ¿De la variedad menos adorable? En respuesta Susila se inclinó, lo tomó de un mechón de cabellos e, inclinándole la cabeza hacia adelante, lo besó en la punta de la nariz. — Y ahora es hora de que muevas las piernas — dijo. Poniéndose de pie, le tendió la mano. Él la tomó y ella lo levantó de la silla. — Cantos de gallo negativos y parloteos contrarios a la sabiduría — dijo Susila —. Eso es lo que les gusta a algunos de los otros bípedos. — ¿Quién me garantiza que no volveré a mis vómitos? — preguntó él. — Probablemente volverás — le aseguró ella con tono alegre —. Pero también es probable que vuelvas a esto. A los pies de ellos hubo un torbellino de movimiento. Will rió. — Ahí va mi pobre y pequeña encarnación del mal. Ella lo tomó del brazo y juntos se dirigieron a la ventana abierta. Anunciador de la proximidad del alba, un vientecillo removía a ratos las hojas de las palmeras. Debajo de ellos, hundida, invisible, en la tierra húmeda y acre, había una mata de hibisco… una profusión de brillantes hojas suaves y de trompetas color bermellón, destacadas de la doble obscuridad de la noche y los árboles por una lanza de luz proveniente de la lámpara de la habitación. — No es posible — dijo Will con incredulidad. Estaba otra vez con Dios 14 de julio. — No es posible — convino ella —. Pero como todas las otras cosas del universo, es un hecho. Y ahora que por fin has reconocido mi existencia, te daré permiso para mirar a tu gusto. Will permaneció inmóvil, mirando, mirando a lo largo de una sucesión de crecientes intensidades y de significaciones más profundas aun. Las lágrimas le llenaron los ojos y cayeron por fin sobre sus mejillas. Sacó el pañuelo y se las enjugó. — No pude evitarlo — se disculpó. No podía evitarlo porque no tenía otra forma de expresar su agradecimiento. Agradecimiento por el privilegio de estar vivo y de ser testigo de ese milagro; de ser, en verdad, algo más que un testigo: un participante, un aspecto del milagro. Agradecimiento por esos dones de luminosa dicha y esa comprensión sin conocimiento. Agradecimiento por ser a la vez esa unión con la unidad divina y al mismo tiempo esa criatura finita entre otras criaturas finitas. — ¿Por qué habría uno de llorar cuando se siente agradecido? — dijo mientras guardaba el pañuelo —. Sólo el cielo lo sabe. Pero así sucede. — Una burbuja-recuerdo surgió del fango de las lecturas pasadas. — «La gratitud es un cielo en sí» — citó —. ¡Puras tonterías! Pero ahora veo que Blake no hacía otra cosa que registrar un simple hecho. Es el cielo en sí. — Y tanto más celestial — continuó ella — cuanto que es el cielo en la tierra y no el cielo en el cielo. Asombrosamente, a través de los cantos de gallos y el croar de las ranas, a través de los ruidos de los insectos y el dúo de los gurús rivales, llegó el sonido de disparos distantes. — ¿Qué será eso? — se preguntó ella. — Los muchachos jugando con fuegos de artificio — repuso él, alegre. Susila meneó la cabeza. — No permitimos ese tipo de fuegos de artificio. Ni siquiera los poseemos. De la carretera, al otro lado de los muros del cercado, un rugido de vehículos pesados ascendiendo en primera se hizo cada vez más fuerte. Por sobre el ruido, una voz a la vez estentórea y chillona gritaba cosas incomprensibles por un altavoz. En su marco de sombra aterciopelada, las hojas eran como delgadas virutas de jade y esmeralda, y del corazón de su caos, con brillo de joyería, rubíes fantásticamente esculpidos estallaban en estrellas de cinco puntas. Gratitud, gratitud. Los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas. Trozos de gritos chillones se convirtieron en palabras reconocibles. Contra su voluntad, se sorprendió escuchando. — Pueblo de Pala — oyó; luego la voz se hinchó en incoherencia amplificada. Chillido, rugido, chillido. Y después —: Habla vuestro raja:., permaneced tranquilos… dad la bienvenida a vuestros amigos del otro lado del estrecho… Entendió. — Es Murugan. — Y está con los soldados de Dipa. — El progreso — decía la voz insegura y excitada —. La vida moderna… — Y luego, pasando de Sears Roebuck a la rani y a Koot Hoomi, chillo —: La verdad… los valores… auténtica espiritualidad… petróleo… — ¡Mira — exclamó Susila —, mira! Entran en el cercado. Visibles en una brecha entre dos grupos de bambúes, los haces de luz de una procesión de focos brillaron un momento en la mejilla izquierda del gran Buda de piedra de junto al estanque de los lotos y pasaron de largo, insinuaron una vez más la bendita posibilidad de liberación y volvieron a pasar. — El trono de mi madre — mugió el chillido enormemente ampliado —, unido al trono de los antepasados de mi madre…. Dos naciones hermanas marchan hacia adelante, de la mano, hacia el futuro… En adelante se las conocerá como Reino Unido de Rendang y Pala… El primer ministro de ese Reino Unido, ese gran dirigente político y espiritual, el coronel Dipa….. La procesión de focos desapareció detrás de una larga hilera de edificios y los chillones mugidos volvieron a convertirse en incoherencia. Luego las luces reaparecieron y una vez la voz se hizo coherente. — Reaccionarios — gritaba, furiosa —. Traidores a los principios de la revolución permanente… Con tono de horror, Susila musitó: — Se detienen ante la choza del doctor Robert. La voz había pronunciado su última palabra, los focos y los rugientes motores estaban apagados. En el obscuro y expectante silencio, las ranas y los insectos continuaron sus insensatos soliloquios, los mynah reiteraron sus buenos consejos. «Atención, Karuna.» Will contempló su encendido arbusto y vio la Talidad del mundo y su propio ser ardiendo con la clara luz que era también (¡cuan evidente, ahora!) compasión… la clara luz a la que, como todos los demás, había preferido ser ciego, la compasión a la que siempre había preferido sus torturas, soportadas o infligidas en una tienda de oportunidades, sus viles soledades con las Babs vivientes o las Molly agonizantes en primer plano, con Joe Aldehyde en la distancia media y, en el fondo más remoto, el gran mundo de fuerzas impersonales y de números en proliferación, de paranoias colectivas y diabolismo organizado. Y siempre, en todas partes, existirían los hipnotistas aulladores o tranquilos y autoritarios; y a la zaga de los imperiosos dadores de sugestiones, siempre y en todas partes, las tribus de bufones y mercachifles, los embusteros profesionales, los proveedores de divertidas impertinencias. Condicionadas desde la cuna, incesantemente atenazadas, sistemáticamente mesmerizadas, sus víctimas uniformadas continuarían marchando, obedientes, de un lado a otro, y seguirían, siempre y en todas partes, matando y muriendo con la perfecta docilidad de perritos amaestrados. Y a pesar de la negativa de todo punto de vista justificada a aceptar un sí por respuesta, seguía y seguiría siempre en pie el hecho — en todas partes — de que incluso en un paranoico existía esa capacidad de inteligencia, esa capacidad de amar en un adorador del diablo; el hecho de que la base del ser total podía ser absolutamente manifiesta en un arbusto en flor, en un rostro humano; el hecho de que había luz y de que esa luz también era compasión. Se oyó un disparo; luego varios de un rifle automático. Susila se cubrió el rostro con las manos. Temblaba y no podía dominarse. Él la abrazó y la apretó contra sí. La labor de cien años destruida en una sola noche. Y sin embargo seguía en pie el hecho… el hecho de la terminación de la pena así como el hecho de la pena misma. Los arranques chirriaron; motor tras motor rugieron al encenderse. Reaparecieron los focos y, luego de un minuto de ruidosas maniobras, los coches comenzaron a regresar con lentitud por la carretera por la que habían llegado. El altavoz bramó los primeros compases de un himno marcial y al mismo tiempo lascivo, que Will reconoció como el himno nacional de Rendang. Luego el Wurlitzer fue desconectado y volvió a escucharse la voz de Murugan. — Habla vuestro raja — proclamó la excitada voz. Después de lo cual, da capo, repitió el discurso sobre el Progreso, los Valores, el Petróleo, la Verdadera Espiritualidad. Bruscamente, como antes, la procesión desapareció de la vista y el oído. Un minuto más tarde reaparecía, con su vacilante contralto mugiendo las alabanzas del primer ministro del nuevo reino unido. La procesión avanzó y entonces, esta vez desde la derecha, los focos del primer coche blindado iluminaron el rostro serenamente sonriente del esclarecimiento. Sólo un instante, y el haz de luz siguió de largo. Y allí estaba el Tathagata por segunda, tercera, cuarta, quinta vez. Pasó el último de los vehículos. Olvidado en la obscuridad, el hecho del esclarecimiento seguía en pie. El rugido de los motores se fue apagando, la chillona retórica se convirtió en un murmullo inarticulado, y a medida que los ruidos intrusos se alejaban volvían a destacarse las ranas, los ininterrumpibles insectos., los mynah. — Karuna. Karuna. Y en un semitono más bajo. — Atención. FIN OTRAS OBRAS DEL MISMO AUTOR PUBLICADAS POR LA EDITORIAL SUDAMERICANA Adonis y el alfabeto Contrapunto El tiempo debe detenerse Eminencia gris Esas hojas estériles La filosofía perenne Las puertas de la percepción. Cielo e infierno. Literatura y ciencia Nueva visita a un mundo feliz El fin y los medios Temas y variaciones Los demonios de Loudun Cartas notes 1 Por supuesto, provienen de la misma raíz en inglés (holy, healthy, whole), no en castellano. (N. del T.)